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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (10 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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—No sé. Por un momento… No, no te lo digo. Te reirías de mí.

—¿Qué ibas a decir?

—Que por un momento creí que
El Coyote
eras tú.

—¡Qué locura! —rió César—. ¿Y cómo quedó la cosa?

—Los padrinos de Potts me dijeron que mi honor estaba a salvo y volví a Los Ángeles deseando encontrar al
Coyote
para darle las gracias y pedirle que otra vez no trate de ayudarme. Si le ves, díselo.

—Sigues creyendo que yo soy
El Coyote
—sonrió César—. Pero te equivocas. Hoy no he salido de casa, y además soy le bastante serio para no disfrazarme cuando no es carnaval. Lo mejor que podemos hacer es ir esta noche a la posada Internacional a disfrutar del espectáculo de Mariquita, la cantante enmascarada.

Capítulo XI: La medalla delatora

—Esta noche la botella de jerez vale cuarenta pesos —les anunció Julio Marenas cuando entraron en la posada.

—Eso quiere decir que Mariquita vuelve a cantar y a bailar, ¿no?

—Yo quería que lo hiciese todas las noches —suspiró Marenas—. Todos están locos por ella. Pero Mariquita dice que no le es posible venir cada noche, porque su padre sospecharía la verdad. Hoy no debía haber venido; pero a última hora me anunció su llegada. He avisado a todos sus admiradores y también a ustedes, aunque supongo que el aviso habrá llegado después de su marcha.

Como en aquel momento entraban otros clientes, César y Salinas fueron a sentarse a su mesa. Apenas se hubieron instalado allí acercóse uno de los criados de Marenas y dirigiéndose a Salinas le dijo en voz baja:

—La señorita le ruega que me acompañe.

—¿Qué señorita? —preguntó Salinas.

—Mariquita. Quiere darle…

—Vamos —interrumpió Salinas, levantándose y arrastrando tras de sí al criado, como si supiera el camino que debía seguir.

Cuando se le hubo pasado el nerviosismo se dejó guiar por el hombre, que le condujo por un ancho pasillo hasta una habitación situada casi al fondo y que servía de camerino a la bailarina.

Llamando a la puerta, el hombre anunció que traía al señor Salinas y se alejó en seguida, acariciando alegremente la moneda de oro que el joven le había entregado.

Abrióse la puerta y apareció la dueña que la noche anterior había acompañado a Mariquita. También ella disimulaba su identidad cubriéndose el rostro con una espesa mantilla. Además la habitación estaba muy débilmente alumbrada por una lamparilla de aceite, aunque se advertía, por el olor, que unas velas habían sido apagadas un momento antes.

Mariquita fue al encuentro del joven.

—Señor Salinas, quería darle las gracias por lo de ayer noche —dijo con su hermosa voz—. Hubiera deseado poderme detener para agradecerle su intervención…

—Señorita, lo que yo hice no tuvo ninguna importancia. Cualquier caballero lo hubiese hecho, y, además, si pude hacerlo fue porque, sin darme cuenta de lo que hacía, quería ser tan indiscreto como el capitán Potts. Yo también deseaba averiguar su identidad.

—Estoy segura de que usted no se hubiera portado como aquel hombre —dijo Mariquita.

—Desde luego; pero… estoy tan enamorado de usted…

—¡Por favor, no diga eso! —pidió la joven—. ¿De qué está usted enamorado? ¿De una voz? ¿De un antifaz?

—De un alma, Mariquita.

—Tiene usted una vista muy penetrante, señor Salinas. Para ver un alma…

—Basta adivinarla. Porque es imposible verla se la puede presentir. Y eso es lo que a mí me sucede con usted. Presiento la hermosura de su alma. Sólo un alma llena de nobleza podría hacer lo que usted hace. Para una dama de su condición, el presentarse ante el público tan bajo debe de ser un martirio.

—En ese público hay caballeros como usted y otros.

—Pero estamos en minoría.

—Tal vez; pero de todas formas le aseguro que hay cosas mucho más desagradables que salir a un tablado a entretener a unos hombres.

—Mariquita, soy rico, puedo poner en sus delicadas manos cien mil pesos. ¿Los quiere?

—Es usted impetuoso. ¿No comprende que yo podría ser una aventurera?

—No puede serlo.

—¿Por qué?

—Porque mi corazón me dice que usted es la mujer que he estado aguardando. ¿Quiere ser mi esposa?

—¡Por Dios, señor Salinas! Eso no debe decírselo nunca a una mujer. Y menos a una cantante y bailarina.

—¿Existe otro hombre en su vida? —preguntó Salinas—. Si existe, dígame quién es y…

—¿Y qué? ¿Le matará? —rió la joven.

—No, porque si le matase, usted quizá lloraría, y no deseo que por mí derramen lágrimas sus ojos.

—Por favor, ahora regrese a la sala y no sea tan dadivoso como ayer.

—Lo que puse a sus pies no tenía ningún valor, señorita. Usted se merece mi corazón… y ya lo tiene.

—Adiós, señor Salinas. Esta noche cantaré para usted.

—¿Y luego?

—¿Qué quiere decir con eso?

—Volver sola a casa es muy expuesto.

—Resulta mucho más expuesto volver acompañada —sonrió Mariquita.

—Yo la defendería…

—¿Hasta la iglesia de la Trinidad? —preguntó la joven.

—Hasta donde usted me permitiera.

—Sólo hasta allí.

—Entonces…

—Saldré por el mismo sitio de anoche —dijo Mariquita, tendiendo la mano a Salinas, que la besó largamente hasta que la muchacha le empujó fuera del camerino.

Al cerrarse la puerta tras él la dueña la reprendió:

—Eres muy imprudente, Antonia, y eso no me gusta.

La enmascarada se volvió hacia la guardiana y, con la mirada perdida en el vacío, admitió:

—Ya lo sé, pero… ¿Tú crees en el amor a primera vista?

—Hasta ahora no creía —gruñó la mujer—; pero tú empiezas a hacerme creer en él.

—Es tan delicado… Hoy he visto al capitán aquel y llevaba la oreja vendada. Se ve que en el duelo él le ha herido.

—Supongo que eso lo considerarás una prueba de amor.

—Lo es. Cuando un hombre pone su fortuna y su vida a los pies de una mujer…

—Es que está loco. Y tú también lo estás. Prepárate, pues ya falta poco para salir al tablado.

—¿Crees que cuando sepa quién soy me seguirá queriendo?

—¿Por qué no? Al fin y al cabo, tu familia es tan buena como la suya.

Sonó una llamada en la puerta y Marenas preguntó:

—¿Está preparada?

—En seguida, Marenas.

****

—¿Qué ha sido de su compañero? —preguntó Mariquita cuando Salinas se reunió con ella al salir del jardín de Teodosio Moraleda.

—¿Es que deseaba que nos acompañase? —preguntó Salinas.

—No digo eso; pero como parecen tan buenos amigos…

—Lo somos; pero esta noche no deseaba su compañía.

—Entonces es que no son tan buenos amigos.

—Lo somos —repitió Anselmo—; pero cuando se acude a una cita de amor…

—¿A cuál? —preguntó Mariquita, con fingida inocencia.

—A ésta.

—Creo que sigue usted un camino equivocado.

—No. No hable así. Y, por favor, deje esta vida. Si es cierto lo que dice Marenas de que usted trabaja para ayudar a su padre, no es necesario que lo haga. Le repito que toda mi fortuna está a su disposición.

—Es usted demasiado impetuoso. Otra mujer podría aceptar su oferta.

—¿Y usted no?

—Yo no; porque de los hombres impetuosos no se puede esperar nada firme. Se lanzan al peligro o al amor sin medir antes la realidad. Luego se dan cuenta de lo que han hecho, retroceden o… o mueren.

—¿Qué quiere decir?

Caminaban en dirección a la no muy lejana iglesia de la Trinidad y la dueña les seguía a corta distancia.

—¿Usted me quiere, Salinas?

—Con locura.

—¿A quién quiere?

—A usted.

—¿Y quién soy yo?

— La mujer a quien amo.

—¿Cómo se llama esa mujer?

—Mariquita.

—¿Es ése su verdadero nombre?

—¿Por qué me hace todas esas preguntas?

—Responda a ellas. ¿Cree que me llamo Mariquita?

—No…, ya me figuro que no.

—O sea que usted cree querer a Mariquita, es decir, que no sabe a quién quiere.

—La quiero a usted.

—Pero no sabe quién soy y, por tanto, no sabe a quién quiere. Siendo así, ¿por qué está tan seguro de su amor?

—Porque lo estoy.

—Ésa es la respuesta de un niño. Señor Salinas, soy una mujer que canta en un tablao, en una taberna, y mi amor tiene, tal vez, un precio mucho menos elevado que el que está usted dispuesto a pagar.

—No creo lo que dice.

—¿No le gusta creerlo?

—No lo creo porque sé que habla por hablar, para torturarme.

—Es que si me ofrecen una cuerda y me dicen que sostendrá el peso que yo le destino, y quien lo hace no tiene la menor idea del peso que aquella cuerda ha de sostener… Yo no puedo creer en la solidez de dicha cuerda. Usted ofrece un amor y no puede ser muy grande. Y como ya hemos llegado a la iglesia de la Trinidad, adiós. No intente seguirme, porque entonces le juro que no volveré a dejarme acompañar más por usted.

Salinas quedó de pie junto a la puerta de la iglesia y vio cómo las dos mujeres se alejaban. Varias veces estuvo tentado de correr tras ellas; pero al fin se contuvo y regresó a su casa.

****

El capitán Allen Potts escuchó el informe de su asistente.

—Nadie ha oído hablar nunca del
Coyote
, mi capitán —decía en aquel momento—. Lo más que algunos recuerdan es
El Zorro
; pero
El Coyote
es un nombre nuevo.

Potts se acarició la barbilla.

—Tiene que ser algún amigo de Salinas; pero ha de ser un buen tirador de revólver. Los californianos han usado pocos revólveres.

—Algunos estuvieron en la guerra de Tejas —recordó el asistente—. Quizá de allí trajeron armas…

—No. Aquellos revólveres no eran ni mucho menos los que usaba
El Coyote
. Eran armas modernas, de mucha precisión. ¿Qué se dice por el fuerte?

—¿Sobre qué, mi capitán?

—Sobre lo de ayer tarde.

—Nada. Todos creen que la herida de la oreja se la produjo Salinas.

—¿No han hablado mis compañeros?

—No, mi capitán.

—No, no han hablado —murmuró Potts—. Pero lo harán. Me rehúyen. Querían que me dejase matar estúpidamente. ¿Has averiguado qué amigos tiene Salinas?

—El mejor de todos es el señor Echagüe.

—Ése es un botarate incapaz de empuñar un cortaplumas. ¿Qué otros hay?

—Tiene muchas amistades, pues ya sabe que cuando la guerra mandó un grupo de jinetes…

—Ya sé. Puede tratarse de cualquiera de sus muchos amigos.

—Si me permite una opinión, mi capitán…

—¿Cuál?

—Pues… yo no creo que ese
Coyote
vuelva a aparecer nunca más.

—¿Por qué?

—Porque sería muy expuesto ir por Los Ángeles enmascarado y tirando tiros. Debió de hacerlo para sacar a su amigo del apuro en que estaba.

—Es posible. Nos convendría poner a Salinas en otro apuro. Por ejemplo… ¿Verdad que firmó el compromiso de no conservar armas largas de fuego?

—Debió de firmarlo.

—¿Conoces su finca?

—Sí.

—Pues escucha. Mañana…

Cuando Potts hubo terminado sonreía duramente, mientras que su ayudante asentía con la cabeza.

—¿Has comprendido bien? —inquirió Potts.

—Sí.

—Toma.

El capitán tiró sobre la mesa unas monedas de oro que el asistente guardó apresuradamente, saliendo en seguida de la habitación de su jefe.

****

Aquella noche, cuando Salinas acudió a la posada Internacional, Marenas le reservaba una mala noticia.

—Lo siento, señor Salinas, pero…

—¿Qué sucede?

—Su mesa… El capitán Potts insistió en ocuparla él… No he podido evitarlo. Esto es un local público y no se pueda hacer diferencias.

—Está bien. Deme otra.

Aunque esperó, impaciente, que Mariquita le hiciera llamar, nadie acudió a pedirle que pasara al interior del local. Al fin se anunció la aparición de la bailarina y cantante sin que Salinas recibiese ningún aviso.

Cuando la bailarina, siempre con rostro cubierto, subió al tablado, su mirada fue directa a la mesa en que durante las noches anteriores se había sentado Salinas. Al ver al capitán Potts, su expresión cambió por completo y de alegre se hizo desdeñosa, variando, sólo, cuando descubrió a Salinas. Entonces le dirigió una sonrisa e inició la danza al compás de la pegadiza música.

Obligada por la interminable ovación que le fue dedicada, la joven repitió el número. En una de las hermosas pero violentas contorsiones del busto un objeto metálico fue a caer a los pies de Potts. Nadie pareció darse cuenta de lo ocurrido. Potts, con disimulo, se inclinó a recoger el objeto. Era una medalla de plata en cuyo dorso se veía esta inscripción:

A. G. 5–junio–1825.

Capítulo XII: Otra vez
El Coyote

Allen Potts miró, sonriente, a la bailarina y luego contempló la medalla que tenía en la palma de la mano. Cerrando ésta, murmuró:

—A. G. no se parece en nada a Mariquita.

Desde el fondo de la sala, alguien había seguido todos los movimientos de Potts. Un hombre envuelto en una larga y parda capa, con un sombrero mejicano caído sobre los ojos y una mano ocultando aún más sus facciones, no dejaba de mirar ni un momento al capitán. Cuando le vio recoger su gorra y dirigirse hacia la salida, el desconocido se puso en pie y salió antes que él. Cuando Potts abandonó la posada, lo hizo con paso enérgico, emprendiendo el camino del fuerte. Ni por un momento se le ocurrió volver la cabeza. Se encontraba ya a menos de un cuarto de legua del fuerte cuando una voz, que reconoció en seguida, le ordenó:

—Deténgase, capitán, y si aprecia en algo su vida no acerque la mano a su revólver.

—¿Otra vez
El Coyote
? —preguntó Potts.

—Otra vez, puesto que usted sigue por mal camino. Tan malo que, si no rectifica, acabará despeñándose.

—Si quiere mi dinero…

—No lo necesito; pero, en cambio, sí quiero lo que ha recogido del suelo en la posada Internacional.

—¿Estaba usted allí?

—Tal vez. Démelo.

—Era una moneda de plata —mintió Potts.

—Deme la medalla que ha recogido —ordenó
El Coyote
.

—No he…

—Óigame, Potts —dijo fríamente el enmascarado—: no me importará si ése es el único medio para recuperar la medalla.

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