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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (6 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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—Él se hubiese unido a nosotros.

—Claro. Siempre fue un loco. Sólo a un loco se le ocurre ir señalando las caras de la gente con una zeta grabada con la punta de su espada.

—¡
El Zorro
! —La voz de Salinas se hizo solemne—. ¡El más grande patriota que ha tenido California!

—Sin duda alguna; pero él luchaba por algo definido. Ahora, en cambio, se lucha sin saber por qué. Y a propósito, Anselmo, ¿por qué en vez de enseñarles el manejo de la espada no les instruís un poco en el de la lanza?

—¿La lanza? —Salinas miró, asombrado, a su amigo—. Me parece que has dicho algo muy sensato. ¡Claro!

Jeremías Herrera, antiguo oficial de caballería, se encargó de instruir a los jinetes en aquel sistema de lucha. En todas las casas había alguna lanza y los herreros pudieron hacer tantas como se quiso. A principios de diciembre de 1846, los lanceros californianos estaban listos y preparados para hacer frente a las fuerzas que descendían del Norte, al mando del general Kearny. Las lanzas californianas medían dos metros y medio de largo, eran fuertes y ligeras y, al mismo tiempo, se esperaba mucho de ellas.

El 5 de diciembre se comprobó sobradamente la eficacia del arma al enfrentarse en San Pascual los jinetes de California con los hombres de Kearny.

El capitán Johnson, que mandaba la vanguardia de Kearny, era un joven muy impetuoso. Despreciaba a los californianos y quería demostrar que los hombres de Gillespie habían sido unos cobardes. Al divisar al adversario cargó contra él.

Un minuto más tarde Johnson caía en tierra con la cabeza atravesada por un balazo. Casi todos sus hombres tuvieron que replegarse heridos y en plena confusión, perseguidos implacablemente por los californianos.

Un cuerpo de dragones quiso ayudarles y cargó contra los jinetes.

—¡En retirada! —gritó Salinas.

Y todos los californianos huyeron a la desbandada, perseguidos por los dragones y por otros jinetes que en menos de cinco minutos estuvieron mezclados y desordenados.

—¡Media vuelta! —gritó Salinas al darse cuenta de que se había realizado lo que él deseaba.

En breves instantes los californianos, lanza en ristre, cargaron como un alud sobre las desordenadas huestes enemigas. Antes de que los invasores pudieran intentar la más rudimentaria defensa, se vieron barridos del campo, teniendo que huir en pleno desorden, dejando dieciocho muertos sobre el terreno y más de noventa heridos.

—¡La artillería! —gritó Kearny—. ¡Pon las piezas en batería! ¡Disparad metralla!

Salinas, galopando pegado a su caballo y con su lanza en ristre, lanzóse contra la primera pieza que vio, derribó al oficial que con la espada quería cerrarle paso, hizo huir a los artilleros y con la lanza golpeó violentamente a las mulas que arrastraban el cañón. Los animales asustados, desmandáronse y escaparon con el cañón hacia las filas de California.

El capitán Moore organizó una segunda carga y Salinas le atravesó el corazón de un bote de lanza. Kearny y Gillespie también resultaron heridos de lanza.

Los norteamericanos conservaron el campo; mas la victoria fue de los californianos, ya que al fin y al cabo los jinetes de Salinas no eran más que una avanzadilla exploradora.

Durante varios días Kearny permaneció en San Pascual, temiendo a cada momento que los californianos repitieran sus ataques, convencido de que sus adversarios eran muy superiores a ellos.

Por fin, en el mes de enero de 1847, Kearny y Stockton, que habían acudido a reforzarle, emprendieron el ataque a Los Ángeles con un número de fuerzas tres veces mayor que el de sus adversarios. A pesar de ello, si los californianos hubieran poseído un poco de pólvora de buena calidad para sus cañones el resultado de la batalla hubiera podido ser muy distinto, pero después de varias inútiles cargas contra el amplio cuadro formado por los norteamericanos, los californianos tuvieron que batirse en retirada. Aquella noche el enemigo acampó a la vista de la ciudad.

****

—Tenías razón, César —dijo Salinas aquella noche, al regresar del combate—. No nos falta valor; pero no tenemos armas.

César de Echagüe no dijo nada de lo que podía haber dicho. No sacó a relucir sus pronósticos y limitóse a preguntar:

—¿Qué piensas hacer?

—Marcharme hacia el Sur. Hacia Méjico.

—¿No queríais independizaros de él?

—Sí; pero…, en estos momentos…, prefiero estar allí.

—¿Y abandonar tus posesiones en manos de los yanquis? Ten la seguridad de que confiscarán todas las fincas y haciendas de los que huyan, porque los considerarán enemigos o rebeldes. Quédate. No pueden tratarte más que como a un enemigo leal.

—Pero aún podríamos intentar algo…

—No, Anselmo. No podríais intentar nada. Ya habéis hecho más de lo que lógicamente podíais hacer. El honor está a salvo, no lo dudes.

Salinas se quedó y a la mañana siguiente, los norteamericanos ocupaban definitivamente Los Ángeles. Ya nunca más volverían a salir de allí.

Cuatro días más tarde se firmaba en el rancho Cahuenga la capitulación de todas las fuerzas de California. Los hombres que sin ayuda del gobierno mejicano habían luchado contra los norteamericanos y los habían vencido en la casi totalidad de los encuentros, fueron perdonados, incluso los que antes prometieron no empuñar las armas contra los invasores. Se comprometieron a entregar los fusiles; pero se les permitió conservar las armas cortas. Este compromiso se firmó con el general Fremont en lugar de hacerlo con el comodoro Stockton, que así se vio libre de la necesidad de cumplir la promesa que había hecho de ahorcar a todos los californianos que faltaron a su compromiso de no luchar contra los yanquis. Así todos pudieron volver a sus hogares y los norteamericanos recibieron seis fusiles y dos cañoncitos. Los californianos afirmaron no poseer más armas de guerra. Los conquistadores aceptaron esta afirmación y no insistieron en averiguar el paradero de los cincuenta y tantos fusiles que habían sido arrebatados a los hombres de Gillespie. La paz más absoluta reinó durante unos meses en Los Ángeles.

Capítulo VI: Después de la tormenta

Aleccionados por su primer fracaso en Los Ángeles, los norteamericanos procuraron, al regresar allí, ganarse las simpatías de los californianos. Todas las noches la banda militar interpretaba en la Plaza piezas norteamericanas y populares, se permitían reuniones, se dio permiso a todos los taberneros para que pudieran vender, como los norteamericanos, sus licores, y se evitó detener a nadie.

—No son tan antipáticos como antes —decía Beatriz una tarde en que paseaba con su hermano por la Plaza—. Hasta van pareciendo seres humanos.

Y es que Beatriz, por ir acompañada de César, a quien Gillespie había calificado del mejor amigo de los yanquis, era saludada por todos los jóvenes oficiales que visitaban la ciudad.

—No me gusta que hables con esa gente —gruñía todas las noches don César.

Pero Beatriz ya no hacía caso de los reproches de su padre y, mujer al fin, agradecía las miradas de admiración que veía en todos los ojos.

—¿No es Anselmo aquél? —preguntó una noche, señalando hacia un extremo de la Plaza.

—Él parece —replicó César, y los dos hermanos se dirigieron hacia el farol bajo el que se había detenido Anselmo Salinas.

—Hola, César —dijo con voz opaca el joven al ver a su amigo.

—¿Por fin te has decidido a salir de casa? —preguntó César.

—No te burles. Es que ya no podía resistir más allí encerrado; pero tampoco puedo resistir ver tanto uniforme extranjero.

—Ya te acostumbrarás. Beatriz ya tolera su presencia. Lo que ocurría antes era que los oficiales de la guarnición eran todos muy viejos y muy desagradables. Pero entre los marinos de San Pedro y la guarnición del fuerte Moore, hay ahora un grupo de jóvenes sumamente atractivos.

—Yo no los encuentro atractivos —gruñó Salinas.

—Tú eres un hombre y no es lógico que encuentres atractivos a unos militarotes —rió César.

De pronto, su rostro se ensombreció.

—Por allí viene Leonor —dijo.

Leonor de Acevedo acercóse, muy severa, y dirigiéndose a Beatriz preguntó:

—¿Quieres acompañarme? ¡Oh, buenas noches, señor Salinas! Hacía tiempo que no le veíamos.

—Sí, hacía tiempo —replicó Anselmo, mirando extrañado a César, a quien la joven no parecía haber visto.

—No me conoce —sonrió César—. Desde que no me hice matar por mi patria me da por muerto, ¿verdad, Leonor?

—Le agradeceré que no me hable, a menos que sea completamente imprescindible. Lamento mucho que mi señora madre insista en cumplir su promesa.

—Viéndola, cualquiera le echaría sesenta años —rió César—. ¡Y apenas ha cumplido dieciséis! ¡Dios mío, qué esposa me ha reservado mi padre!

—Yo lamento tanto como usted la decisión de nuestros padres —dijo Leonor, procurando no mirar a César—. Si usted encuentra la forma de que nuestro compromiso se rompa, le quedaré muy agradecida.

—¡Brrrr! —exclamó César—. Es una mujer de hielo. Me voy. No puedo continuar aquí, pues me helaría. Supongo que tú te harás cargo de Leonor y la conducirás a su casa, ¿verdad, Beatriz?

—Claro —replicó la hermana de César—. Además, por allí viene doña Angélica, que está deseando proteger a alguien. Nos dejaremos proteger por ella. Eso la hará feliz.

—Aprovechemos la oportunidad y huyamos —dijo César al oído de su amigo—. Esa señora es muy buena, muy honrada y tiene muchas cualidades; pero cuando se pone a dar consejos… Vamos.

—¿Adónde? —preguntó Salinas cuando estuvieron a alguna distancia.

—A distraernos y a hablar. ¿Qué te parece la posada Internacional?

—Estará llena de yanquis —replicó Salinas.

—¿Y qué? Cuanto antes te acostumbres a verlos, mejor. Al fin y al cabo ellos traen el orden.

—No discutamos, César. Vayamos a donde quieras, porque tanto me da un sitio como otro.

—Pues vayamos a la posada Internacional.

Capítulo VII: La cantante enmascarada

Un numeroso y heterogéneo público llenaba la amplia sala central de la posada. El tiempo transcurrido desde la ocupación de Los Ángeles había bastado para que los habitantes de la ciudad se habituaran a la presencia de los norteamericanos y, sobre todo los hombres, menos rencorosos que las mujeres, admitían ya sin disgusto la vecindad de los invasores. Por ello la posada estaba llena de soldados y de paisanos sin que ocurriera ningún choque entre ellos.

—Buenas noches, don César —saludó Julio Marenas, el propietario del local, acudiendo al encuentro de Echagüe y de su amigo—. ¡Cuánto tiempo sin verle, señor Salinas! Viene en buena noche. Parece como si toda la ciudad supiera la noticia.

—¿Qué noticia? —preguntó César.

—¡Es un secreto! —replicó Marenas—. No se lo he descubierto a nadie; aunque se diría que todos lo conocen. Se trata de una nueva atracción; pero no puedo adelantar nada, pues temo que a última hora ella se arrepienta.

—¿Quién es ella? —inquirió César.

—Secreto —replicó el dueño de la posada—. No puedo decir ni una palabra. Lo juré ante un crucifijo y no puedo descubrirla; pero cuando la vean quedarán verdaderamente prendados. No hay otra como ella.

—¿Cómo quién? —casi gritó Salinas, cuyos nervios no podían resistir aquel continuo decir y no decir.

—Como ella. Ya les digo que no puedo aclarar nada.

—Pues entonces cállese y no hable, Marenas —gruñó Salinas.

—Es que no puedo callar, señor Salinas. Es que si usted la viese como yo la he visto…

—¿Es que la ha visto al natural? —preguntó César.

—¡No, señor Echagüe! —protestó Marenas—. No sea mal pensado. Es una mujer decentísima. Tan decente que… Pero no se lo puedo decir, porque…

—Porque lo ha jurado delante de un crucifijo y porque ella podría arrepentirse y porque está usted tratando de excitar nuestra curiosidad, ¿no es así, querido Marenas? —rió César.

—Don César, usted interpreta mal… mis sentimientos.

—Sin duda alguna. Soy un mal interpretador de sentimientos. ¿De veras no puede decirnos de qué se trata?

Marenas pareció vacilar. Al fin, y después de mirar a derecha e izquierda y convencerse de que nadie le podía oír, bajó la voz y susurró casi imperceptiblemente:

—Es una muchacha divina, jovencísima, que baila como un ángel y canta como un ruiseñor.

—Eso ya es algo —dijo César—. ¿Y qué edad tiene?

—Dieciocho años, que son como dieciocho soles, un cuerpo que es una escultura griega y una gracia que se la debió de dar Dios. ¡Lástima que tenga que salir con la cara cubierta por un antifaz!

—¡Eh! —exclamaron a la vez César y Salinas.

—Sí —prosiguió Marenas—. Tiene que salir con un antifaz, porque como es una muchacha decente no puede dejarse reconocer.

—¿Y qué viene a hacer en esta casa una muchacha decente? —preguntó Salinas.

—Caballero, en mi casa una mujer decente está tan segura como en un convento —protestó Marenas.

—Claro, claro —dijo César, conciliador—. La honradez del señor Marenas está grabada en su cara. No he visto jamás un físico más honrado que el suyo.

—No se burle, don César —pidió el posadero—. Éste es un caso muy grave. Se trata de una joven de buena familia. Con la guerra ha perdido toda su fortuna y por algún sitio de California… Fíjese bien que digo por algún sitio y que no me refiero a Los Ángeles, ni a San Diego, ni a Monterrey…

—Ni a Sacramento, ni a San Francisco, ni a San Luis Obispo, ni a Santa Clara, ¿verdad? —rió César.

—Bueno; quiero decir que no digo de dónde es esa señorita; pero sí digo que es de buena familia, que ha venido a menos porque invirtió toda su fortuna en la causa sagrada de nuestra independencia…

—A la que don Julio Marenas contribuyó con un barril de ron regalado a nuestros soldados en vísperas de la acción de Domínguez —interrumpió, sonriente, César.

—¿Qué más podía ofrecer? —preguntó, algo enfadado, el posadero.

—Claro. Un barril de su sangre hubiera sido acogido con mucho menos agrado —dijo César, palmeando las anchas espaldas del hombre y pidiendo—: Continúe con su historia, incomparable tabernero. Decía que el papá de esa señorita dio todo su dinero por la causa, solución que a usted no se le ocurrió nunca.

—Mi dinero lo he ganado con el sudor de mi frente —protestó Marenas—. Pero usted se está burlando de mí, don César.

—Claro, hombre, claro. Siga diciéndonos secretos de esa hermosa joven que canta como los ángeles y baila como ruiseñores, o viceversa.

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