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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (5 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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—Se trata de provocar un movimiento por la libertad de California. Tenemos una bandera y queremos que sea ella no la yanqui la que ondee al sol de California.

—Muy bien dicho. Tus palabras merecerían ser grabadas en granito. Pero las palabras nunca han conseguido nada. Son muy hermosas si después de ellas se hace algo grande; pero si no se hace nada resultan ridículas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Salinas, con cierta violencia.

—Si California fuese capaz de levantarse en lucha contra los Estados Unidos y pudiera vencer, entonces se podrían pronunciar palabras altisonantes que tal vez luego serían leídas con emoción por las generaciones venideras; pero si veinte mil californianos se ponen enfrente del veinte millones de yanquis, por muy hermosas palabras que se pronuncien, el resultado sólo puede ser uno: hacer el ridículo.

—España se levantó contra Napoleón y le venció. Y él era entonces el dueño de Europa.

—Pero España tenía varios millones de habitantes y podía luchar porque tenía una organización militar y una industria que podía proporcionar armas y pólvora; pero aquí ni tenemos industria, ni armas, ni pólvora, ni quienes las proporcionen. Méjico está en guerra con los Estados Unidos y no puede ayudarnos. Es, pues, mejor no hacer nada.

—A veces, a pesar de lo que te aprecio, te mataría, César —dijo Salinas—. Escucha. Esta noche vamos a reunimos unos cuantos e iremos a dar un susto a los yanquis. Están en su cuartel general, temiendo siempre que los ataquen. Les dispararemos unos tiros, haremos sonar unos tambores y luego nos iremos. Ya verás el susto que les damos.

—No, Anselmo, no te acompaño. Si lo que vais a hacer pudiera dar algún resultado práctico, te acompañaría; pero exponerme a recibir un balazo sólo para dar un susto a los yanquis… La verdad, me parece una tontería.

—Pues si es una tontería, yo la cometeré.

—Eres muy dueño de hacerlo; pero yo no quiero intervenir. Va en contra de mis ideas.

Salinas se puso en pie y, sin despedirse de su amigo, salió del salón. César quedó sentado, sumido en hondas meditaciones. Aquellos locos iban a complicarse en un asunto cuyas consecuencias ni ellos mismos eran capaces de prever.

Aquella noche veinte jóvenes dirigidos por Sérbulo Varela rodearon la vieja casa de ladrillos donde estaban los norteamericanos. No intentaban atacar a los soldados, pero sí darles un susto. Haciendo redoblar sus tambores y disparando sus fusiles crearon durante unos minutos una gran confusión dentro del edificio. Rehiciéronse al fin los soldados y trataron de atacar a los que creían sus sitiadores; pero no encontraron a nadie. Durante toda la noche Los Ángeles se estuvo riendo de los norteamericanos víctimas de la pesada broma.

Pero a la mañana siguiente las risas se trocaron en lágrimas cuando Gillespie, sin ningún método, comenzó a detener a los principales ciudadanos de Los Ángeles, sin preocuparse de si habían intervenido o no en el «asalto».

La llama de la insurrección prendió entonces en los ánimos de todos. Salinas, al frente de casi un centenar de hombres armados, atacó el cuartel general norteamericano, en tanto que Varela y otros organizaban otros ataques concéntricos.

—Tenemos que salir de aquí o nos asarán —gruñó Gillespie.

Y dejando a los presos en las celdas, los norteamericanos se retiraron al oeste de la ciudad, instalándose en una colina y formando allí un fuerte de sacos de tierra, en tanto que un correo era enviado al Norte para informar a Stockton de lo que estaba sucediendo en el pueblo.

La rebelión del sur de California era un hecho. Todos los hombres hábiles empuñaban las armas y corrían a intervenir en la degollina de Gillespie y sus fuerzas, que si hasta entonces habían podido repeler los ataques que fueron dirigidos contra ellos, pronto deberían sucumbir, aunque sólo fuera por falta de municiones.

Entretanto, Juan el Flaco, enviado por Gillespie a Monterrey, recorrió en cincuenta y dos horas los casi setecientos kilómetros que separan ambas poblaciones. Un disparo de Salinas mató el caballo que montaba el mensajero de Gillespie; pero antes de que el joven pudiera recargar su arma, John Brown, que así se llamaba el emisario, consiguió otro animal y pudo continuar su fuga.

—Ese va en busca de la milicia que dejó Stockton en Monterrey —dijo Salinas.

—Yo me encargo de impedir que llegue —dijo Varela. Y reuniendo un grupo de hombres decididos a todo marchó tras el mensajero. Si no lo alcanzó antes de que llegara a Monterrey, en cambio consiguió algo mejor. La milicia organizada por Stockton estaba mandada por B. D. Wilson, quien, después de unas semanas de perseguir en vano a los rebeldes, se había marchado a cazar osos en los montes de San Bernardino. Cuando Juan el Flaco consiguió dar con ellos era ya demasiado tarde y la gente de Varela llegó al mismo tiempo y rodeó a los improvisados cazadores, impidiendo que pudieran hacer otra cosa que rendirse sin otras condiciones que las de conservar la vida.

Wilson, enfrentado con la desagradable disyuntiva de morir o entregarse a los que habían previsto sus movimientos, optó por lo último.

La rendición de Wilson desanimó a Gillespie. No le quedaba otro remedio más que rendirse y aceptó todas las condiciones que los californianos le ofrecieron.

—Saldrán usted y sus soldados, conservando las armas, hasta San Pedro. Allí entregarán fusiles y cañones y se embarcarán hacia su patria.

Gillespie inclinó la cabeza y asintió. Aceptaba las condiciones.

—No puedo hacer otra cosa.

—¿Da su palabra de honor de que entregará las armas cuando llegue al puerto de San Pedro? —insistió Varela.

—Se la doy.

Capítulo V: Batalla de Domínguez

—¿Dice que os entregará su artillería y fusiles? —preguntó César cuando Salinas le comunicó el resultado de la entrevista.

—Claro que lo hará —replicó el joven, que ostentaba el cargo de comandante del Ejército Republicano de California.

—Pues cuando tengas esos cañones vienes a verme, cargas uno de ellos y me lo disparas contra el pecho.

—¿Por qué dices eso?

—Porque sois unos tontos. Gillespie no os entregará nunca los cañones. Los inutilizará, hará lo que pueda para que no lleguen útiles a vuestras manos; nunca os los entregará intactos. Claro que más vale así.

—¿Supones que faltará a su palabra?

—Desde luego; pero creo que hubiese sido mucho peor que hubierais pasado a cuchillo a toda la guarnición. Luego, cuando vuelvan los yanquis, os lo hubieran tenido en cuenta. Así es posible que todo pase como una travesura de chiquillos mal criados.

—Sigues siendo como siempre. ¿No quieres ayudarnos?

César de Echagüe movió negativamente la cabeza.

—No. Yo os ayudaré el día en que pueda seros útil, pero, entretanto, estoy bien aquí. No creo que os haga falta para nada.

—Materialmente, no; pero es de muy mal efecto moral que un Echagüe permanezca en su casa en tanto que los demás están luchando.

—Yo también lucho —sonrió César—. Estoy aprendiendo a tirar con los magníficos revólveres que me regaló el capitán Gillespie. Dos hermosos Colts de seis tiros. Estoy realizando unos progresos enormes. De seis disparos contra una vela encendida, cinco veces apago la llama. Mira.

César condujo a Salinas a un cobertizo del jardín donde, contra un montón de sacos de arena, se veían seis velas. César las encendió y cogiendo de un estante un revólver de seis tiros, examinó los cebos, comprobó que estaban en orden y lentamente comenzó a disparar. Cada detonación iba seguida del apagamiento de una de las velas. Al terminar las balas, las seis llamitas estaban extinguidas.

—Esta vez he tenido más puntería que las otras —dijo—. El ejercicio del tiro al blanco es sumamente agradable. Un poco ruidoso, pero ameno.

—Más valdría que esa puntería la utilizaras contra los yanquis —dijo Salinas.

—¿Dónde están los yanquis? Los tenéis prisioneros y nadie os amenaza.

—Pero volverán, y entonces necesitaremos hasta el último hombre.

—¿Para morir? No, no quiero ser el último ni el primero en morir. Prefiero aguardar mi hora. No te entretengas más, Anselmo. No deseo que te pierdas el espectáculo de la rendición de los americanos.

El 30 de septiembre Gillespie y sus hombres salían de Los Ángeles en dirección al puerto de San Pedro. Los cincuenta soldados marchaban detrás de su jefe y de la bandera de la Unión. Cuando llegaron a San Pedro, los californianos que les seguían fueron testigos de una desagradable escena. Gillespie, violando las condiciones de la rendición, clavó los cañones, los desmontó de las cureñas y los tiró al mar.

Salinas, que mandaba el grupo de californianos que debía asistir a la entrega de las armas, vaciló un momento. ¿Qué debía hacer? ¿Ordenar a sus hombres que disparasen sobre los soldados norteamericanos?

—Ha faltado usted a su palabra de honor —fue cuanto pudo decir a Gillespie.

El oficial norteamericano asintió con un movimiento de cabeza.

—En efecto —replicó—; pero usted habría hecho lo mismo en mi lugar.

Y como Salinas se vio obligado a reconocer que, en efecto, él habría hecho lo mismo, aun exponiéndose a faltar a su palabra de honor, conformóse con recoger los fusiles de los norteamericanos y dejó embarcar a los hombres en un buque mercante.

La mar, algo picada, impidió que el buque zarpase en seguida, y un grupo de californianos se quedó vigilando la nave, en tanto que los otros regresaban a Los Ángeles.

—Tuviste razón —dijo Salinas a su amigo—. Gillespie tiró al mar los cañones.

César de Echagüe palmeó la espalda del joven.

—Era lo lógico —declaró—. En su lugar cualquiera hubiese hecho lo mismo; pero en vuestro lugar debierais haberos apoderado de los cañones cuando los sacó de su campamento. En estas cuestiones lo importante es ser el primero en dar el golpe. Aunque de todas formas estáis destinados a perder la guerra, unos cuantos cañones os hubieran venido muy bien.

—Tenemos cañones propios —protestó Salinas.

—Pero en una batalla nunca se peca por tener demasiada artillería.

El 7 de octubre calmó el mar y Gillespie dio la orden de alejarse de las playas de San Pedro. En el momento en que el buque empezaba a largar velas apareció en el horizonte una fragata norteamericana que se dirigía a todo trapo hacia el puerto.

¡Era la
Savannah
, mandada por el capitán Mervine!

Gillespie ya no pensó en alejarse de aquellas tierras.

—¡Capitán, présteme todos los hombres de que pueda disponer y daremos una buena lección a esos californianos! —le dijo a Mervine.

El marino accedió en seguida y uniendo trescientos cincuenta de sus hombres a los cincuenta de Gillespie, emprendieron todos el camino de Los Ángeles.

Mas desde la ciudad se habían advertido los preparativos y junto al rancho Domínguez se apostaron los californianos. Eran inferiores en número a los yanquis; pero todos iban montados y, además, poseían una pieza de artillería tirada por seis muías.

Contra aquellos diestrísimos jinetes nada pudieron los norteamericanos. Después de varias horas de combate y de intentar en vano capturar la pieza de artillería, que era llevada de un lado a otro y emplazada en los puntos donde más útil podía ser, los soldados y marinos tuvieron que recoger sus muertos y heridos y replegarse hacia San Pedro, enterrando los cadáveres en una islita a la entrada del puerto.

El triunfo de los californianos fue completo. Toda California estaba en sus manos. Durante algún tiempo pudo pensarse que la victoria definitiva sería suya. Pero faltaban hombres y, sobre todo, armas. Se requisaron todas las de fuego que se pudieron encontrar y el viejo cañón de cuatro libras que antes estuvo frente a la Casa de los Guardas y que se utilizaba para disparar salvas, fue recuperado. Al entrar los norteamericanos de Stockton en Los Ángeles había sido llevado a casa de doña Inocencia Reyes y enterrado en su jardín, de donde entonces fue sacado por la dueña de la casa, que lo ofreció a los nacionalistas. Aquel cañón y unas pocas cargas de buena pólvora fueron los artífices principales de la victoria de Domínguez.

Dos días después de este triunfo, el comodoro Stockton presentóse en el puerto de San Pedro con ochocientos hombres. De haber atacado en seguida hubiera podido apoderarse de Los Ángeles, que entonces se hallaba completamente desguarnecido; pero Salinas y Varela, para disimular la verdadera situación de las fuerzas de California, hicieron una audaz demostración de su caballería, y Stockton, seguro de tener enfrente a siete u ocho mil hombres, no se atrevió a atacar. Si hasta la ocupación los norteamericanos se dejaron llevar por la falsa impresión de que los californianos eran unos cobardes, los posteriores acontecimientos les abrieron los ojos en aquel sentido y pasaron a considerarlos todo lo contrario, de forma que el comodoro Stockton, desprovisto de buenos espías, decidió, al fin, embarcar sus fuerzas abandonando el campo y perdiendo la oportunidad de una fácil victoria.

En medio del entusiasmo que reinaba en California, César de Echagüe fue olvidado. Al fin y al cabo él era quien más perdía, pues no le era posible cabalgar con algún viejo y heroico sable colgando del cinto, vestido con el lujo peculiar de los jinetes de California y recogiendo sonrisas de mujer.

Leonor de Acevedo, que de acuerdo con lo previsto por su madre y por el viejo Echagüe estaba destinada a ser la esposa de César, le envió a decir que no se molestara en ir a verla.

—Las mujeres sois muy extrañas —dijo el joven a la pequeña Guadalupe, hija del mayordomo de la casa—. Leonor me quiere mucho y se muere de deseos de vestir luto por mí. ¡Y yo que creía que se alegraba de que mi prudencia le conservara mi preciosa vida!

Guadalupe le consideraba el hombre más maravilloso del mundo y a todo le dijo que sí. Estaba convencida de que la verdad siempre estaba en los labios del joven César de Echagüe.

Éste contemplaba irónicamente los ejercicios de ataque y defensa que realizaban los jinetes californianos en la plaza y en los campos. Como en todas las casas se guardaban buenos y viejos sables, nadie estaba desprovisto de ellos, y el chocar de los aceros era continuo.

—¿No te admira ese patriotismo? —preguntó un día Salinas, que llevaba quizá el sable más largo y pesado de toda California y señalaba con él a los elegantes guerreros.

—Están muy hermosos —sonrió César—; me recuerdan las historias del
Zorro
. ¡Lástima que haya muerto! Os sería muy útil en estos momentos.

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