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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (11 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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—Otra vez gana usted —dijo Potts, dejando caer al suelo el objeto pedido.

—Muy listo —rió
El Coyote
—. Pero no me inclinaré al suelo mientras que usted se encuentre a mi lado y, además, con un revólver y una espada al cinto. Veamos el revólver.

Rápidamente,
El Coyote
extrajo de la funda el arma de Potts y, sin perder tiempo, retiró todos los fulminantes de las cámaras del cilindro. Luego se la devolvió a Potts, diciendo:

—Puede marcharse.

Potts se alejó lentamente y
El Coyote
, con el revólver encañonado a la espalda del militar, se inclinó a recoger del suelo la medallita.

Cuando regresó hacia la plaza se detuvo debajo de uno de los faroles y leyó lo escrito en el reverso de la joya. Iba a guardar la medalla cuando oyó unos torpes pasos que se acercaban. Al volver la cabeza vio a un soldado que avanzaba apoyándose en un largo fusil.

Embozándose en su capa,
El Coyote
quiso alejarse; pero el soldado le ordenó, trabajosamente:

—No se mueva o le dejo en el sitio, mejicano.

Lentamente
El Coyote
se volvió hacia el soldado. Su mano sostenía el revólver.

—¿Qué quiere? —preguntó.

El soldado empuñaba una pistola de dos cañones, con la que tan pronto apuntaba al polvo de la plaza como a las estrellas del cielo.

—Quiero que beba conmigo y que me ayude a llevar este fusil.

El Coyote
se acercó. El soldado estaba completamente borracho.

—Me… me han encargado un trabajo asqueroso. ¡Si, asqueroso! ¡Hip! Asquerosísimo… ¡Hip!

—Pues vaya a hacerlo.

—El capitán quería que lo hiciera mañana; pero yo le he dicho que esta noche, y él ha dicho que bueno…, que llevara el fusil esta noche y que en seguida bajaría con… con los soldados para detener a… a… Tiene un nombre muy raro.

—¿Quién? —preguntó
El Coyote
, ya vivamente interesado.

—Ése a quien tengo que dejar el fusil. Es una cosa muy divertida. Porque él firmó que no guardaría fusiles, y él cree que no tiene fusiles; pero yo le llevo un fusil y cuando los soldados le encuentren un fusil le meterán en la cárcel, porque no puede tener fusil. ¿Verdad que está muy bien?

—¿Y quién no puede tener fusil? ¿El capitán?

—No; él puede tener hasta un cañón, porque por eso es capitán; pero ese Sal… Sala…

—¿Salinas?

—¡Eh! ¡Justo! Sí, digo que Salinas. Pues Salinas no puede tener un fusil porque juró que no conservaría ninguno y juró en falso, porque yo le llevo un fusil y se lo meteré en su casa y cuando vayan los soldados encontrarán un fusil y a Salinas le encerrarán en la cárcel. ¡Hip!, porque cuando uno dice que no tendrá ningún fusil no debe tener ningún fusil. Y ahora adiós, mejicano, porque si me entretengo no podré llevar el fusil, y si no lo llevo Salinas no tendrá ningún fusil.

Y arrastrando el fusil como si fuese una escoba, el soldado se alejó hipando; tartajeando una canción.
El Coyote
le siguió con la mirada y mentalmente calculó el tiempo que podía tardar en llegar a su destino y regresar para anunciar la realización de su trabajo.

—Sobra tiempo —se dijo, y lentamente dirigióse hacia la calle del Álamo Viejo.

A las doce menos cuarto de la noche Salinas y Mariquita aparecieron en la calle, seguidos por la dueña. Cuando llegaron al árbol tras el que se ocultaba
El Coyote
, éste abandonó su escondite y avanzó hacia los dos jóvenes. Al llegar a cuatro metros de Salinas, vio que éste empuñaba una pistola.

—Guarde el arma, Salinas —dijo—. No soy un enemigo suyo.

—¡
El Coyote
! —exclamó—. ¿Otra vez?…

—Otra vez vengo a ayudarle, aunque ahora no es sólo a usted. También Antonia necesita mi ayuda.

—¡Oh! —gritó la joven—. ¿Cómo ha…?

—No se preocupe —dijo
El Coyote
—. Su secreto está bien guardado; pero cuando quiera disimular su identidad, procure no llevar medallas con sus iniciales y la fecha de su nacimiento. Tome. El capitán Potts estaba muy satisfecho con ella. Se la tuve que quitar.

—¿El capitán Potts? —preguntó Salinas.

—Sí, le cayó a los pies.

—¿Y la ha examinado? —preguntó i bailarina.

—Sí; pero no creo que haya tenido tiempo de aprenderse de memoria la inscripción. Ahora, señor Salinas, apártese un momento. Debo hablar a solas con la señorita.

—¿Puedo saber…? —empezó Salinas.

—No, no puede saber nada —replicó
El Coyote
.

—Entonces…

—Por favor, apártese un instante —pidió la joven. Y cuando Salinas hubo obedecido, preguntó—: ¿Qué quiere? ¿De veras se llama
El Coyote
?

—Tan de veras como usted se llama Mariquita en lugar de Antonia Gonzaga.

—¡Oh! ¿Cómo ha sabido…?

—Sus iniciales, la fecha de nacimiento. Son datos que, unidos a otros, resultan muy claros para quien conoce a todas las familias de Los Ángeles. ¿Por qué hace usted eso?

—Necesito dinero para vivir…

—¿Para pagar las deudas que dejó su padre?

—Sí. Pero ¿quién es usted?

—Un amigo. Eso es bastante. Y ahora óigame con atención. Procure retener a Salinas junto a usted todo el rato que pueda. Le preparan una celada y quiero salvarle de ella.

—¿Qué sucede?

—No se lo digo porque le faltaría tiempo para descubrírselo a Salinas y me interesa que no se mezcle en nada. Al fin y al cabo, fue uno de los jefes de la rebelión y podrían dictar orden de expulsión contra él.

—¿Es cosa de Potts?

—Claro. ¿Le retendrá?

—Haré lo posible.

—Con eso basta. Adiós, Antonieta. A pesar de todo, su padre no merecía una hija como usted.

—Creo que merecía mucho más.

—No; pero no importa. Adiós.

Y saludando con un ademán a Salinas,
El Coyote
alejóse en busca de su caballo.

****

—¿Estás seguro de que no te ha visto nadie? —preguntó, malhumorado, Potts a su asistente.

—Seguro que no —murmuró, medio atontado, el soldado.

—¿Dejaste el fusil en el rancho?

—Claro.

—¿En qué sitio?

—En un armario muy grande que hay en el pasillo. Lo metí entre la ropa. Es un lugar muy bueno para esconder fusiles.

—¿Y no se te ha ocurrido nada mejor que emborracharte? —refunfuñó Potts.

—No… es lo mejor de la vida.

Dejando a su asistente derrumbado en un sillón, Potts dirigióse hacia el cuerpo de guardia y ordenó al sargento que estaba de turno:

—Arme a diez hombres. Tenemos que ir a hacer un registro. Uno de los californianos que firmaron el compromiso conserva armas largas.

—Las querrá para cazar —protestó el sargento—. Llevo un montón de noche sin dormir…

—Una más no le perjudicará. Prepare a los hombres.

Refunfuñando, el sargento fue a despertar a los soldados y media hora después Potts descendía del fuerte Moore el dirección al rancho La Mariposa.

Los soldados penetraron en el rancho sin hacer caso de las protestas del capataz del mismo y comenzaron a registra la casa. Cuando Potts juzgó que ya había pasado un tiempo prudente, propuso:

—Registre ese armario, sargento —y señaló el que se veía en el pasillo.

Un concienzudo registro sólo dio por resultado el hallazgo de una oxidada espada de estropeada cazoleta y puño.

Potts registró personalmente el armario donde su asistente le había asegurado que estaba oculto el fusil y al fin tuvo que reconocer que allí no había nada.

Se registraron otros armarios y como por parte alguna se hallase ningún arma Potts pidió que el dueño de la hacienda compareciese ante él.

—¡Pero si ya le he dicho que no está! —gritó el capataz—. Se marchó esta noche y aún no ha vuelto.

—Bien…, no hay nada; vámonos —gruñó Potts. Y seguido por sus soldados abandonó el rancho en el momento en que Anselmo Salinas regresaba.

—¿Qué ocurre? —preguntó, alarmado, el joven.

Potts le dirigió una venenosa mirada.

—Recibimos una denuncia acerca de unas armas que tenía usted ocultas y vinimos a hacer un registro.

—¿Trajo la orden del gobernador militar de la plaza? —preguntó, duramente, Salinas.

—No. No se necesita.

—Está usted muy equivocado, capitán, y como sé los derechos que tengo, el comodoro Stockton sabrá lo que ha ocurrido.

—Yo en persona se lo diré —declaró Potts.

—Y yo se lo repetiré. Buenas noches.

Pero Potts disfrutó de todo menos de una buena noche, porque al regresar al fuerte Moore encontró, en su habitación, un paquete dirigido a su nombre. Era largo y pesado. Al deshacerlo, Potts encontró dentro de él un fusil y una nota redactada en los siguientes términos:

Capitán: Ha jugado demasiado con fuego. No siga por ese camino, porque se quemará. Es mi último aviso. No lo desprecie.

EL COYOTE.

Potts arrugó, furioso, el mensaje, y cogiendo el fusil, que era el mismo que había hecho llevar a casa de Salinas, lo tiró contra su asistente, que se despertó sobresaltado, preguntando a voz en grito si los californianos asaltaban al fuerte; luego, dejándose caer de nuevo en su improvisado lecho, quedó dormido como un tronco, en tanto que Potts, sin sueño, furioso y con los nervios fuera de quicio, paseaba de un lado a otro sin pensar ni por un momento en irse a la cama.

—Te cruzas demasiado en mi camino,
Coyote
—gruñó—. ¡Y el día en que nos veamos frente a frente te juro que…!

Durante el resto de la noche estuvo madurando su ira contra
El Coyote
, contra Salinas y contra aquella mujer cuya identidad ya sabía cómo descubrir.

Capítulo XIII: La última canallada de Allen Potts

El comodoro Stockton miró severamente a Potts.

—Lo ocurrido ayer noche fue muy vergonzoso, capitán —dijo—. Me duele tener que reprender a uno de mis oficiales y, sobre todo, me duele tener que reconocer que la razón no nos ha asistido. ¿Por qué ordenó el registro del rancho de La Mariposa?

—Recibí informes fidedignos de que se guardaban armas de guerra —contestó Potts, dándose cuenta de lo endeble de su excusa.

—¿Quién le proporcionó esos informes?

—No puedo revelar su identidad.

—Potts, hasta mis oídos han llegado ciertos rumores acerca de un desafío entre usted y Anselmo Salinas. Ya sé que ese Salinas fue, en un tiempo, enemigo nuestro; pero después de haber firmado la capitulación, su comportamiento ha sido intachable. No me gusta que los asuntos personales se mezclen con los oficiales. No olvide que por la conducta del capitán Gillespie fuimos expulsados de aquí y nos costó mucho tiempo reconquistar esta ciudad. Realizando registros sin ton ni son, sólo conseguimos molestar a las personas decentes y crearnos dificultades.

—Si la información no hubiera sido muy segura no hubiese ordenado el registro —declaró Potts.

—Ya ve que no tenía nada de segura —replicó el comodoro—. Molestó a un ciudadano respetable, estropeó muebles y tapicerías, y ahora tenemos una reclamación por tres mil pesos de daños y perjuicios. Y no se encontró más que una vieja espada.

—Sin duda debió de esconder el arma.

—¿Para qué quería el señor Salinas un fusil? Para nada. Y si lo hubiera querido para atacarnos alguna vez, lo habría escondido en un sitio mejor. Tendrá que ir a pedirle excusas, Potts. Si no lo hace me veré obligado a informar a Washington de su conducta.

—¿Me va a perjudicar en beneficio de un asqueroso californiano?

—Lo haré si no me queda otro remedio Potts. No quiere el gobierno que los habitantes de California vean en nosotros una horda sin disciplina de ninguna clase y sin respeto a la libertad ajena. Le repito que tendrá que presentar sus excusas a Salinas. Y puede retirarse. No quiero entretenerle más.

Potts salió del fuerte cegado por la rabia. Mientras descendía hacia la población maduró diversos planes de venganza. Iría en busca de Salinas y lo molería sablazos…, le arrancaría la lengua…, le cortaría la cabeza… Pero a medida que se acercaba a Los Ángeles, el plan que había trazado durante la noche se impuso a los otros y al entrar en la ciudad, en vez de dirigirse al rancho La Mariposa se dirigió a la iglesia de Nuestra Señora, que se levantaba en la plaza.

Eran las cuatro de la tarde y el sacristán acudió a su encuentro, extrañado por la presencia de un oficial norteamericano.

—¿Qué desea, caballero?

—Ésta es la iglesia principal de Los Ángeles, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Se celebran aquí todos los bautizos importantes?

—Casi todos. Algunos se celebran en la iglesia de la Trinidad; pero muy pocos.

—Me interesaría examinar el libro de las partidas de bautismo del año mil ochocientos veinticinco.

—¿No conoce la fecha exacta?

—Creo que debe de ser entre el cinco y el diez de julio.

—¿Y el nombre de la persona?

—Eso es asunto mío. Enséñeme el registro.

El sacristán estuvo a punto de replicar con alguna violencia, pero al fin se encogió de hombros y pidió al capitán que le siguiera al despacho parroquial, donde, de un estante, bajó un grueso volumen encuadernado en piel, en cuyo lomo se veía la fecha: enero 1806–diciembre 1836.

—En seguida lo encontraremos —dijo.

El sacristán hojeó rápidamente el libro y comenzó a leer nombres:

—El día cuatro se bautizó a Tomás Valverde, que luego murió en una riña…

—No me importa cómo murió ese Valverde —interrumpió Potts—. Continúe.

—Rosario Palacios fue bautizada el día cinco. ¿Es ésta?

—No; es una mujer, pero no se llama Rosario ni Palacios.

—El mismo día bautizaron a Bartolomé Ferrero… No, no es una mujer. El día seis bautizamos a… a nadie. Al día siguiente… Ese día se bautizó a Antonia Gonzaga… ¿Es ésta?

—¿Antonia Gonzaga? A. G. Tal vez. ¿Se indica la fecha del nacimiento?

—Sí, fue el cinco de julio. Una muchacha muy linda, con una voz hermosísima. Antes de que muriera su padre solía cantar en los oficios solemnes; pero desde que la pobre quedó huérfana no tiene humor para nada.

—¿De veras?

—Claro. Su padre, el señor Gonzaga, era un hombre muy bueno; pero lo perdió todo en la guerra.

Potts tomó las notas que necesitaba y al salir de la iglesia fue en busca de Juan el Flaco (Lean John), quien había sido muy útil a los norteamericanos durante la campaña y la ocupación.

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