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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (3 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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—Claro que no; pero es muy significativo —dijo Atienza—. Usted heredó de su familia todas las joyas y dicen que, en el lecho de muerte, su madre le pidió que las compartiera con su hermana menor, que por haber nacido del segundo esposo no tenía derecho a la parte principal de la fortuna de los Anguita.

—Aunque me lo hubiera dicho —replicó la señora, muy sofocada—, habría sido una tontería repartir lo que era mío con quien no tenía derecho a nada.

—Es posible que tenga usted razón —dijo César de Echagüe—. Pero el padre Sebastián le aconsejó varias veces que ayudara a su hermana.

—El padre Sebastián puede ser muy dadivoso porque no tiene nada que dar —replicó la mujer—. Pero si tuviera una fortuna y diez hijas, lo pensaría dos veces antes de desprenderse de lo que puede significar la dote de dos o tres de ellas.

—Creo que yo le aconsejé que diera una parte de joyas a su hermana —dijo César.

—Mi hermana fue una loca en todos los sentidos —gruñó Carmen Anguita—. En vez de casarse con un hombre rico, eligió a un pobre abogado y se portó muy rudamente conmigo cuando, por ser la hermana mayor, le aconsejé que no se casara con aquel hombre, habiendo otro que la quería tanto o más y por añadidura era rico.

—Pero viejo —rió el señor Atienza.

—¿Y qué? Si me hubiera hecho caso hubiese vivido un par de años con su marido, hubiera quedado viuda y ahora podría estar casada con su esposo, después de heredar una bonita fortuna.

—Ya posee una hacienda, y su marido empieza a tener nombre como abogado —dijo César de Echagüe.

—Pero yo he perdido mis joyas. Y si supiera que ellas sirvieron para pagar la finca…

—Estoy seguro de que si su hermana creyera eso le habría entregado el rancho —dijo el señor Atienza.

—Como ve, señor Segura, fui despojada por
El Coyote
y, además, nadie encuentra mal lo ocurrido.

—Tal vez no lo encuentren mal porque creen que ese
Coyote
obró justamente; pero yo opino que no obró con justicia, pues el robar nunca puede estar justificado.

—Eso depende del criterio de cada uno —intervino César—.
El Coyote
parece tener una conciencia muy amplia.

—Pero la gente le apoya —dijo Atienza—. De lo contrario no habría podido continuar sus hazañas durante tantos años.

—¿Cuántos años hace que existe
El Coyote
? —preguntó Segura.

—Surgió al poco tiempo de la ocupación norteamericana —dijo Atienza—. Cuando empezaron a confiscar tierras y anular títulos de propiedad. No recuerdo bien cuál fue su primera aparición. Debió de asaltar algún tabernucho de los frecuentados por los yanquis.

—No —dijo otro de los invitados, que se había acercado—. Su primera actuación fue cuando asaltó la diligencia en que llegaban los jueces que debían juzgar a Teodosio Marinas. Sí, eso fue. Los secuestró.

—¡Por Dios! —protestó Atienza—. Lo de Marinas fue el cuarenta y nueve y
El Coyote
llevaba ya varios años haciendo de las suyas. Recuerdo que en el cuarenta y ocho estaba yo en Monterrey y por allí acababa de dar unos cuantos golpes. Por lo tanto su primera hazaña debió de ocurrir mucho tiempo antes.

—Cuando yo estuve la última vez en Los Ángeles, sobre el año cuarenta y siete, todavía no se hablaba del
Coyote
—dijo Segura.

—Perdone, señor Segura, pero creo que se confunde usted —dijo César de Echagüe—. Entonces ya hacía de las suyas
El Coyote
.

Atienza echóse a reír. Volviéndose hacia el dueño de la casa, reprendió:

—¡No diga eso, César! Pero si entonces era usted un chiquillo.

—Tenía veintitrés años menos que ahora, pero no era ningún chiquillo —protestó César—. Estoy seguro de que fue en mil ochocientos cuarenta y siete cuando
El Coyote
dio su primer golpe.

La llegada de un grupo de jóvenes que deseaban probar las excelencias de los licores y de los fiambres, provocó la disolución del grupo reunido en torno a César de Echagüe, junto al cual sólo quedaron los Segura.

—Tiene usted buena memoria, don César —dijo Adolfo Segura.

—¿Por qué lo dice? —preguntó con cierta indiferencia el dueño del rancho.

—Por lo de recordar la fecha en que comenzó a actuar
El Coyote
. Fue, en efecto, el cuarenta y siete.

—Creí que no lo sabía usted —dijo César.

—Luego he recordado que a raíz de mi partida de Los Ángeles comenzó a oírse hablar del
Coyote
. Bueno, no se decía que fuese
El Coyote
, pero se hablaba de un enmascarado que marcaba a sus enemigos con un balazo en la oreja.

—Es la costumbre del
Coyote
—replicó César—. Una costumbre de muy mal gusto, ¿verdad, señora?

Adela miró fijamente a César y, al fin, sonriendo, replicó:

—Hay hombres que no merecen sólo que se les agujeree el lóbulo de una oreja. El cortarles las dos orejas sería poco.

—Tal vez. Pero yo no conozco a ninguno que merezca semejante castigo.

—Yo sí —dijo secamente Adela.

—¿A quién? —preguntó César.

—Entre otros, a un hombre que prometió ayudar a un amigo, que recibió en depósito unos importantes bienes suyos y que… los guardó tranquilamente sin hacer nada por ayudar al amigo que confió en él y que, entretanto, pasaba un sinfín de privaciones. ¿Cree que un tipo así no merece algo más que un tiro en la oreja?

César de Echagüe, antes de responder, abrió una caja de cigarros, se la tendió a Adolfo Segura y cuando éste rechazó el cigarro que se le ofrecía, tomó uno y lo encendió pausadamente. Después de lanzar un par de bocanadas de humo hacia el techo, César replicó, por fin:

—Antes de disparar el tiro sería muy conveniente escuchar al supuesto culpable.

—Hay delitos, don César, que no necesitan ser puestos en tela de juicio. Las pruebas son tan contundentes que no admiten discusión.

—Nadie es infalible, señor Segura.

—Tal vez tenga usted razón; pero yo no lo creo. Cuando se está seguro se es infalible.

César fumó unos instantes en silencio, como meditando. Por último, mirando fijamente a Adolfo Segura, dijo:

—Si ahora se presentase mi padre delante de mí y dijese que no había muerto, sino que se había marchado a dar un paseo de varios años en tanto que nosotros, después de enterrarle, le creíamos completamente difunto…

—¿Qué? —preguntó Adela cuando César, después de su brusca interrupción, no siguió hablando.

—Tendría que dudar, ¿no? —preguntó el dueño del rancho.

—Si usted vio muerto a su padre… —empezó Adolfo Segura.

—Le vi muerto y enterrado. ¿Qué haría usted en mi caso?

—Dudaría…, o creería que el hombre que decía llamarse mi padre era un impostor.

—Muy cierto. Pues lo mismo ocurre a veces. Uno está durante muchos años seguro de una cosa y de pronto ve que lo seguro es dudoso, que lo cierto parece que no lo es. Y se da cuenta de que durante veinte años ha tomado como infalible una verdad que, de súbito, se desmorona. Ante un caso así…

—¿Qué? —preguntó Adolfo.

César se encogió de hombros.

—No sé. Me gustaría reflexionar. Si mañana por la mañana quisieran ustedes trasladarse a la finca La Mariposa… Hay un grueso roble que tal vez sea milenario en el que hace unos treinta años jugaban tres chiquillos. Dos chicos y una niña. La hacienda es enorme y les costará encontrar el árbol. Sólo sabiendo su situación exacta podría encontrarse en menos de siete u ocho horas. Cerca de aquel árbol hay algo que es una justificación. Pero no quiero entretenerles más. Sin duda estarán deseando volver a Los Ángeles, y como la fiesta no es muy alegre…

Iban regresando hacia el grupo los invitados. Los Segura se pusieron en pie.

—¿Se marchan ustedes? —preguntó don César cuando los demás estuvieron lo bastante cerca para oírle.

—Sí —replicó Adolfo Segura—. Mañana quiero visitar su finca.

—¿La Mariposa? —preguntó César—. Como usted guste, pero no cometa la imprudencia de ir a visitarla esta noche. Me hablaron de que se habían visto un par de desconocidos en las proximidades de la hacienda y ordené a los guardianes que dispararan sin contemplaciones. Se expondrían a recibir un tiro… No creo que eso les agrade.

—No, no. Iremos mañana. Buenas noches a todos.

Los Segura salieron del salón y poco después oyóse el crujir de la gravilla bajo las ruedas del coche en que iban.

—¡Qué tipo tan extraño el de ese hombre! —comentó la señora Anguita—. Me recuerda a alguien, pero no recuerdo quién.

—Tal vez al
Coyote
—sonrió César de Echagüe.

—No, no —replicó la mujer—. Alguien. En fin, no sé; pero estoy segura de que lo recordaré antes de mañana.

—Comuníqueme su descubrimiento e cuanto lo realice —pidió César.

Una hora después el salón estaba vacío. Los últimos invitados se habían alejado ya y César de Echagüe, sentado en una gran butaca, parecía sumido en hondas y difíciles meditaciones.

—¿Ocurre algo malo? —preguntó en aquel momento Guadalupe.

César la miró con sobresalto.

—No sé. Tal vez sí.

—¿Es por ese hombre y esa mujer que han venido esta noche?

—Sí. ¿Los reconociste?

—Se parecen mucho; pero los otros murieron.

—Tal vez; pero… ¿y si no hubiese muerto?

—¡Imposible!

—Parece imposible; pero… si no lo fuese… ¡Sería terrible!

—¿Y si ellos fueran unos impostores? ¿Y si por algún medio se hubieran enterado de la verdad y quisieran beneficiarse valiéndose de un leve parecido?

César de Echagüe no replicó. Su mano buscó la caja de tabaco y como, torpemente, no la hallara, Guadalupe sacó un cigarro y se lo ofreció, acercando luego una vela encendida. César encendió el cigarro y echó hacia atrás la cabeza.

—Apaga las luces, por favor —pidió.

—¿No se acuesta?

—No… Quiero recordar. Un hombre como yo, chiquilla, tiene muchas cosas que recordar. Hoy discutían aquí cuál había sido mi primera hazaña. La primera aventura del
Coyote
. Tú no la recuerdas. Entonces apenas habías aprendido las primeras letras. Fue en mil ochocientos cuarenta y siete; pero antes, en mil ochocientos cuarenta y seis…

Capítulo III: Los Ángeles, 1846

En el año 1846, en el mes de abril, las hostilidades se habían roto entre Méjico y los Estados Unidos; el 13 de mayo se declaró la guerra entre ambas naciones; pero Los Ángeles no supo nada de ello hasta el 12 de agosto. Entretanto se había estado desarrollando la revolución encaminada a convertir California en una república independiente. La bandera del Oso, insignia de la república californiana, fue izada en el fuerte de Sonoma, del que se apoderaron los revolucionarios. Anselmo Salinas era el más joven de ellos y, por lo tanto, el más fogoso.

En el fuerte había cañones, fusiles, pólvora y balas. El movimiento contra Méjico estaba iniciado. Los californianos, que no podían perdonar al Gobierno la ruina que provocó entre ellos al destruir el viejo sistema de las misiones, que era la fuente de toda la pasada riqueza de California, estaban dispuestos a imponer su ley, que sería la antigua, la que el Gobierno quería anular.

Los consejeros del Gobierno norteamericano preveían desde hacía tiempo aquel suceso.

—California, igual que Tejas, se separará de Méjico —había dicho el famoso guía Christopher (Kit) Carson al Consejo de generales cuando fue llamado a Washington para informar sobre lo que ocurría al final de la famosa Ruta de Santa Fe.

El general Wallace replicó, burlonamente:

—Si eso ocurriera, si California llegara a ser una república, acabaría uniéndose a nosotros.

Carson movió negativamente la cabeza.

—No, mi general. Tejas estaba poblada por una minoría mejicana y por una mayoría norteamericana; por eso, después de unos años de independencia, terminaron por solicitar el ingresar en la Unión; pero California es muy distinta. La influencia española es allí enorme. Las grandes familias, o sea las más poderosas, no han tenido tiempo de sentirse mejicanas. Apenas se han dado cuenta de que España ya no domina allí. Y lo poco que han visto de la República mejicana no les ha dejado ningún buen recuerdo. Por eso todos aspiran a la independencia. El movimiento será apoyado por la gente rica, y si España quisiera podría recuperar su antigua colonia. Creo que al Gobierno no puede interesarle que España regrese a América y se coloque cerca de Méjico, donde, por desgracia, las cosas van de mal en peor. La proximidad de España podría redundar en que Méjico, para librarse del desorden que allí impera, regresara a lo antiguo, acaso como reino independiente, pero unido por lazos muy estrechos a España.

—¿Entonces el señor Carson cree que no debemos apoyar el movimiento de rebeldía de California? —preguntó uno de los miembros del gobierno que asistía a la reunión.

—Creo que sería una solemne locura. Las armas y la ayuda que prestásemos a los sublevados, se volverían contra nosotros. Nos queda mucho Oeste que colonizar, y no nos conviene que lo colonice España. A la lentitud de nuestros progresos se opondría la increíble rapidez de los colonizadores españoles… No debemos olvidar que en tanto que nuestros colonos apenas ocupaban unas playas del Norte, los españoles habían conquistado todo el Sur y casi la mitad de lo que lógicamente habrán de ser, en el futuro, los Estados Unidos.

—Pero España anda ahora metida en guerras civiles —objetó uno de los militares—. No tiene fuerzas que distraer.

Kit Carson dirigió una despectiva mirada al que había hablado.

—Creo que mi general olvida que cuando España conquistó América no andaba sólo metida en guerras civiles, sino que además ocupaba media Europa y aún le sobraban fuerzas para extenderse hacia Asia y África.

—Opino que el señor Carson tiene razón —dijo un representante del Gobierno—. El presidente desea confiar en el juicio de un hombre que, en realidad, es el único que conoce aquellas regiones. ¿Qué aconseja el señor Carson?

—La guerra contra Méjico es inevitable.

—Los estados del Norte no la desean —advirtió un senador por Connecticut.

—Pero sí la quieren los estados del Sur, que son los que han de proporcionar las más importantes fuerzas. Los del Norte sacarán beneficios comerciales, que es lo que más les importa. Pero aunque no fuera así, la guerra estallaría. Cuando se ve una casa abierta a todos los vientos, llena de riquezas y cuyos dueños, en vez de unirse para defenderla, se desunen para pelear, es inevitable que, y perdonen la comparación, digo que es inevitable que los ladrones se presenten y se lleven las riquezas. Lo mismo ocurre con Méjico. Primero fue Tejas, pero aún quedan muchos territorios más allá de El Paso y de San Diego que a Méjico sólo le sirven de estorbo y, en cambio, darían una unidad perfecta a nuestro futuro mapa. Son territorios deshabitados, pero que algún día serán riquísimos. Yo aconsejo, pues, que se comiencen a hacer los preparativos y que se envíen algunos buques de guerra a la costa del Pacífico para que sus tripulantes, en el momento convenido, se apoderen de los puertos de California.

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