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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (2 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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Según la costumbre española, las casas eran de ladrillo; pero ya se veían bastantes de madera, construidas por los yanquis, que preferían la rapidez a la solidez.

—¿Le llevo a la posada del Rey Don Carlos? —preguntó el cochero.

—Claro —replicó Segura.

El coche se detuvo frente al famoso establecimiento y un criado acudió a atender a los viajeros. Adolfo Segura entregó un par de pesos a Gregorio, que se consideró el hombre más afortunado del mundo por lo provechosa que la jornada le había resultado, pues aunque el pago de Adolfo Segura no se podía comparar al del
Coyote
, era más de lo que solía cobrarse en aquellos viajes.

Don Ricardo Yesares, el propietario de la posada, salió al encuentro de los viajeros y se informó de si habían disfrutado de un buen viaje. Les aseguró luego que podría ofrecerles una de las mejores habitaciones de la posada y, por último, les acompañó hasta ella, anunciándoles que dentro de una hora se les serviría la comida en la habitación, si no preferían tomarla en el comedor.

—Bajaremos al comedor —dijo el señor Segura.

Retiróse Yesares y al quedar solos los viajeros se miraron.

—Parece imposible que hayamos regresado —dijo la mujer—. Pero no estoy tranquila. ¿Y si te reconociesen?

—Aunque para ti no he cambiado, para los demás debo de ser muy distinto del que era. Ni el propio
Coyote
se ha acordado de mí. Y eso que tendría que recordarme mejor que nadie.

—No me asustaría que
El Coyote
te reconociera; pero sí alguno de los que estuvieron aquí…

—No temas, mujer. Las tropas de ocupación se marcharon hace muchos años. No creo que nadie recuerde al capitán Potts. Por lo menos no habrá ningún norteamericano que lo recuerde. Y de los habitantes de Los Ángeles no debemos temer.

—¿Ni de César de Echagüe? —preguntó la mujer.

—¡César de Echagüe! —El rostro de Segura se endureció—. No sé qué pensar de él. Nada bueno, desde luego. Era mi amigo; pero…

—No hizo nada por ti.

—Nada en absoluto. Si no hubiera sido por
El Coyote

Maquinalmente, Segura se llevó la mano a la garganta y su esposa le abrazó fuertemente, exclamando:

—¡No, no! No me recuerdes aquello… ¡Fue horrible! Veintitrés años no han podido borrar aquel terrible recuerdo.

—Ya pasó. Creo que la Ley condona a los veinte años todo delito cometido, y el vivir lejos de aquí ha sido más que suficiente castigo. Bajemos a comer.

Cuando hubieron terminado la apetitosa comida que les fue servida, los Segura fueron a sentarse en el patio, junto a unos naranjos. Yesares se acercó a ellos y preguntó:

—¿Han quedado satisfechos los señores?

—Mucho. Le felicito por la comida, por el servicio y por el hermoso local en que está instalado. Por cierto que hace unos años esto no era una posada. Creo recordar que pertenecía a…

—Esta casa era de la familia Echagüe —explicó Yesares—. Don César me la cedió para ayudarme a fundar este negocio. Le estoy muy agradecido.

—Yo conocí a su padre —dijo Segura—. Pero eso fue hace muchos años.

—Si fue usted amigo de don César, hoy se le presenta una buena oportunidad. Se celebra una importante fiesta en el rancho de San Antonio y el actual propietario tendrá un gran placer recibiendo a quien fue amigo de su padre. Además, el hecho de que venga usted de Méjico es otro motivo que bastaría para abrirle las puertas del rancho de San Antonio y de todas las demás haciendas de la ciudad. Don César me encargó que si el barco llegaba antes de la fiesta que dará esta noche, pidiera a todos los viajeros que hubiesen llegado que acudieran a su casa, donde serán muy bien recibidos.

—Pero… el hecho de que yo conociese hace veintitantos años al padre del actual propietario del rancho no me parece suficiente motivo para que me presente ahora allí…

Yesares acalló con un ademán las protestas de Segura.

—Usted se olvida, señor, de que estamos en California, donde hay demasiados yanquis para que los verdaderos californianos no nos sintamos alegrados por la presencia en nuestra casa de quienes pueden ofrecernos la agradable cualidad de hablar nuestro idioma. Vaya usted al rancho de San Antonio. Inmediatamente enviaré a un criado para que anuncie su visita. Así no le sorprenderá su llegada.

—Bien —sonrió Segura—. Sospecho que no tendré más remedio que aceptar, si no quiero exponerme a parecer descortés.

—Claro que sí.

—Saldré a pasear un rato por la ciudad. Mi esposa y yo deseamos ver los cambios que se han verificado en ella. ¿A qué hora debemos ir al rancho de San Antonio?

—Las siete de la tarde es una excelente hora para llegar allí.

—Muy bien, tendremos tiempo de visitar la población.

Media hora después los viajeros de Méjico salían de la posada; pero no parecían sentir gran interés por las escasas bellezas de la población. En vez de buscarlas, dirigiéronse directamente al Juzgado, donde pidieron al encargado del archivo que les permitiera examinar el plano de las propiedades y fincas de los habitantes de la población. Una moneda de oro adormeció las protestas que empezaban a formularse en los labios del empleado, que al momento se convirtió en un celoso auxiliar.

¿Qué propiedades deseaban investigar? ¿Tenían, acaso, alguna reclamación que hacer? Nadie mejor que él conocía la historia de las fincas de Los Ángeles.

—Y es mucho decir, pues desde la ocupación por los norteamericanos ha habido cambios a montón.

—Me interesaba saber a quién pertenece actualmente La Mariposa. Era un hermoso rancho que yo visité hace unos años y que me gustaría volver a visitar. La familia a quien pertenecía creo que se extinguió…

—Dice usted muy bien —interrumpió el empleado, ansioso de hacer una demostración de sus conocimientos—. Fue un suceso muy lamentable, en el que anduvieron complicadas dos de las mejores familias de la ciudad. Hubo un crimen y un proceso que produjo mucho ruido.

—Estoy enterado de todo —dijo Segura—. La Mariposa debió de ser confiscada, ¿no?

—Pues… a eso se iba ciertamente; pero antes de que las autoridades pudieran confiscarla se presentó don César de Echagüe, el joven, pues entonces aún vivía su padre, y mostró un documento en el cual el propietario de La Mariposa reconocía haber recibido un préstamo de cien mil pesos, dando como garantía la finca.

—¿Qué dice…? Pero… Bien, bien, continúe.

—La finca pasó a manos de don César y en ellas sigue. Por cierto que así como antes no era ciertamente una hacienda próspera, y cien mil pesos eran tres veces más de lo que valía, ahora está valorada en medio millón, y a ese precio se encontrarían un montón de compradores.

—Claro… Pero… a mí me pareció una hacienda muy hermosa —declaró Segura, con tembloroso acento.

—Pero no la ha visto ahora, señor. Nosotros conocemos los beneficios que se obtienen en todas las fincas, y puedo decirle confidencialmente que los reportados por La Mariposa llegaron en el año pasado a cien mil dólares. Claro que se utiliza maquinaria moderna…

—Lo creo —replicó Segura—. El señor Echagüe hizo una buena adquisición.

—Excelente. Y eso que entonces era casi un chiquillo; pero siempre ha tenido una gran cabeza para los negocios. Aquí, al principio, los residentes no le apreciaban mucho, pues fue de los primeros que aceptaron la dominación norteamericana. Él nunca quiso ayudar a los que fraguaban conspiraciones. Su hermana se casó con el señor Greene, del Gobierno, y eso aún le ha favorecido más.

—Entonces él no debió de sufrir cuando se revisaron los títulos de propiedad.

—¡Qué va! Al contrario: se encontró con que sus haciendas aumentaban, pues al revisarse los títulos españoles se vio que se le había concedido mucha más tierra de la que los Echagüe se molestaron en ocupar.

—Muchas gracias por todo —dijo Adolfo Segura, tendiendo otra moneda de oro al servicial funcionario—. Hasta la vista.

—Cuando usted guste me tendrá siempre a su disposición, caballero —replicó el hombre, reuniendo la segunda moneda con la primera.

Al salir del Juzgado, Adolfo Segura parecía haber envejecido veinte años.

—No te dejes llevar por el desánimo —le dijo su esposa—. Todo se arreglará.

Segura se volvió hacia ella y preguntó, casi violentamente:

—¿Cómo quieres que se arregle? Esto ya no tiene remedio. ¡No!

—Tal vez sí. Vayamos esta noche al rancho y quizá… te reconozca.

—Y valiéndose de sus influencias me envíe al patíbulo, ¿no?

—No le creo capaz de semejante cosa.

—Tampoco yo le creí capaz de hacer lo que hizo; pero está todo bien claro. Durante veintitrés años hemos vivido miserablemente, creándonos una posición a costa de mil sacrificios. Y entretanto hemos esperado en vano… lo que él nos prometió.

—Pero hay alguien que no te ha traicionado.
El Coyote
. Tal vez él pueda hacer justicia.

—¿Cómo ponerme en contacto con
El Coyote
? Hace unas horas nos ha visto y no ha parecido reconocernos.

En aquel preciso instante un indio vestido con unos calzones blancos y una camisa que hacía las veces de blusa —pues los faldones quedaban encima del pantalón— y con una tira de tela ceñida a la frente, acercóse a ellos y preguntó:

—¿Es el señor Segura?

—Sí. ¿Qué ocurre?

—Esta carta para usted.

Adolfo Segura tomó la carta y al momento su mirada se fijó en el lacre que la cerraba, en el cual se veía una C. Abriéndola, leyó:

Señor Segura: Creo que esta mañana no ha sido la primera vez que nos hemos encontrado. Me gustaría hablar con usted. Vaya a la fiesta de don César de Echagüe. Cuando salga de allí recibirá noticias mías. Queme esta nota, pues podría comprometerle
.

El indio había sacado ya una larga cerilla de azufre y en cuanto vio que Segura había leído la carta la encendió, ofreciéndosela a Segura, que prendió en ella el mensaje del
Coyote
, soltándolo sólo cuando estuvo casi consumido.

—Tenga, amigo —dijo Segura, tendiendo al indio una moneda de plata; pero el hombre movió negativamente la cabeza y, saludando con una inclinación, se alejó, confundiéndose en seguida entre el numeroso público que paseaba por las calles aprovechando lo agradable de la tarde.

—Ya hemos recibido noticias del
Coyote
—dijo Adela—. Estoy convencida de que te ayudará. Ya lo verás.

—Eso me obliga a acudir a casa de Echagüe —replicó su marido—. Había pensado no ir, porque no estoy seguro de poder contenerme.

—No seas loco y no destroces nuestra obra de tantos años. Vayamos a la fiesta y finjamos no saber nada. En realidad no tenemos ninguna fuerza material para apoyar tus demandas.

—Lo sé. En cambio sí tenemos fuerzas morales, y si
El Coyote
nos ayuda…

—Estoy segura de que nos ayudará —dijo la mujer.

Capítulo II: Fiesta en el rancho

Para los jóvenes la amplia terraza del rancho ofrecía dilatada y cómoda pista para danzar a los acordes de la orquesta que mezclaba los aires populares de California y Méjico, con valses, polcas y mazurcas. Y si después de un agitado baile las bellas damitas necesitaban refrescar sus gargantas, en un lado del amplio salón se había dispuesto un bufete en el que se servían refrescos de todas clases, así como fiambres y pasteles. De todo ello hacían buen consumo la juventud y la madurez, representada esta última en el salón, donde las damas y los caballeros preferían la comodidad de los sillones y divanes al nerviosismo de la danza.

El extremo del salón opuesto a aquel en que estaba instalado el bufete hallábase más concurrido que el resto de la amplia estancia, pues allí se agrupaban especialmente las madres que hacían comentarios acerca de mil cosas sin importancia que ellas juzgaban importantísimas. También había algunos hombres, aunque la mayoría estaban reunidos en grupos, discutiendo sobre la posibilidad de que los demócratas se impusieran a los republicanos y que el presidente Grant fuera derrotado en el resto del país si intentaba la reelección, como antes lo había sido en California, que votó, por una gran mayoría, a Seymour. También se habló del antiguo alcalde Aguilar y se criticó al actual, Joel Turner, como en tiempos de Aguilar se había criticado a Aguilar y alabado a Mascarel.

César de Echagüe trataba de responder a cuantas preguntas se le hacían, y procuraba responderlas a gusto de todos los presentes, cosa nada fácil, teniendo en cuenta que las mujeres eran las que más preguntas hacían y las más difíciles de conformar.

La llegada de los Segura alivió un tanto al dueño de la casa.

¿Qué sucedía en Méjico? ¿Qué noticias podía proporcionar el señor Segura de aquel país que para los californianos era poseedor de todos los atractivos?

Adolfo Segura y su esposa habían llegado poco después de dar comienzo la fiesta y fueron recibidos por César de Echagüe, que les agradeció su presencia en la casa, presentándolos luego a todos los invitados.

De pronto, la señora de Anguita, poseedora de una gran fortuna, pero de un número también muy grande de hijas que, unidas a su marido, constituían su máxima preocupación y eran la fuente de sus disgustos, preguntó:

—¿Es verdad lo que ha dicho Gregorio, señor Segura?

—¿Qué ha dicho Gregorio, señora?

—Que el terrible
Coyote
les dio el alto.

—Sí, es cierto; pero no me pareció nada terrible.

—¿Es posible que
El Coyote
no le haya parecido terrible? —preguntó, asombrada, la señora de Anguita.

—No. Se portó muy correctamente y no nos robó nada.

—Porque debió de ver que no llevaban encima nada de valor —replicó la mujer—. A mí una vez me detuvo a las puertas de Los Ángeles y me quitó todas las joyas.

Bostezando, César de Echagüe intervino:

—Señora, si
El Coyote
hizo eso fue porque, según malas lenguas, aquellas joyas pertenecían a su hermana.

—¡Eso es una calumnia! —protestó, muy sofocada, la mujer.

—Sin duda —replicó César—. Ya he dicho que eso lo aseguraban malas lenguas.

—Además, mi hermana no recibió ni una sola de aquellas joyas.

—Pero un desconocido benefactor le regaló unas tierras y unas casas cuyo valor era, aproximadamente, el de las joyas que le robaron a usted —intervino don Francisco de Atienza, próspero hacendado.

—No se ha probado que fuera
El Coyote
—se defendió la mujer.

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