Read La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe Online
Authors: José Mallorquí
Tags: #Aventuras
El consejo de Kit Carson fue seguido y el comodoro Sloat fue enviado a Mazatlán. En el puerto mejicano aguardó pacientemente las noticias del rompimiento de las hostilidades y en cuanto llegaron hasta él los rumores que esperaba, aunque sólo se trataba de noticias vagas, como confirmaban sus órdenes, zarpó rumbo a Monterrey. Al llegar allí se informó de lo que sucedía. Nadie pudo darle noticias. Sólo se hablaba de la revolución contra Méjico; pero, como dijo más tarde, prefirió pecar por hacer demasiado antes que pecar por hacer muy poco, y en nombre de su Gobierno tomó posesión de todo el territorio, aunque, efectivamente, sólo lo hizo en Monterrey.
La rebelión contra Méjico recibía un terrible golpe. Los sublevados pensaron por un momento que los Estados Unidos acudían a ayudarles, pero Fremont y Sloat se dieron prisa en sacarles de su error. Los Estados Unidos no intervenían para apoyar una república independiente; pero en cambio ofrecían lo mejor a trueque de la total independencia: el ingreso como un estado más en la Unión norteamericana, con todos los inmensos beneficios que de ello se deducirían.
Los rebeldes replegáronse del Norte de California, donde la bandera norteamericana ondeaba ya en Yerba Buena, Sonoma, Sacramento, Santa Cruz y San José y se trasladaron a Los Ángeles, de donde procedía la mayoría.
Anselmo Salinas fue elegido jefe de uno de los grupos armados; mas las noticias del Norte, unidas a la prudencia de que hacían gala los conquistadores, obligaron a los californianos del Sur a mantener una postura prudentemente inactiva; pero el comodoro Stockton acudió a reemplazar a Sloat, y, aunque éste ya había dicho todo lo que podía decirse, Stockton, imitando su ejemplo, lanzó una proclama en la cual dijo muchas cosas que ya estaban dichas y muchas más que mejor hubiera sido no decir. El resultado fue la unión de todos los habitantes de la California del Sur contra los que ya no se presentaban como portadores de la libertad, sino de una clara esclavitud.
No había dinero para comprar armas ni uniformes, ni ninguna organización militar digna de tal nombre. Sin embargo, los esfuerzos de Salinas y de otros jefes consiguieron formar un batallón de doscientos hombres, cuya única eficacia estribaba en que los norteamericanos lo creían seis veces más fuerte de lo que en realidad era, y el resultado fue que Stockton y Fremont marcharon contra Los Ángeles, ciudadela de los patriotas, con unos seiscientos hombres provistos de artillería.
Fue inútil resistir, pues sólo se habría conseguido atraer más males sobre la población. Desbandáronse las fuerzas, y Salinas se encerró en su casa para no presenciar la entrada de los norteamericanos en Los Ángeles, que tuvo lugar el 13 de agosto.
Se instalaron los yanquis en un edificio de ladrillo, tomaron posesión de Los Ángeles, establecieron un Gobierno militar, y Stockton no perdió ni un momento en enviar a Washington, por conducto de Kit Carson, un amplio informe sobre su hazaña. Luego, acompañado por sus marineros, descendió a San Pedro y embarcóse hacia Monterrey. Fremont y sus hombres regresaron hacia el Norte, y en el pacífico pueblo de Nuestra Señora de Los Ángeles quedó un grupo de cincuenta soldados mandados por el capitán Gillespie. Tanto éste como Fremont y Stockton estaban convencidos de que el territorio estaba definitivamente pacificado y de que el oso republicano se hallaba muerto definitivamente.
Pero ninguno de aquellos hombres, aparte de Carson, que se hallaba demasiado lejos para poder aconsejar, conocía la capacidad de los californianos para rehacerse de los golpes recibidos y reanudar la lucha por su independencia. Tal vez bajo otro jefe más prudente las cosas hubieran seguido un curso más tranquilo; pero Gillespie era todo menos prudente.
—¿Por qué voy a tenerles consideraciones? —replicó un día en que el viejo don César de Echagüe le aconsejó un poco más de moderación en su trato a los californianos, y sobre todo, a los habitantes de Los Ángeles.
—Porque, aunque usted no quiera verlo, está sobre un volcán que el día menos pensado comenzará a echar fuego.
Gillespie se echó a reír.
—Le ciega a usted su patriotismo, don César —dijo—. Si ese volcán fuese capaz de echar lo que usted dice, tuvo una buena oportunidad de hacerlo el día en que entramos en la población. Si entonces no entró en actividad, ¿por qué ha de hacerlo ahora?
—Porque las cosas han cambiado, capitán. Entonces la ciudad estaba desunida; ahora, en cambio, sus equivocados decretos han provocado la indignación de todos. ¿Por qué no permite las reuniones a que tan acostumbrados estamos?
—No las permito porque deseo evitar lo que usted teme. Si no hay reuniones, no habrá confabulaciones ni se sublevará nadie.
—Las reuniones pueden celebrarse de la misma forma, capitán. Se celebrarán en secreto, y entonces sí que darán lugar a una sublevación.
Gillespie echóse a reír. Lo que menos podía imaginarse era que los habitantes de Los Ángeles provocaran una rebelión.
—También les ha molestado que prohiba usted la venta de vinos y licores.
—No quiero cabezas calientes —replicó Gillespie.
—En ese caso, cierre todas las tabernas, capitán; porque no es justo que los habitantes de la ciudad no puedan beber en los locales propiedad de californianos, y, en cambio, las nuevas tabernas propiedad de norteamericanos estén abiertas y en ellas se pueda beber tanto como se quiera.
—No tengo autoridad para impedir a los súbditos norteamericanos dedicarse a un comercio legal —fue la débil excusa de Gillespie.
—Pero, en cambio, tiene autoridad para evitar las continuas detenciones de ciudadanos importantes. Por cualquier motivo, por insignificante que sea, detiene y humilla a los hombres más ilustres de Los Ángeles.
—Precisamente quiero humillar su arrogancia.
Don César se encogió resignadamente de hombros. Había acudido allí con una vana esperanza de poder ayudar a sus conciudadanos, aprovechando la oportunidad de que él, por su estado de salud, no había tenido la oportunidad de intervenir en ninguna de las conspiraciones contra los yanquis y de que su hijo César, por su carácter, tampoco se mostraba aficionado a aquella clase de empresas.
Gillespie, en aquellos instantes, pensaba también en el joven César de Echagüe.
—Ojalá todos los jóvenes de la ciudad fueran como su hijo, don César —declaró—. Entonces mis medidas no serían necesarias. Es un muchacho tranquilo, aficionado a la lectura, que jamás va armado… Creo que en él tendrá usted un magnífico sucesor.
Don César frunció el ceño. Su opinión era muy distinta de la del capitán; pero no quiso admitirlo, y considerando que su paso había sido en falso, abandonó el cuartel general de los norteamericanos y regresó a su casa.
—¿Cómo te ha ido, papá? —preguntó César de Echagüe a su padre, cuando éste regresó de la entrevista con Gillespie.
El propietario del rancho lanzó un bufido:
—Ese hombre está loco y pagará muy cara su locura. Y puede que todos la paguemos.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó César.
—Que seguirá como hasta ahora. Eso provocará una rebelión.
—Lo cual será una tontería.
—¿Por qué?
—Porque no dará ningún resultado práctico, como no sea unos cuantos muertos y el endurecimiento de las condiciones de vida en la población. Los yanquis son muy desagradables, pero son poderosos. Lo mejor es acostumbrarse a ellos.
—Por lo visto tú eres capaz de acostumbrarte a su presencia.
—Desde luego, papá. Están deseando un poco de comprensión por nuestra parte. Si los admitiéramos en nuestros círculos, si les sonriésemos, si cuando se acercan a nuestras mujeres no las cogiéramos del brazo y las encerrásemos en las habitaciones más seguras, como para protegerlas de todo contagio; si fuésemos un poco humanos con ellos, ellos también se humanizarían; pero nos saben vencidos…
—No lo estamos —replicó el viejo—. Podrá doblársenos, como a las buenas espadas de Toledo, pero no se nos quiebra y en cuanto la presión ceda un poco o sea excesiva nos enderezaremos violentamente y… ¡ay de los americanos!
—Estoy seguro, papá, de que nuestros compatriotas son capaces de comerse a Gillespie y a sus cincuenta soldados; pero ¿y luego? En vez de cincuenta enviarán quinientos, o mil, o diez mil. Y a última hora tendremos que aceptar su dominio en unas condiciones mucho más malas que las actuales. A mí, particularmente, los yanquis no me molestan. Me saludan, les saludo; me ofrecen sus detestables cigarros y yo les ofrezco habanos legítimos. Somos buenos amigos.
—¡Demasiado buenos! Por fortuna, tu hermana tiene más sentido que tú.
—El día en que se presente un oficial soltero y atractivo, Beatriz sonreirá y hasta es posible que acabe casándose con un yanqui.
—¡Antes la veré muerta! —rugió don César.
—Sospecho, papá, que algún día tendrás que rectificar esas palabras. Yo creo que entre los yanquis también debe de haber algunos que serán más agradables que la soldadesca actual. No niego que el pobre Gillespie es un tonto; pero es de suponer que no todos serán como él. De lo contrario nunca se les hubiera ocurrido presentarse tan oportunamente. Si tardan unos meses más se hubieran encontrado con una República de California reconocida por Inglaterra, por España y por otros cuantos Estados, alguno de los cuales hubiera establecido algún tratado de alianza con California, cosa que habría resultado muy molesta.
—Tu intelectualidad me resulta a veces insoportable, César —replicó el anciano—. Todo lo comprendes, todo lo justificas, nada te asombra. A veces dudo de que seas hijo de quien lo eres.
—Eso es una ofensa que, de rechazo, te hiere a ti, papá.
—Ya lo sé; pero… Bueno, déjame tranquilo. Vete a leer a Homero o a quien leas.
Pero en vez del joven fue el viejo César quien abandonó la estancia, en la que entró inmediatamente Beatriz de Echagüe. Era una chiquilla de unos quince años; pero poseía ya todo el atractivo de las mujeres de su raza, que florecen pronto y tardan mucho en marchitarse.
—Papá tiene toda la razón —dijo, sin rodeos—. No sé qué clase de sangre tienes en las venas.
—Puede que no tenga sangre —replicó César—. Siempre he sido un hombre distinto de los demás.
—Ya lo sé. En tanto que Salinas, Varela y los otros se unen y se preparan para luchar por nuestra patria, tú lees estupideces.
—Las obras de Calderón no son ninguna estupidez. Beatriz. Lo que es una estupidez completa es hacer proyectos de lucha contra los yanquis. El mejor día verás a tu Salinas y a tu Sérbulo Varela colgados de una horca por haberle metido en un lío que no conducía a nada.
—Si eso llegara a ocurrir les levantaríamos un monumento y en los tiempos venideros todos los verdaderos californianos iríamos a honrarles.
—Ya sé —rió César—. Iríamos a colocar flores al pie de sus imágenes de bronce, unas imágenes que nos presentarían a Sérbulo y a Anselmo cogidos de la mano, con la cabeza erguida al cielo, muy atractivos y muy distintos de cómo fue, en realidad, la cosa. Es posible que al bronce y al granito las flores y las lágrimas les impresionaran mucho; pero a los pobres que fueron ahorcados no creo que ni lágrimas ni flores les aliviaran en nada el mal momento que pasaron mientras los colgaban.
—Eres…, eres un… ¡Oh, no sé lo que eres!
—Un hombre práctico, Beatriz. Porque suponiendo que a Salinas y a Varela los ahorcaran, y tú, dentro de veinte años, fueras con tus hijos a emocionarte al pie de su supuesto monumento, lo cierto es que iríais allí al salir de misa y antes de ir a comer, y que todas tus emociones no te impedirían preocuparte de si el pollo estaba bien asado, las patatas bien cocidas, el pescado en su punto y los vinos y el agua bien frescos. ¿Crees que vale la pena dejarse ahorcar por cinco minutos de lágrimas y de emoción al cabo de veinte años? Á mí me parece que no.
—¡Imbécil!
—¿Ya has averiguado lo que soy?
—Claro que sí. Continúa leyendo a Calderón, pero no me parece que llegues a sacar nada en limpio de él.
—Precisamente estoy sacando en limpio que las precipitaciones son muy inconvenientes.
—Para eso, no necesitabas leer a Calderón; bastaba con que te mirases en el espejo. Hubieras visto al hombre que menos se precipita en este mundo.
Después de decir esto. Beatriz abandonó la estancia y César, dejándose caer en un sillón, prosiguió la lectura de un grueso volumen que contenía una selección de las obras de Calderón de la Barca; pero antes de que pudiese avanzar ni veinte líneas, una nueva interrupción llegó, personificada en Anselmo Salinas.
—¡Hola, muchacho! —saludó César, cerrando el libro y levantándose—. No esperaba tu visita.
Anselmo Salinas abrazó a César y haciéndole sentar se acomodó junto a él.
—Vengo a darte una noticia. Esta noche preparamos una buena broma contra los yanquis.
—Si sólo es una broma…
—Claro que sólo es una broma; pero ya verás el susto que les damos.
—¿Qué vais a hacer? ¿Y cómo te atreves a dejarte ver por las calles?
Anselmo Salinas se echó a reír.
—No temas. Los únicos que podrían delatarme son nuestros compatriotas, y no lo harán. Los yanquis no me conocen. Saben que un Salinas estuvo en las fuerzas de Castro; pero no sospechan de mí y, además, no me conocen.
—Te fías mucho de la honradez de tus compatriotas. En tu lugar yo no me fiaría tanto.
César de Echagüe contemplaba cariñosamente a Salinas. Éste era unos cuatro años mayor que él; pero entre los Salinas y los Echagüe siempre medió una gran amistad que de los padres pasó a los hijos.
—Tú desconfías demasiado. Vengo a ofrecerte una oportunidad de lucirte.
—¿Por qué me ofreces una oportunidad? ¿Es que quieres que limpie mi apellido de las manchas de cobardía que se han tirado encima de él?
Salinas miró un momento a César y luego, inclinando la cabeza, declaró:
—Ya sabes, César, que soy un buen amigo tuyo. Mis palabras podrán ser desagradables, pero no las mueve ningún mal deseo. En Los Ángeles se habla mucho de ti. Eres el único que hace buenas migas con los yanquis. Hablas con ellos, saludas a los oficiales y a los soldados… Eso no está bien.
—Ésa es tu opinión, o tal vez la de unos cuantos locos como Sérbulo Varela. Pero una opinión no quiere decir un acierto.
—Tal vez no; pero la gente habla, y creo que te conviene demostrar que eres un buen californiano.
—Eso es precisamente lo que estoy tratando de demostrar. No quiero, con mis locuras o indiscreciones, aumentar penalidades de mi pueblo.