La palabra de fuego (38 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—¡Qué imaginación! ¡Y qué sentido político! Después de eso, los del sur están hundidos —concluyó Audrey.

Johanna, Werner y Christophe rieron de buena gana.

—¡Espera, que todavía no han escrito su última palabra! —dijo Christophe.

—¿Otro texto? —preguntó la joven.

—Varios —respondió Christophe—, y sobre todo una habilidad mayor, seguramente aprendida de los benedictinos de Vézelay, que acabará dando sus frutos. En el siglo XIII, el monasterio de Vézelay, consumido por sus luchas, está endeudado, la degradación moral es patente, en resumen, es el declive, cosa que los monjes provenzales aprovechan hábilmente. En el mismo período nace la leyenda de las Santas Marías del Mar en el litoral de la Camarga, donde se supone que desembarcaron Maximino, la familia de Betania, María Jacobe, María Salomé y su sirvienta Sara, y se quedaron para cristianizar la región, dándole así su nombre. Los benedictinos provenzales difunden el rumor de que María de Betania se retiró durante treinta años a una gruta en plena montaña. Se ignora de dónde sacan los monjes esta historia, pero la leyenda de la Sainte-Baume tiene un éxito inmediato. El piadoso rey Luis IX, san Luis, que ha hecho varias peregrinaciones a Vézelay y siempre ha defendido las reliquias borgoñonas, sube personalmente a la caverna en 1254…

—Esto pinta mal para Vézelay —ironizó Audrey.

—Sí —dijo, sonriendo, Johanna—. El abad de la época, Juan de Auxerre, monta una operación que no dejará de tener una amplia resonancia y de demostrar de manera definitiva que la Magdalena está en su monasterio, y no en el de esos dichosos provenzales…

—Espera —le dijo Werner a Johanna—. Antes de seguir, debemos decirle que, a diferencia de lo que hacen en otros centros con reliquias, los peregrinos de Vézelay no ven los huesos de la Magdalena: estos permanecen encerrados en su tumba…

—¡Vale, ya entiendo! —declaró la joven—. ¡Para relanzar su negocio y cerrar el pico a la competencia, Juan de Auxerre decide abrir la caja de los huesos!

—Exacto —dijo Johanna—. Para recuperar el prestigio de la abadía ante Luis IX, las reliquias son expuestas por primera vez a la veneración de los fieles.

—Pero… ¿Juan de Auxerre lo consigue?

Werner, Christophe y Johanna cruzaron unas miradas, orgullosos de haber conseguido interesar a Audrey en ese capítulo desconocido de la Edad Media. La joven, que jamás había sospechado que hubiera podido librarse una batalla semejante entre hombres de Dios pertenecientes a la misma orden monástica, y menos aún por un puñado de huesos ennegrecidos y falsos, esperaba impaciente la continuación.

—Se puede decir que consigue excitar la imaginación creadora de los monjes provenzales hasta un punto que todavía hoy deja patidifuso —dijo Werner.

—El contraataque es hábil, astuto, maquiavélico —completó Johanna.

—¡Venga, continuad! —suplicó Audrey.

—Pues bien —comenzó Werner—, admitiendo la leyenda inventada por los monjes de Vézelay a finales del siglo XI, los benedictinos provenzales responden que, efectivamente, Badilón fue a Provenza a buscar el cuerpo de la Magdalena.

—Pero hacen una puntualización —intervino Johanna—. Los huesos que se llevó Badilón no son los de María Magdalena. Viendo que los sarracenos se acercan, los del sur han escondido el precioso cuerpo para salvarlo de los invasores y colocado otros huesos en la tumba. Por lo tanto, Badilón se llevó unos huesos sin ningún interés, mientras que el verdadero tesoro continúa en Saint-Maximin.

—¡Increíble! —exclamó Audrey.

—Para «probar» sus afirmaciones —continuó Werner—, los monjes provenzales escriben un diploma, lo meten subrepticiamente en el sarcófago y, el 9 de diciembre de 1279, en presencia de Carlos de Anjou, sobrino de san Luis, proceden a realizar unas excavaciones oficiales. Descubren huesos, cabellos de mujer y un pergamino que certifica que el cuerpo presente es el de la santísima venerable y bienaventurada María Magdalena.

—No querréis hacerme creer que a los monjes no se les escapa la risa con toda esta farsa —dijo Audrey.

—Seguro que sí —contestó Johanna—. Pero, con todo y con eso, la impostura engaña a todos los que debe engañar… El papa asesta el golpe de gracia a Vézelay en una bula en la que reconoce, no solo la autenticidad, sino la exclusividad de las reliquias de la Magdalena provenzal. Vézelay pierde su prestigio y se viene abajo cuando nace Saint-Maximin-la-Sainte-Baume…

—Es una tontería, pero no puedo evitar sentirme triste por todos esos monjes marrulleros y pérfidos, en particular por los de Vézelay… Entonces, ¿san Luis no los defendió? —preguntó Audrey.

—¡El rey de Francia había muerto en las cruzadas en 1270! —precisó Werner.

—Hay una cosa más que no entiendo —dijo Audrey—.Actualmente disponemos de medios científicos para, si no identificar, al menos datar los huesos. ¿Por qué no se utiliza el carbono 14 con las reliquias?

—¡Porque la Iglesia se opone! —respondió Werner—. El único estudio científico que se ha realizado es un examen antropológico de los huesos de la Magdalena de Saint-Maximin-la-Sainte-Baume. Lo hizo un laboratorio del Centro Nacional de Investigaciones Científicas en 1974, pero los resultados no nos aportaron gran cosa, aparte de que se trataba de huesos de mujer de tipo mediterráneo y que tenía unos cincuenta años cuando murió.

—De ahí la importancia de la misteriosa escultura encontrada en el subsuelo del claustro —añadió la directora del yacimiento— y, en consecuencia, de nuestras excavaciones. Si lográramos datar de manera irrefutable, con otros huesos, escritos o elementos arquitectónicos, la aparición real del culto y de las reliquias de María Magdalena en la colina…, desmontar leyendas y mentiras teológicas…, zanjar la disputa política e histórica para reconstruir lo que sucedió realmente en Provenza y sobre todo aquí, en Vézelay…

Capítulo 24

Como fray Román unas horas antes, el abad Godofredo se había quedado estupefacto al ver la carta de María de Betanía y el mensaje oculto de Jesús que la santa había grabado en la costilla de cordero. Como su amigo, estaba exaltado por el descubrimiento y había encontrado refugio en la oración. Después había ido a ver a fray Herlembaldo, antes de convocar a Román en su celda.

—¡Por fin, hermano, eres tú! ¡Pasa! —le ordenó el abad—. Nuestros temores eran fundados —añadió en un tono febril—. Fray Herlembaldo no ha conseguido descifrar el mensaje. Al principio me he limitado a mostrarle el hueso, sin desvelarle nada. Primero ha creído que era árabe; luego, hebreo. Pero, ante su incapacidad para leer los signos grabados, me he visto obligado a decirle que seguramente se trataba de arameo. Se ha mostrado muy sorprendido, y también encantado de hallarse en presencia de la lengua hablada por Jesucristo. Finalmente ha manifestado un gran abatimiento. Me ha confirmado que ni él ni nadie en toda la cristiandad conocía esa lengua: tal vez algunas comunidades judías de nuestras comarcas hayan conservado nociones de arameo, pero Herlembaldo no está seguro. Me ha sugerido llevar el hueso a Palestina, donde, aunque el arameo ha sido reemplazado por el árabe, la lengua de los sarracenos, quizá quede en alguna tribu aislada alguien susceptible de comprender el significado de esas palabras. Le he tranquilizado diciéndole que no pensaba embarcarme en una empresa tan azarosa por un objeto sin importancia. Prefieroque no sepa la verdad, ¿comprendes? Pobre fray Herlembaldo… estaba tan atribulado… Era la primera vez, si no me equivoco, que su saber insondable encontraba un límite.

—¿No crees que en Cluny, entre los más eruditos de mis hermanos…?

—¡En este asunto, incluso la santísima e invencible abadía de Cluny es impotente! —repuso Godofredo, no sin satisfacción—. Créeme, Román, si este viejo sabio que es Herlembaldo dice que esa lengua está muerta, debemos confiar en él y abandonar toda esperanza de comprender el significado de los misteriosos signos grabados por la santa.

—Entonces —concluyó Román con un hilo de voz—, yo tenía razón. Nosotros, sus hijos, hemos perdido definitivamente la lengua de nuestro Señor, para hablar y escribir como sus verdugos… Por todos los santos, Godofredo, ¿crees que se trata de una señal del fin de los tiempos y que el descubrimiento de ese hueso anuncia el próximo advenimiento del Apocalipsis?

El abad se sentó y se sirvió un vaso de vino.

—Creo, en efecto, que tu descubrimiento nos envía una señal divina. Por una parte, ignoro si el fin del mundo se acerca, pero, si Dios no ha querido que entendamos su mensaje, si nadie puede leerlo, es la prueba irrefutable de que el mundo no está preparado para oírlo.

—Estoy de acuerdo contigo, Godofredo.

—Por otra parte —continuó el abad—, ¿te das cuenta de que, justo en el momento en que pienso en crear una peregrinación para venerar a María Magdalena, ella viene hasta nosotros? ¿Comprendes el verdadero sentido de la aparición súbita de este pergamino, después de haber permanecido más de novecientos años en el vientre de una escultura que ha pasado de mano en mano, expuesta a la contemplación, a las rapiñas de los bárbaros, al incendio, a la incuria, y que a nadie antes que a ti, Román, a nadie se le había ocurrido abrir?

—El fuego me ha ayudado. Pero debo decirte que, pese a mi descubrimiento, lamento haber destruido la escultura, no puedo evitarlo.

—¡Decididamente, eres un caso perdido! —exclamó el abad riendo—. ¡Siempre inclinado hacia el remordimiento por lo que ya no está y ciego ante el prodigio que acabas de desencadenar! ¿No te das cuenta de que tu curiosidad estaba guiada por el cielo y tus dedos por la propia santa? ¿No ves que María de Betania nos manda una señal, revelando así que mi inspiración, mi sueño de peregrinación, es de naturaleza divina?

Román dudaba.

—¿Crees, entonces, que la exhumación del manuscrito de María de Betania significa que la santa apoya, en cierto modo, tu proyecto de peregrinación en su honor? —preguntó—. Pero, Godofredo, olvidas lo que dice en su carta: «Soy una pecadora y no una santa. Me niego a que mi cuerpo sea expuesto, adorado, honrado».

Lentamente, el padre abad apartó la tela y a continuación desenrolló de nuevo el pergamino sagrado.

—Román, también escribió: «Mi cadáver será devorado por las fieras, mis huesos se convertirán en polvo en medio de la naturaleza creada por su Padre y solo quedará mi espíritu, hasta la Resurrección final que él ha anunciado». De acuerdo con su voluntad, su espíritu reinará aquí, amigo mío, ¡su espíritu y no su cuerpo!

—Efectivamente, puesto que su supuesto cuerpo será el de otra mujer —repuso Román con una pizca de ironía.

—Hermano —prosiguió el abad, mirándolo directamente a los ojos—, escúchame y recuerda el descubrimiento de los supuestos huesos de san Auberto en Mont-Saint-Michael: el padre abad Hildeberto, los señores y, sobre todo, el duque de Normandia, tú mismo lo reconoces, vieron en él una señal divina, mediante la cual el Arcángel y el fundador de la montaña los exhortaban a construir una vasta iglesia dedicada a ellos. Nos encontramos en la misma situación: mediante la revelación de este pergamino, María Magdalena nos pide que la honremos en este lugar. En cuanto al hueso…, puesto que coincidimos en el hecho de que no nos ha sido enviado para que descifremos las frases grabadas en él…

—¿Qué, Godofredo?

—Bien, Román, eso me lleva a sacar la conclusión de que el Señor ha hecho que llegue a nuestras manos por otra razón.

—Sin duda. ¿Cuál, según tú?

—Le he dado muchas vueltas —dijo el abad, llenando de nuevo su recipiente de estaño—. Durante el oficio de nonas, me ha venido la idea de que transmitiéndonos un hueso, pero uno que no es suyo y, además, ni siquiera es humano, María de Betania ordenaba que Vézelay se dotara, no solo de una peregrinación, sino de nuevas reliquias, y ponía de manifiesto que no se molestaría si esos huesos no le pertenecían.

Fray Román no pudo reprimir una sonrisa sardónica.

—En resumen —dijo—, lo que tú ves en mi descubrimiento es el consentimiento divino a todos tus designios.

—¡No se trata de consentimiento, puesto que el cielo mismo me los ha inspirado!

—Luego no haces sino ejecutar la voluntad divina.

—Exacto, Román. Cumplo con mi deber de hombre y de humilde servidor de Dios.

El antiguo maestro de obras sabía por experiencia cuán tentador y fácil era, para un religioso, adaptar a su conveniencia unas intenciones celestiales en ocasiones confusas. Tampoco él había escapado a esa tentación, así que no podía censurar a su amigo que cediera a esa pequeña componenda con el Altísimo y con sus propias ambiciones. Contempló a Godofredo. El rostro del abad, pálido cuando él había entrado, había recuperado su color habitual. Unas gotas de sudor perlaban el borde de su tonsura blanca y sus ojos castaños brillaban de excitación: Román se preguntó si su amigo estaba enfermo, ebrio o, simplemente, emocionado por lo que se disponía a hacer.

—¿Cuándo piensas anunciar que tu abadía posee las reliquias de la santa? —preguntó.

—Muy pronto. Primero difundiré el rumor de que hemos descubierto en la cripta un sarcófago que contiene los huesos de la Magdalena. Nada se extiende mejor y más deprisa que un rumor… Después, en Pascua, haré el anuncio oficial.

—Claro. La Pascua, símbolo de la resurrección del Señor, corresponderá al renacimiento de tu abadía.

—Sí, ¿y quién mejor que María Magdalena, la primera persona que vio a Cristo resucitado, imagen de purificación, de penitencia y de renovación, para encarnar esa regeneración?

—Tu plan es perfecto, abad. Pero queda un cabo suelto.

—¿Cuál?

—¿Qué piensas hacer con ese pergamino y esa costilla de cordero? —preguntó Román, envolviendo los dos objetos en su mirada gris—. ¿Esconderlos en tu
scriptorium
, junto al escrito del monje Sarón?

Godofredo guardó silencio. Cuando lo rompió, su voz era grave, de una solemnidad sepulcral.

—Esa fue, en efecto, mi primera intención. No hace falta que te explique por qué ese manuscrito y ese hueso no pueden ser mostrados, bajo ningún concepto, a los fieles.

—Lo comprendo. Sin embargo, es mi deber, sin que haya necesidad de explicarte por qué, entregárselos a Odilón para que mi padre abad los remita al papa.

El semblante de Godofredo pasó del carmesí al blanco, y sus manos temblaban cuando se levantó de un salto.

—¡Román, te lo pido por favor, no hagas eso! —suplicó.

—Godofredo, escucha, yo también le he dado muchas vueltas —dijo Román con calma—.Aunque soy representante de Cluny enviado por Odilón, no practicaré la ingerencia de la que acusas a mi abad y te dejaré que actúes como único señor de los asuntos de tu abadía. En consecuencia, no diré una palabra acerca de tu idea sobre la peregrinación en honor de María Magdalena; Odilón se enterará en Pascua, como todo el mundo. Guardaré silencio sobre la procedencia real de las reliquias y sobre todo lo que me has contado acerca de tu monasterio. En cambio, no puedo ocultarle a mi abad un descubrimiento que va mucho más allá de Vézelay, de Cluny y de nuestras disputas intestinas. No dudo que Odilón, a su vez, cumpla con su deber mostrándolo al soberano pontífice, único señor de Cluny, como es también el único señor de Vézelay. Me pregunto cómo te has atrevido a pensar en hurtarle este misterio a tu soberano.

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