La palabra de fuego (36 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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Recibe a su padre con calidez, se alegra de su regreso y lo invita a pasar al peristilo, donde la esperan su marido y sus hijos.

—Un momento, Saturnina —dice Javoleno—. Antes tengo que enseñarle a Livia mi estancia preferida, la he traído para eso.

—¿Livia? —pregunta Saturnina Vera—. ¿Quién es?

—La antigua
ornatrix
de mi tía. Me la ha legado. La pequeña ha llegado esta mañana conmigo, confieso que aún no le he encontrado una ocupación y temo que se sienta un poco perdida…

—¿Ornatrix?
—repite Saturnina, mirando a la esclava con aires de superioridad—. En fin, a falta de otra cosa, siempre podrás ejercer tus habilidades conmigo, que yo compruebe si la fama de las romanas es merecida.

—Es que… —balbuce Livia—, estaría encantada, señora, pero ya no dispongo de ningún instrumento de trabajo, ni de mis aceites y pigmentos…

—¡Pompeya no es un agujero salvaje perdido en las montañas! —replica Saturnina—. Tenemos excelentes perfumistas, aquí encontrarás todo lo que necesitas.

—Hija mía —interviene afablemente Javoleno—, ¿no te da vergüenza? Tienes varios cientos de esclavas, ¿y quieres quitarle esta a tu pobre padre?

—No sé qué vas a hacer con una
ornatrix
—contesta ella secamente.

—Ya veremos en qué la empleo. Esta noche no ha venido para eso. Livia, acompáñame.

La esclava se inclina ante Saturnina y sigue a su amo por el atrio. No tiene tiempo de extasiarse ante sus dimensiones y su decoración. A través de una cámara con una sola cama, una antecámara y un
cubiculum
con doble alcoba, Javoleno la lleva hasta una habitación apartada, oculta a las miradas de las salas de recepción.

—Mi hija y mi yerno detestan este lugar —susurra—, pero, contrariamente a lo que hicieron en otras partes de la casa cuando la remodelaron y ampliaron, no se atrevieron a destruirlo, seguramente por miedo a que les trajera mala suerte. La casa es muy antigua, creo que tiene más de dos siglos, pero lo que vas a ver data, en mi opinión, de la colonización romana. En esa época era un comedor, seguramente el
triclinium
principal de la villa.

Javoleno y Livia entran en una sala en la que los últimos rayos del sol iluminan una vista soberbia del campo y el golfo de Neápolis. Pero la particularidad de la estancia no es esa. En sus paredes rojo cinabrio se extiende un inmenso fresco, un ciclo insólito poblado de personajes de tamaño natural: sátiros, matronas, jovencitas, esclavas, hombres, demonios alados, silenos y dioses representan escenas cuyo significado Livia no comprende.

—¡Es magnífico! —exclama—. ¿Qué mito es?

—El del rey del Vesubio —responde el filósofo—, Baco, al que antes llamaban Dionisos, y su madre, Sémele. Estas estampas narran su vida y su divinización.

—¿Esta pintura cuenta los famosos misterios dionisíacos?

—Eso creo, Livia. Lo que está representado ante nosotros es un ritual de iniciación al culto dionisiaco. Probablemente la antigua propietaria era una adepta o una sacerdotisa de Dionisos, pese a la prohibición de esa práctica por parte del Senado de Roma. Mira, está pintada aquí…

Livia admira y sigue con la mirada las escenas que su señor le señala, acompañadas de explicaciones eruditas. Mientras bebe sus palabras, se pregunta por qué el filósofo ha querido, en contra de las convenciones, llevar a una esclava a ese lugar. Sobreponiéndose a su timidez y a su corazón, que está desbocado, lo interroga sobre esa cuestión.

—Bueno, Livia —dice él en un tono cordial—, se trataba, en primer lugar, de darte la bienvenida de un modo original, acorde con mi fama de excéntrico. ¿Quién podía recibirte en Pompeya si no era Baco?

—Os lo agradezco infinitamente, señor. ¿Puedo preguntaros cuál es la otra razón?

—¡Esta! —responde Javoleno señalando una parte del fresco—. Mira atentamente: antes de abrazar la fe dionisiaca, la
domina
está aterrorizada. Intenta huir frente a los representantes de una religión aparentemente bárbara. Pero ese miedo es ilegítimo, pues, lejos de propagar la lascivia y la orgía con su cortejo de sátiros, el dios eternamente joven da a sus iniciados el vino de la cultura, ¿ves?, ahí. En resumen, no tengas miedo, como la mujer de esta pintura, de los dioses. Yo creo tan poco como tú en su existencia, pero no es esa la cuestión. Eso es lo que tú y los tuyos no habéis comprendido. Porque habéis olvidado una cosa fundamental: lejos de todo arcaísmo, el Olimpo y el panteón son los únicos garantes de la cultura y la civilización.

En el carro que los lleva de vuelta a Pompeya, amo y esclava permanecen callados. Después de su discurso en la sala de los misterios dionisíacos, Javoleno le ha llevado a Livia unas lámparas, y la ha exhortado a continuar contemplando la universal belleza de los dioses y a impregnarse de ella hasta su regreso. Luego ha ido a cenar con su familia. Livia se ha quedado sola con las inmensas escenas, las cuales, debido al hambre y el cansancio, se han puesto a danzar ante sus ojos. Cuando el señor ha vuelto, tres horas más tarde, la esclava dormía sobre el pavimento blanco. Javoleno ha mascullado que Saturnina había asegurado que mandaría que le llevaran algo de comer y que va a fustigar al caballo para llegar cuanto antes a la cocina de su
domus.

—Tengo la impresión de que a vuestra hija no le ha agradado mucho que me llevarais a su casa —observa Livia.

—Al parecer, no sabes contar, pero sí leer y escribir, ¿es cierto? —pregunta él sin preocuparse de su comentario.

—Sí, señor.

—Bien, te prestaré linos libros.

—¿Con vistas a iniciarme en vuestra filosofía?

—Con vistas a fertilizar la tierra de tu cerebro y de plantar en ella las raíces del conocimiento.

—¿Creéis que la instrucción es necesaria para un esclavo? —pregunta, temblando ante la idea de que sus dedos toquen unos
volumiiia
que ha tocado el señor.

—Es necesaria para todo ser humano. Pero no es suficiente si está desprovista de reflexión y pensamiento, así como de la alegría de enriquecerse con nuevas percepciones sensibles.

—Bien, señor.

El silencio de la noche y de los sepulcros los rodea y serena a la joven. Finalmente, el carro cruza la puerta de la ciudad y se sumerge en el ruido tranquilizador de esta.

—¡Tengo una idea! —exclama Javoleno—.Tienes unos dedos largos y finos… ¿Tu escritura es armoniosa? ¿Escribes deprisa?

—Vos juzgaréis, señor. Yo no sé…

—Mi corazón y mi espíritu viven de las cartas que cruzo con mis amigos, pero mi mano está cansada de redactar toda esa correspondencia… Te dictaré y tú escribirás por mí. A partir de esta noche, eres mi secretaria.

Livia está sentada, pensativa, en el jergón de su celda. «¿Qué me pasa? —se pregunta, palpando su cuerpo con inquietud—. ¿Por qué tengo la sensación de que no me pertenezco en cuanto me encuentro en presencia de ese hombre, o en cuanto lo evoco con el pensamiento? ¿Estaré enferma? ¿Será el clima de Campania lo que provoca esta languidez malsana que se alterna con una sospechosa excitación? No lo entiendo… ¿Por qué me da estos vuelcos el corazón? ¿Por qué siento esta agitación del alma, esta ávida curiosidad por todo lo que le concierne, este deseo indecoroso de estar junto a él? ¿Por qué tengo estos pensamientos insanos? ¡Es mi arno y yo no soy más que una esclava! ¡Si pudiera abrirle mi corazón a Haparonio, él me lo explicaría, me ayudaría!»Se coge la cabeza entre las manos. «Al menos mi insana aspiración de estar junto al señor se verá satisfecha, puesto que voy a ser su secretaria. ¡Qué prueba me envía Dios! Yo que aspiraba a ser perfumista, me he convertido en escriba, como mi tío Tiberio… Pero veré a mi señor todos los días… y las tareas domésticas no estropearán mi cuerpo… Aunque… ¿seré capaz de hacer lo que espera de mí? Cuando estaba privada del habla, escribía a la velocidad del rayo en mis tablillas de cera. ¿Cómo lo haré ahora?»Observa la palma de sus manos. «Estas manos han robado, masajeado cuerpos, pintado falsos rostros… Estas manos rezan todos los días… ¿Pueden escribir bellas palabras, palabras importantes?»Se levanta y se acerca a la pared de la habitación. Con el índice, traza sobre ella unas letras invisibles. Unos símbolos incomprensibles, exhumados de su memoria. Instintivamente, escribe en arameo su secreto, la frase oculta de Jesús, el mensaje de María de Betania.

Capítulo 23

Johanna puso las manos sobre la cabeza esculpida de María Magdalena y, cerrando los ojos, acarició la madera como un ciego tantea una cara. Pasó los dedos por los pliegues de los cabellos, por los ojos rasgados, los labios finos, el cuello virginal, los motivos vegetales y animales del capitel carolingio. Había esperado que el contacto fisico con el objeto medieval apaciguara su mente excitada por el relato que Tom le había hecho por teléfono. Pero no fue así. Abrió los ojos sin apartar las manos de la escultura.

A través de la ventana del despacho, sumido en la oscuridad, observó la calma grandiosa de aquella noche de invierno en el campo borgoñón: la luna casi llena parecía colocada en una esquina, como una bola de cristal pulido. De ella habían nacido miles de motas blancas que se habían dispersado por la pesada capa de las tinieblas.

Suspiró. ¡Si al menos la luna pudiera ayudarla, no a predecir el futuro, sino a comprender el pasado! Encendió la lamparilla, asomó la cabeza al pasillo para asegurarse de que su hija dormía apaciblemente y volvió a sentarse detrás de la mesa. ¿Por qué habían matado a James? ¿Por qué habían asesinado a otra arqueóloga en Pompeya, durante la noche del jueves al viernes?

El viernes por la mañana, unos turistas japoneses habían descubierto el cadáver en la famosa sala rojo cinabrio de la villa de los Misterios. La semejanza con el asesinato de James era flagrante: el cuerpo estaba tendido en el suelo, boca arriba, con el cráneo aplastado par un instrumento contundente que no había sido encontrado. Esta vez no se trataba de una piedra, sino de un objeto largo y circular, como el mango de un pico o una barra de acero.

El asesino había actuado por la noche, según un modo de operar idéntico. Se trataba, sin duda alguna, del mismo asesino. Beata era originaria de Berlín. De cincuenta y nueve años de edad, su vida era tan diáfana como tranquila. Arqueóloga especialista en frescos romanos, trabajaba en Pompeya desde hacía treinta años. Junto con su marido, llevaba una existencia plácida en un pueblo vecino. En el terreno profesional, formaba parte del mismo equipo que James. Sin embargo, Tom dudaba de que fueran amigos.

Tan abatido como perplejo, Tom le había contado a Johanna un detalle inquietante: bajo las famosas pinturas de esa estancia que representaban los misterios dionisíacos, junto al cráneo partido de la berlinesa, una mano había escrito con carboncillo negro en el suelo blanco: «Matteo, 7, 1».

Se trataba de nuevo de una referencia evangélica. El capítulo 7 del Evangelio de Mateo empezaba así: «No juzguéis y no seréis juzgados». Según Tom, los dos homicidios eran el resultado de la misma mente criminal, envenenada por los Evangelios. Pero no comprendía cómo unos pensamientos tan altruistas podían conducir a tales actos. Para la policía italiana, los dos crímenes eran obra de un loco en pleno delirio místico, seguramente un miembro de una secta esotérica. Los carabineros habían abandonado la hipótesis del adulterio y la venganza de un hombre celoso. Investigaban en el seno de los grupúsculos de fanáticos religiosos. Paralelamente, contemplaban la posibilidad de suspender las excavaciones dirigidas por Tom, por miedo a que el asesino actuara de nuevo. El anticuario neozelandés luchaba contra esa eventualidad, a la vez que temblaba ante la idea de un tercer homicidio. No podía evitar sentirse responsable de la muerte de James y Beata, no dormía, apenas comía, no lograba concentrarse en su trabajo, angustiado y perdido en conjeturas sobre la identidad y el móvil del asesino, atormentado por la visión de los cadáveres y el dolor de los supervivientes, exactamente igual que Johanna lo había estado seis años antes y seguía estándolo.

Johanna, por su parte, se esforzaba en apaciguar su inquietud. Por un lado estaba lo que ella había vivido, que se asemejaba extrañamente a lo que Tom estaba viviendo ahora. «Una atroz coincidencia —se decía, con las manos puestas sobre el rostro a la vez triste y radiante de María Magdalena—. Una semejanza desgraciada, dolorosa, pero fortuita. Los sucesos de Pompeya no tienen nada que ver con los trabajos arqueológicos de Tom, la prueba es que las dos víctimas han sido encontradas en dos lugares diferentes, alejados del terreno de las excavaciones. ¡Pero, a pesar de eso, la policía italiana quiere suspenderlas! No. Tengo que mantener la calma y no mezclarlo con lo que sucedió en Mont-Saint-Michael. Pero debo ayudar a Tom escuchándolo, intentando tranquilizarlo, porque soy la única que lo comprende realmente.»Por otro lado, persistía su preocupación por Romane, aunque el estado de su hija había mejorado considerablemente desde la sesión de hipnosis de hacía dos días. La pequeña estaba recuperando el apetito y, sobre todo, había pasado las dos noches anteriores sin tos, sin fiebre y sin pesadillas. Miró su reloj: casi las doce, y ninguna respiración entrecortada, ningún ruido sospechoso salía del dormitorio de la niña. Apretó más fuerte el rostro de la santa de madera. Ojalá su hija se curara… Ojalá esa historia rocambolesca de Pompeya no fuera más que un mal recuerdo…

Abrió un cajón de la mesa y sacó el denario de plata con la efigie del emperador Tito. No había conseguido convencer a Romane de que se separase de su amuleto y, por primera vez, le había mentido: ante la negativa de la pequeña a dejar de dormir con la moneda, se la había quitado mientras dormía y, cuando había despertado, había dicho que lo más probable era que se le hubiese caído de la mano durante la noche. Había asistido a la vana búsqueda de su hija, a cuatro patas en el dormitorio. Seguramente Romane no se había dejado engañar por la argucia de su madre, pero no lo había dejado ver. Antes de que llegara Chloé, Johanna había llevado a la pequeña a la mejor juguetería de la región y le había comprado un teatro de marionetas. Entusiasmada con su nuevo juguete, Romane ya no hablaba del emperador Tito.

Solo Johanna continuaba pensando en él, en la erupción del Vesubio, en el fuego, en las cenizas, en los gases asfixiantes, en el dolor evocado por su hija durante la sesión de hipnosis. ¿Cuál era el significado de esa pesadilla?

Naturalmente, no le había hablado de eso a Tom. Lo había tenido dos horas al teléfono el día anterior, y una hora esa misma mañana. Pero no era el momento de importunarlo con esa historia. «Pobre Tom —pensaba—, espero que detengan pronto a ese chiflado y pueda reponerse de todo esto.»Guardó la escultura en la caja fuerte, se terminó la infusión de verbena y bajó al salón. Encendió el televisor y una lámpara que descansaba sobre un aparador de nogal, y se arrellanó en el sofá. Inmediatamente se levantó. Volvió hacia el voluminoso mueble examinando con el ceño fruncido las fotos de familia colocadas encima: sus padres, sus abuelos maternos y paternos en blanco y negro, Isabelle, su marido y sus hijos, Romane de bebé, Romane en la playa, Romane montando en poni, Romane y Hildeberto… ¿Dónde estaba su foto preferida, un retrato de Romane y ella tomado en el jardín de Luxemburgo cuando, todavía convaleciente, acababa de recuperar a su hija? Miró detrás del mueble por si el gato la había hecho caer, abrió los cajones, registró el aparador y toda la habitación, pero no la encontró en ninguna parte.

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