La palabra de fuego (32 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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Atónita, Livia está a punto de soltar la copa que tiene todavía en la mano. La sonrisa de su interlocutor la traspasa como una cuchilla, al igual que sus palabras. ¿Qué hombre es ese que condena su fe a la vez que la autoriza? ¿Se puede rechazar y aceptar al mismo tiempo?

—Os lo agradezco mucho, señor… —susurra con la cabeza gacha.

—Ve con los esclavos de la casa. Te dispenso de comer este buey sacrificado, pues sé que es contrario a tus convicciones. Pero pon buena cara, tenemos invitados prestigiosos.

—Sí, señor.

—¿Hay algo que quieras preguntarme, ahora que nadie nos escucha?

—Sí, señor. Me gustaría saber adonde debo ir con vos. ¿Dónde está vuestro… vuestro refugio?

El filósofo descubre al sonreír unos dientes inmaculados en medio de su rostro bronceado. La luz que despide invade el cuerpo de la joven. Tiene la sensación de que sus manos, su frente, sus piernas, su corazón, todo su ser está ardiendo. Se ahoga.

—En Campania, Livia. En la región más rica de Italia, allí donde los dioses y la tierra colman a los hombres con sus favores.

La esclava abre la boca y aspira ávidamente una bocanada de aire. ¡Campania! ¡El sueño de todo romano! ¡El reino del vino y de los olivos, que encarna el placer de vivir!

—Comparada con Roma, es una ciudad muy pequeña —añade Javoleno—. Una insignificante aldea provinciana, una colonia. Pero es bonita y agradable, ya verás. Se llama Pompeya.

Capítulo 20

—Pompeya… —repitió Johanna, tan sorprendida que había tenido que apoyarse en el diván.

«24 de agosto del año 79 después de Cristo —recordó—. La erupción del Vesubio… Romane vive los acontecimientos del 24 de agosto del año 79. Pero ¿por qué? ¿Quién ha podido hablarle de ellos? Tom no, desde luego. ¿Quién más? ¿La maestra, en el colegio? ¿A santo de qué la señorita Jaffret iba a contarles a unos críos de cinco años semejante cataclismo? No. Es imposible… Pero no ha podido inventarse eso ella sola…»En el gran sillón rojo del hipnotizador, otro acceso de tos interrumpió a la chiquilla.

—No olvides, Romane —dijo Sanderman—, que todo esto no es más que un sueño, un sueño especial, porque duermes pero al mismo tiempo estás despierta.

—Sí, me he despertado —dijo ella—, no puedo respirar, tengo calor, me pican los ojos, me duele… ¡Tengo miedo! ¡Socorro! ¡Está todo ardiendo!

Romane sufrió un violento ataque. Llorando y ahogándose, se puso a gritar que un vapor amarillo y ácido invadía la ciudad, que un polvo rojo se introducía en sus pulmones. Aterrorizada, se tapó la cara con los brazos y empezó a chillar a voz en cuello. El doctor Sanderman le indicó a Johanna que no se preocupara y, lentamente, devolvió a la niña a la realidad. Poco a poco, las lágrimas cesaron, su respiración recobró la normalidad y, unos segundos más tarde, abrió los ojos.

—¡Cariño! —exclamó su madre, cogiéndola en brazos. Ya está, corazón, todo ha acabado, todo ha acabado… ¿Cómo te encuentras?

—Pues… muy bien, mamá.

Romane observaba a su madre como si a esta le faltara un tornillo.

—¿Estás bien? ¿Estás segura? ¿No tienes demasiado calor? ¿No te duele la cabeza? —preguntó, tocándole la frente y secando los restos de lágrimas.

—¿Por qué iba a tener calor, mamá? ¡Es invierno!

—¿Te acuerdas de lo que acaba de pasar, Romane, cuando estabas en el sillón rojo? —intervino Sanderman.

—Sí, usted y yo hemos hablado del colegio, de la señora Bornel, de Chloé y de Hildeberto. Y también de Renart e Ysengrin. Mamá, estoy muy cansada…

—Descansa un momento en el diván —dijo el doctor—, mientras yo converso un poco con tu mamá. Túmbate, eso es…

Para gran sorpresa de Johanna, la chiquilla se durmió inmediatamente, de un modo apacible, sereno y, aparentemente, sin soñar.

—Estoy totalmente desconcertada —le confesó al médico en un tono que dejaba traslucir su conmoción.

—Es lo mínimo… Siéntese. Creo que vamos a necesitar más sesiones para analizar todo esto, pero me parece que ya hemos progresado.

—¿Puede explicarme por qué mi hija vive todas las noches en su carne un desastre que tuvo lugar hace casi dos mil años y del que, tengo la certeza, jamás ha oído hablar? ¿Qué historia es esta? ¡No hemos puesto nunca los pies en Pompeya! ¡Todo esto es una locura, doctor, todo esto le es totalmente ajeno, se lo prometo!

—Cálmese, señora. Comprendo su angustia, pero, no tema, encontraremos las respuestas. Para empezar, debo hacerle una pregunta: ¿usted o alguien de su familia tiene o ha tenido sueños del mismo tipo, es decir, que sean reflejo, exteriormente, de la memoria de otro, sin relación aparente con su vida?

Sanderman había dado en el clavo. Por segunda vez en dos días, cuando prácticamente no había hablado de ello en seis años, Johanna contó sus pesadillas infantiles, pero al médico le detalló toda su aventura, sin temor a ser juzgada o incomprendida.

—Creo que su hija es como usted —concluyó el doctor—, extremadamente sensible al pasado, a los fantasmas…, si es que existen…, en cualquier caso, a las memorias enterradas y dolientes…

—¡Ah no, ella me gana! —bromeó Johanna—.Yo estaba obsesionada con un monje de la Edad Media, del siglo XI para ser exactos, mientras que ella se mete en la piel de un personaje del siglo I perteneciente a la Roma antigua… ¿Cree usted que ha vivido realmente esos acontecimientos y que los recuerda? ¿Cree en vidas anteriores?

—Aborda usted un tema muy delicado, que entra más en el terreno de las creencias religiosas que en el de la ciencia. No sé si las vidas anteriores o la reencarnación existen. Lo único que puedo afirmar es que, a lo largo de mi práctica como médico, he visto a algunas personas que guardaban recuerdo de vidas pasadas sin ninguna relación con su historia familiar. Ese es su caso, y es también el caso de su hija. Soy incapaz de decir si esas briznas de existencias recluidas en ustedes son el reflejo de «vidas anteriores», de recuerdos de otras personas agazapados en su inconsciente o incluso de puros fantasmas… Lo que sé es que esas «experiencias», esas memorias prisioneras son siempre patógenas, y que es preciso hacerlas salir, liberarlas, en cierto modo, antes de que asfixien al paciente mediante la enfermedad que provocan. La hipnosis, en general, es un buen medio de conseguirlo. Sin embargo, añado que la patología, que no es sino el reflejo «consciente» de esa memoria enterrada, la parte visible del iceberg, nunca se expresa por casualidad: en todos los casos clínicos que yo he podido observar, ha habido un desencadenante, un suceso en apariencia anodino que ha «despertado» la memoria traumática oculta… En usted, fue una banal visita a Mont-Saint-Michael… Estoy seguro de que también ha pasado algo con su hija…

—Hace un mes y medio, Romane y yo recibimos la visita de un amigo arqueólogo, especialista en la Antigüedad romana, que está realizando unas excavaciones en Pompeya. Los primeros síntomas de la enfermedad de mi hija aparecieron precisamente entonces…

Sanderman asintió con la cabeza.

—Creo que se trata, efectivamente, del suceso desencadenante. Seguro que su amigo mencionó Pompeya delante de Romane.

—Apenas, ¡y no dijo nada de la erupción!

—Su presencia ha podido ser suficiente. El famoso «diálogo de los inconscientes» existe, ¿sabe? En cualquier caso, a falta de algo que no ofrezca ninguna duda, tomaremos eso como postulado de partida. No le oculto que tenemos mucho trabajo por delante y que va a ser preciso exhumar esa vieja historia que persigue a su hija como un fantasma y tortura su inconsciente hasta la enfermedad.

—¿Ha podido mezclar elementos de su propia historia, doctor? Estoy pensando en la desaparición de su padre, por ejemplo, y en lo que yo misma he vivido…

—Es evidente. En psicoanálisis, el volcán en erupción constituye un símbolo muy elocuente. Con perdón por hacer un juego de palabras tan malo, diré que todo lo que ella expresa constituye un «magma» en el que va a haber que remover y seleccionar, a fin de comprender y seguidamente poner las cosas en su sitio. Estoy aquí para ayudarla. No se preocupe. Le propongo otra sesión, digamos… el próximo sábado. ¿Le va bien?

Al volante del coche de regreso a Vézelay, Johanna echó un vistazo al retrovisor: en el asiento trasero, con el cinturón de seguridad puesto en su silla especial para niños, Romane dormía como un tronco. Dormir… Seguramente esa noche Johanna podría dormir por fin al lado de su hija, descansar, recuperarse de sus largas noches de angustia… Una cama recién hecha, un sueño apacible, sereno, ¡qué placer! Eso contando con que Romane continuara igual de tranquila, contando con que la sesión de hipnosis hubiera alejado sus obsesiones y su dolor…

Hizo un mohín. Objetivamente, todo aquello era abracadabrante a más no poder. Su racionalidad tenía forzosamente que desconfiar. Una niña del siglo XXI que se encontraba en la piel de una víctima de la catástrofe del 24 de agosto del año 79… ¡Menudo disparate! Pero, al mismo tiempo, ¡qué alivio! Sanderman no estaba chalado. Era médico, sus palabras eran coherentes, y él afirmaba que aquello podía ser la consecuencia de una misteriosa memoria enterrada. Ni una sola vez había mencionado la posibilidad de que Romane padeciera psicosis, esquizofrenia u otra dolencia similar, ni tampoco que las padeciera su madre, por cierto. Johanna sabía por experiencia que pasado y presente pueden unirse a través de los siglos, en las profundidades de las piedras… o de un ser humano. ¿Por qué su hija y ella poseían ese rasgo particular, esa sensibilidad especial? Lo ignoraba. Por supuesto, su profesión de arqueóloga había contribuido a hacerla más receptiva al pasado y a los muertos. ¡Pero aquello había empezado cuando tenía solo siete años! ¿Se trataba de una forma no catalogada de locura? ¿O de una anomalía genética que le había transmitido a su hija? ¿O de una especie de poder mágico y perverso que les habían dado unas hadas o unas brujas? Sonrió para olvidar esa idea absurda y bostezó. Seguro que vería las cosas más claras después de una noche de reposo. Fuera como fuese, no podía negar que la visita a aquel hipnotizador había aportado una luz inédita a la enfermedad de Romane. ¡Ojalá consiguiese curarla! En cuanto llegara, tenía que llamar a Isabelle para darle las gracias. ¿Le contaría la sesión?

Sí. A Luca no, ni a sus padres, pero a Isabelle sí. Daba igual si, como hacía seis años, su amiga pensaba que había perdido el juicio. Seis años… A Johanna se le puso de repente la carne de gallina. Aquello volvía a empezar, con la diferencia de que ahora era su hija quien se enfrentaría a la mirada de los demás, a la sospecha de desequilibrio mental, a la negación… De golpe, el sentimiento de culpa y la crisis de ansiedad se adueñaron de ella al mismo tiempo que los recuerdos.

Aquella noche, por primera vez desde hacía más de un mes, Romane cenó con apetito. Encaramado en la estufa al lado de su joven ama, Hildeberto seguía con su mirada amarilla los bocados que esta se metía en la boca, y Johanna imaginó que el viejo sabio de hábito negro aprobaba así la nueva situación. Al finalizar la cena, sin embargo, el gato volvió a la calle. La chiquilla estaba decepcionada, pero, como acusaba el cansancio de tantas noches agitadas, dijo que quería acostarse enseguida.

Johanna acompañó a su hija al dormitorio, confiando con todas sus fuerzas en que esa noche fuera diferente de las demás.

—¿Me lees
Rizos de Oro y los tres osos
, mamá, por favor? —preguntó Romane, metiéndose en la cama.

—Pues claro, cariño.

Johanna sacó el libro de un gran arcón de madera que madre e hija habían pintado el verano anterior. Se sentó y leyó.

Cuando apenas llevaba tres páginas, Romane se había dormido. Johanna cerró el libro y arropó con el edredón de plumas a su hija. En el momento en que metía delicadamente el brazo derecho de la niña bajo el edredón, vio brillar algo en la mano de Romane. Con ternura, apartó los deditos y descubrió el denario de plata que le había regalado Tom, en el que aparecía el perfil rollizo del emperador Tito.

«Así es como se ha establecido el vínculo entre pasado y presente —pensó—. A causa de las alusiones de Tom también, pero sobre todo a causa de esta moneda acuñada en el año 79 y que Tom descubrió en un sótano de Pompeya. Romane duerme con ella en la mano. No me había fijado… Sin duda ha sido este objeto lo que ha despertado el drama agazapado en su inconsciente… O bien lo que lo ha creado. ¿Es posible tal cosa? ¿Puede un objeto inanimado transmitir una historia a quien lo toca? ¿Puede crear pesadillas? No…, es inverosímil…»Ante la duda, Johanna decidió confiscar la moneda o, como mínimo, impedir que su hija durmiera con ella. Alterada, bajó la escalera y fue directa al frigorífico para servirse una copa de vino.

Sobre la mesa de centro, junto a la copa, el emperador Tito la miraba insolentemente con su perfil obeso y viscoso. Le entraron ganas de llamar a Luca, de oír su voz, de imaginar sus manos sobre sus hombros… Mejor olvidarlo. En la otra orilla del Atlántico, debía de estar en pleno ensayo, perdido en su
jet lag
. No volvería a Francia hasta Navidad.

Tom… ¡Claro! ¿Quién mejor que Tom podía comprender lo que estaba pasando y, quizá, darle algunas respuestas?

Se abalanzó sobre el teléfono.

Las señales de llamada parecían sonar en un descampado, en una estepa abandonada. Finalmente, una voz lejana respondió.

—¿Tom? Tom, ¿eres tú? ¿Cómo estás?

—Jo, no voy a poder hablar contigo ahora.

—¿Te pillo en mal momento? ¿Estás trabajando?

Silencio.

—¿Tom? ¿Estás ahí?

—Sí, es que… Oye, te llamo más tarde. Estoy llegando a la comisaría y…

—¿Estás con los carabineros? ¿Hay alguna novedad sobre el asesinato de James?

—No, es que…, bueno, no lo sé. Acaban de encontrar otro cadáver. Aquí, en Pompeya. Un crimen, Jo. Se trata también de una de mis arqueólogas. Un segundo homicidio.

Capítulo 21

En su celda, fray Román se secó las lágrimas con la manga del sayal. No había sentido tales oleadas de alegría desde su juventud. Cogió la vela para volver hacia la pequeña ventana nimbada por la bruma blanca de la luna. La puso en el alféizar, junto a la escultura abierta, el hueso negro con misteriosas palabras grabadas, el hilo de oro y el pergamino de María de Betania. Con deferencia y respeto, desenrolló de nuevo el manuscrito y lo acercó a la luz.

Provenza, quinto año del reinado del emperador Vespasiano
[9]
.

Estoy vieja y enferma, muy pronto abandonaré esta tierra. Esta mañana, Maximino ha llegado de su ciudad de Aix. Ha subido hasta la gruta en la que vivo desde hace tres decenios y me ha hecho comulgar el cuerpo y la sangre del Señor. Dentro de unas horas le diré adiós y luego me marcharé, sola, a la montaña, para morir en un lugar todavía más apartado que mi caverna, desconocido para todos salvo para los animales. Así no encontrarán mis restos. Soy una pecadora y no una santa. Me niego a que mi cuerpo sea expuesto, adorado, honrado. Mi cadáver será devorado por las fieras, mis huesos se convertirán en polvo en medio de la naturaleza creada por su Padre y solo quedará mi espíritu, hasta la Resurrección final que él ha anunciado.

Muy pronto desapareceré, y me alegro porque voy a reunirme con el que resucitó a mi hermano, el que me salvó, aquel al que pude ver, oír, tocar: Jesús, nuestro Señor, el hijo de Dios, el enviado del Altísimo.

Vino entre nosotros, nos mostró el camino, fue condenado, torturado y ejecutado por los paganos, murió, fue enterrado y después salió de su tumba. Vivo, ascendió hacia su padre y nosotros, sus amigos, sus discípulos, nos quedamos huérfanos de él. Pero no de su palabra, la cual empezamos a difundir a nuestro alrededor. Junto con María, su madre, y los apóstoles, fundamos la primera iglesia de Jerusalén. Desgraciadamente, algunos de su pueblo, nuestro pueblo, se negaron a creer quién era y nos persiguieron con una saña terrible. A Esteban lo mataron, y Santiago, hermano del Señor, primer obispo de Jerusalén, fue lapidado.

Sin embargo, los propios judíos eran expulsados y humillados por los romanos, y se rebelaban contra sus verdugos. Fue a causa de este clima de violencia por lo que una mañana, bajo el reinado del emperador Claudio, mi hermano Lázaro, mi hermana Marta, nuestro amigo Maximino, María Salomé, María Jacobe, hermana de María la madre de Jesús, su sirvienta Sara, Sidonio, un ciego de nacimiento al que Jesús había sanado, Trófimo, algunos más y yo misma decidimos marcharnos de Judea. Embarcamos en un barco improvisado, sin destino preciso, dejando que Dios nos guiara.

Así llegamos a Provenza, en la Galia romana. María Salomé, María Jacobe y Sara optaron por quedarse donde habíamos acostado. En Arles, el resto del grupo se separó para difundir el mensaje del Señor. Mi hermano Lázaro y yo fuimos juntos a Marsella. Mi hermana Marta se dirigió hacia el norte siguiendo el Ródano. Hace unos años, Maximino me anunció su muerte en un convento de mujeres que había fundado, donde rezaba cien veces durante el día y cien veces durante la noche. No había vuelto a verla. En la hora de mi propia muerte, tampoco he vuelto a ver a mi hermano desde que lo dejé solo en Marsella. Oí decir que predicaba sin cesar, a los marinos, a los mercaderes, a los pobres y a los ricos, al pueblo y a los privilegiados, pese a las persecuciones de que era víctima.

Me separé de mi hermano y me reuní con Maximino, que hacía sus prédicas en Aix, a fin de manifestarle mi decisión de hacerme eremita. Como mi hermana Marta, prefiero la contemplación de Dios a la conversión de almas; más que hacia las justas con mis semejantes, me inclino hacia los combates interiores de la soledad; en lugar de por los peligros constantes de los romanos, opto por los de la Naturaleza, en los que veo la mano creadora del Todopoderoso. Maximino me condujo por el macizo hasta esta gruta a la que el arcángel Miguel vino a matar el dragón que lo habitaba. En esta caverna aislada es donde vivo recluida desde hace treinta años.

En treinta años he recibido la visita de los ángeles, de los demonios, de los animales de la montaña y, cuatro o cinco veces, de Maximino.

Hace veinte años, alguien distinto subió hasta aquí, y esa visita constituye el objeto de mi carta.

Se llamaba Abigail. Había venido en el barco con nosotros, en nuestro exilio hacia Provenza. Ella también había conocido a Jesús. En Jerusalén, era la esposa de un hombre tan acomodado como inconstante, que tenía una aventura tras otra. Ofendida, humillada, intentó, mediante numerosas estratagemas, recuperar al esposo infiel. En vano. Harta de la situación, decidió hacer lo mismo y se buscó un amante joven y apuesto, que le hizo olvidar su pena…, pero también toda prudencia. La encontraron, pues, en la cama de su amante, y lo que se tolera en los hombres constituye a menudo, cuando se trata de las mujeres, un crimen fatal.

En este caso, en la Ley judía el flagrante delito de adulterio está castigado con la muerte. Al ver el partido que podrían sacar de este asunto, los notables guardianes de la Ley llevaron a Abigail, medio desnuda, ante Jesús, que estaba enseñando al pueblo en el atrio del Templo de Jerusalén. Su intención era no solo castigar a Abigail, sino sobre todo hacer caer en falta a Jesús: si este, que afirmaba ser hijo de Dios, era fiel a sus propias palabras, se negaría a que lapidaran a esa mujer, desvelando así, a los ojos del pueblo congregado ante él y muy apegado a la religión, su desprecio a la Ley dictada por Moisés. Preguntaron, pues, a Jesús lo que, según él, convenía hacer con aquella mujer. Pero Jesús no respondió. En lugar de eso, se agachó y, con el dedo, escribió algo en el suelo. Inclinarse así era una manera de rechazar la confrontación con sus detractores. Al cabo de un largo silencio, se incorporó y dijo: «El que de vosotros esté libre de pecado arrójele la primera piedra». Luego, evitando de nuevo afrontar la mirada de los otros, se inclinó y continuó escribiendo en la tierra del atrio. Entonces, uno a uno, los acusadores de Abigail se retiraron y muy pronto ya no quedó nadie. Jesús, que permanecía frente a ella, se levantó por fin. Se había retirado ante ellos, para dejarlos solos frente a su conciencia. De este modo había salvado la vida de Abigail. Le sorprendió que hubieran desaparecido todos; luego, sin condenar a Abigail, le dijo que no volviera a pecar.

Conmovida por esa prueba de amor y de compasión, Abigail permaneció en lo sucesivo entre los discípulos de Jesús. Dejó a su amante y a su marido, y siguió, día tras día, la enseñanza de nuestro maestro. Creo que algunos testigos de estos sucesos comienzan a escribir las palabras y los hechos de nuestro Señor. Tal vez este episodio sea un día relatado en otro pergamino que no es el mío. Sin embargo, las palabras que Jesús escribió aquel día en el suelo, las únicas que escribió en toda su vida, las únicas, nadie las sabe. Nadie, excepto Abigail, que las leyó en la arena del atrio del Templo.

Esa frase es lo que vino a confiarme hace veinte años, cuando estaba moribunda. Poco después, se extinguió entre mis brazos. La enterré con mis propias manos, al lado de la gruta. He rezado todos los días sobre su tumba. Durante diez años he dado vueltas a esas palabras en mi cabeza, en mi alma, he reflexionado sobre ellas, las he masticado como un alimento, sin saber si debía enterrarlas en mi corazón para siempre o bien revelarlas al mundo. Pues esas palabras, como todas las que pronunció, anuncian el amanecer de una era nueva. Pero estas son susceptibles de convulsionar nuestras comunidades. Yo era ahora la única depositaria de ese secreto, que me irradiaba con su luz. Sin embargo, poco a poco, ese fuego que caldeaba mi soledad me atravesó el alma con su ardor y transformó mi exilio voluntario en un tormento cada vez más peligroso: al no saber si debía guardarla o transmitirla, la Palabra me torturaba, me consumía por entero.

Una mañana, diez años después de la visita de Abigail, me puse el manto que llevaba al llegar a la gruta y, por única vez en treinta años, bajé al valle, con el rostro cubierto, escondiéndome de los humanos, bordeando las murallas. Cuando llegué a Aix, fui a casa de Maximino. Sin revelarle el contenido, le dije que tenía un mensaje de la mayor importancia para Pedro, el primero de los apóstoles, que seguía en Roma. Sin preguntarme sobre el mensaje, Maximino me presentó a Rafael, un celoso servidor de Dios apto para llevar mi declaración hasta Pedro. Se lo conté todo a Rafael, cara a cara, sin poner nada por escrito; él lo registró en su memoria y emprendió el camino. En cuanto a mí, regresé a mi caverna, que no he vuelto a dejar desde entonces.

Unos meses más tarde, Maximino vino a anunciarme que Rafael había muerto en Roma, víctima de las persecuciones del emperador Nerón. Ignoraba si había podido hablar con Pedro, pero sabía que este último había sido arrestado y también lo habían matado. Tiempo atrás, conocí a Pedro. Esa noticia me causó un cruel dolor.

Hoy, estoy vieja y enferma, muy pronto abandonaré esta tierra. Esta mañana, Maximino ha llegado de su ciudad de Aix y me ha hecho comulgar el cuerpo y la sangre del Señor. Le he indicado el lugar donde enterré a Abigail, directamente en el suelo, a fin de que él le dé una sepultura más digna. Dentro de unas horas le diré adiós y me marcharé, sola, a la montaña. Pero antes de desaparecer he grabado en una costilla de cordero las palabras que Jesús escribió aquel día en el suelo, junto a Abigail. Las he escrito en arameo, la lengua que él hablaba, la que nosotros hablábamos y en la que las trazó sobre la arena. Ahora voy a esconder el hueso y esta carta en el interior de una escultura que representa al Mesías llorando por la muerte de mi hermano Lázaro. Tallé esta imagen en mi gruta, un día de tormenta en que creí perder la razón, torturada por la miseria de los hombres y por mi propia inanidad, a la que respondía la furia de los elementos. Su rostro se me apareció de repente, y solo sus lágrimas de amor pudieron calmar mi amargura.

Hoy estoy en paz, pues voy a reunirme con él en la plenitud de la muerte. Voy a esconder sus palabras dentro de esta imagen y le regalaré el objeto a Maximino. No creo que su mensaje pueda ser divulgado sin amenazar la unidad de nuestra comunidad, ya frágil, sin sacudir a los fieles en lo más profundo de sí mismos, tal como yo misma he vacilado. Pero me encomiendo a la Providencia y a su designio. Tal vez un día quiera que este pensamiento, que él mismo ocultó y reservó para una sola persona, sea divulgado a plena luz, para todos.

Quien descubra este pergamino, dentro de un siglo o dentro de cien, consérvelo y rece a nuestro Señor para saber si ha llegado el momento de dar a conocer su palabra. Rezo para que lo ilumine.

María de Betania

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