La palabra de fuego (34 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—En ese caso, los pacíficos habitantes de Pompeya no han vuelto a disfrutar de los placeres del circo hasta hace nueve años —ironiza Livia.

—¡Qué va! —exclama Javoleno, haciéndose un lío con las riendas—. No hay que olvidar a dos actores primordiales de esta ciudad: el terremoto y Popea, con quien Nerón se casó oficialmente el año del seísmo y que es nativa de Pompeya. Tras la catástrofe, intervino ante su marido, el cual suspendió la prohibición. El anfiteatro fue uno de los primeros edificios públicos en ser reconstruidos, y los juegos se reanudaron solo dos años después de «la gran irritación divina», en medio del júbilo general.

—No sabía que Popea había nacido en esta ciudad…

—¡Su familia sigue siendo enormemente poderosa aquí! Popea continúa siendo adulada en Pompeya más allá de la muerte, al igual que Nerón, pese a la prohibición del culto a la memoria del tirano y a la destrucción de sus estatuas.

A Livia le da un vuelco el corazón. Amo y esclava tienen tres puntos en común: el rechazo de los ídolos, la repugnancia hacia los combates del circo y la aversión al antiguo emperador, que los desterró a ambos de su verdadera existencia.

—A tu derecha, allí —continúa Javoleno—, el gran teatro, el Odeón, el templo dórico, el Foro triangular, el templo de Zeus Meiliquios, el cuartel de los gladiadores y, sobre todo, otro monumento levantado rápidamente de sus ruinas gracias a mecenas privados: el templo de Isis.

Livia piensa, naturalmente, en su antigua ama.

—¿La diosa egipcia es tan venerada en Pompeya como en Roma? —pregunta.

—Desgraciadamente, sí… Con todo el respeto que le debo al espíritu de mi querida tía —responde—, los adoradores campamos de las necedades alejandrinas crecen de día en día.

Livia consigue por fin sonreír sin ponerse del color de una amapola. Su nuevo amo es verdaderamente poco común. Desprecia a Isis y Osiris en unos tiempos en los que cada vez más paganos descuidan al panteón romano para adherirse al culto egipcio. El emperador Vespasiano está muy unido a esas divinidades: todo romano sabe que, antes de acceder al principado, en Alejandría, tuvo una visión sobrenatural en el templo dedicado al dios Serapis y, por orden de este dios, curó a dos lisiados. Su hijo Domiciano fue salvado del incendio del Capitolio gracias al traje y los atributos de un sacerdote de Isis, y, la noche anterior al gran desfile de la victoria sobre los judíos, Vespasiano y Tito se quedaron orando en el templo de Isis del Campo de Marte, el mismo al que iba Faustina. Livia se siente aliviada al constatar que, además de judíos y cristianos, algunos romanos permanecen ajenos a los encantos de los dioses y las diosas del Nilo.

—Isis prolifera, pero, que yo sepa, tu nazareno aquí no existe —prosigue Javoleno sin animosidad—. Los judíos, los frigios y los orientales de la ciudad lo aborrecen, mientras que los griegos y los latinos lo ignoran. No encontrarás a ningún adepto de Jesús entre estas murallas.

—Los discípulos del Camino no se exhiben a la luz del día —replica con calma—, dado que nuestra fe puede ser castigada con la muerte.

—Lo sé y lo deploro. Con todo, en Pompeya estarás sola con tus creencias.

El convoy abandona de pronto la calle principal y gira a la izquierda. Livia se agarra al asiento para no caer. «Este hombre es extraordinario, pero no deja de ser un pagano —piensa—. No debo olvidarlo. En lo que se refiere a los discípulos de Jesús, los encontraré. No puedo creer que su palabra no haya llegado hasta Campania. Pero ¿y si el amo tiene razón? ¿Y si no hay ninguno?»La carreta sube hacia el norte de la ciudad, donde se ve el Vesubio a través de una bruma evanescente. Livia siente un miedo sordo extenderse por su pecho y barrer las otras emociones. Sabe que no posee ni el valor ni la iluminada obstinación de los apóstoles y los misioneros para difundir la palabra de Jesús y convertir las almas. Piensa en Pedro, en Pablo, en Rafael, en Simeón Galva Talvo, en Haparonio, en su padre. ¡Cómo los echa de menos!

Un perfume dulzón y barato a base de junco, rosa y retama le hace olvidar su angustia. Un grupito de mujeres muy maquilladas y vestidas con velos transparentes sube la escalera de una casa de dos plantas. Javoleno sonríe al sorprender su mirada.

—No he mencionado esta otra particularidad de Pompeya —dice—. No sé si se debe al sol, a las costumbres de mis conciudadanos, más libres que en Roma, a los numerosos clientes de paso que trae consigo la actividad económica de la ciudad o a una deformación malsana de la veneración a Príapo, el dios de falo gigante que encarna la fertilidad y que se supone que da felicidad alejando el mal de ojo, pero poseemos, en relación con el número de habitantes, una de las mayores concentraciones de lupanares de Italia. ¡Treinta y cuatro para veinte mil almas! Eso sin contar las mujeres que ejercen en las posadas o en otros lugares.

Livia, incómoda, aparta la vista de las muchachas de vida alegre. Para atenuar su malestar, Javoleno le habla del maravilloso
gamin
que elaboran allí con los pescados locales, de las lanas más suaves que la seda, del lino bordado en oro, de las cerámicas, ensalza las numerosas tiendas que ven a uno y otro lado, los
thermopolia
, donde se toman comida y bebidas calientes y frías a cualquier hora, le muestra las termas Estabianas, todavía con los desperfectos provocados por el terremoto, le indica, más al norte, a lo largo de una calle en la que se adentran, las termas centrales, un vasto y nuevo conjunto que se decidió edificar después del seísmo y que no está terminado. Hay muchos hombres trabajando allí. Finalmente, el carro efectúa con dificultad un giro de noventa grados hacia la derecha para adentrarse en una calleja en cuya esquina se alza un pequeño altar dedicado a los lares públicos. El guirigay de la ciudad se calma súbitamente.

—Mi padre, que era senador, había comprado esta propiedad de recreo, hace mucho tiempo, para venir a descansar de los debates en la Curia y de la agitación de Roma —explica—. Por eso eligió un barrio tranquilo, que por suerte ha seguido siéndolo.

Al acercarse a lo que será su nueva morada, Livia se estremece de inquietud. En casa de Faustina se ha acostumbrado al espacio y al lujo. Incluso el dormitorio de los esclavos era grande y estaba bien ventilado. Sobre todo, su oficio de
ornatrix
le confería una posición privilegiada entre los esclavos. Intuye que a partir de ahora formará parte del extenuado ejército cargado de cubos, esponjas y escobas, que se consume desde el amanecer limpiando la suciedad y sacando brillo a las baldosas y las columnas de las villas ricas. Teme volverse fea y enclenque, cuando hasta entonces nunca se ha preocupado de su aspecto.

—Hemos llegado —anuncia el aristócrata deteniendo el carro.

Livia distingue la portería, situada entre una
taberna
que parece de un comerciante de vino y otra perteneciente a un vendedor de aceite.

—¡Dominus!
—exclama el portero avanzando hacia su amo—. ¡Por Hércules, finalmente estáis de vuelta sano y salvo!… ¡Alabados sean los dioses!

Con aire jovial, Javoleno baja de un salto de la carreta, feliz de encontrarse de nuevo en su casa y con sus sirvientes. La esclava permanece postrada en el banco del cochero.

—¿A qué esperas, Livia?

Esforzándose en sonreír, pone pie a tierra y sigue a su señor por el vestíbulo y a lo largo de un pasillo pavimentado con minúsculos mosaicos blancos y negros. La visión que se ofrece a ella, inimaginable desde la calle, le corta la respiración. Al otro lado de un atrio cuadrado, se extiende un inmenso peristilo bordeado de columnas, en el centro del cual se abre un vasto jardín. Livia oye un ruido y advierte la presencia, a su izquierda, de tres pintores cuyo trabajo su señor examina. Los artesanos están terminando un fresco que ocupa todo el lienzo de pared. Se trata de una escena que muestra un festín. Durante un breve instante, la joven cristiana ve la representación de la última cena de Jesús, antes de darse cuenta de que no puede tratarse de eso.

Tendidos en camas de banquete, doce hombres —seis a la derecha y seis a la izquierda— dirigen su rostro hacia el personaje central, un anciano aureolado, con un rollo de papiro en la mano, que no tiene ni la edad ni las facciones del Señor, al que Pedro y Pablo describieron a menudo delante de ella. «¿Quién es este patriarca? —se pregunta—. ¿Y quiénes son sus discípulos?»—Son mis maestros y amigos de la escuela estoica —dice el filósofo, que ha sorprendido la mirada escrutadora de la esclava—, aquellos cuyos preceptos dirigen mi vida. En el centro está Zenón de Citio, el fundador de nuestra filosofía. A su derecha, la escuela griega del Pórtico: Cleantes de Asos, Crisipo de Soli, Diogenes de Babilonia, Antípater de Tarso, Panecio de Rodas y Posidonio de Apamea. A su izquierda, los pensadores latinos: Cicerón, Séneca, Thrasea Peto, Musonio Rufo, Helvidio Prisco y Epicteto.

Livia ha oído antes algunos de estos nombres, pero no recuerda en qué circunstancias. Maldice su incultura y percibe la tristeza en la voz de su amo cuando nombra a los filósofos romanos.

—Patrón, a vuestras órdenes. Nos alegramos de volver a veros. ¿Habéis hecho un buen viaje?

Livia se vuelve y ve a dos individuos, seguramente libertos. El primero, bajo y fornido, de piel, ojos y cabellos muy oscuros. Su musculatura es tan impresionante que teme encontrarse frente a un gladiador. El segundo, de aspecto más grácil, desprende también una gran firmeza de temperamento.

—Livia, te presento a mis dos hombres de confianza —dice Javoleno—. Escílax, el administrador que se ocupa de las tierras —señala al hombre robusto—, y Ostorio, el intendente encargado de esta casa. Te aconsejo que te ganes sus favores, pues a partir de ahora estás bajo su responsabilidad. El te mostrará ahora la
domus
mientras yo hablo con Escílax.

El propietario y el administrador se alejan hacia el peristilo, dejando a la esclava en manos de su nuevo superior. Lejos de la mirada de Javoleno, Livia parece recuperar el dominio de sí misma. Sin pronunciar palabra, Ostorio examina la nueva adquisición. Ella lo observa también a él. De unos veinticinco años, el liberto tiene el pelo rojo y lo lleva cortado casi al rape. Sus ojos son claros y bonitos, pero están impregnados de una gran dureza. Multitud de pecas salpican la piel de su rostro, seguramente depilada.

—Enséñame las manos —ordena el intendente.

Recordando la satisfacción de Partenio y Faustina la primera vez que se las mostró, Livia tiende con orgullo sus dedos, que, aunque marcados por los pigmentos, han conservado su extrema finura.

—Hummm… —desaprueba Ostorio—. ¡Tú no has hecho en tu vida tareas domésticas, y todavía menos trabajos del campo!

—No, en efecto. Soy
ornatrix
—anuncia, orgullosa.

—Eras —rectifica él—. Aquí, por el momento, no eres nada.

La esclava sigue al intendente a la zona de la servidumbre, situada detrás del atrio, al otro lado de la pared con el fresco de los estoicos, a lo largo de un pasillo al que se abren los
cubicula
de los esclavos, vacíos en ese momento del día. Livia se fija en que son pequeños, pero individuales. Ostorio señala una habitación más grande, en la entrada.

—Este es mi aposento y el de mi mujer —dice—. Para entrar y salir, todos los criados deben pasar por delante. Así os tengo controlados…

Le enseña las letrinas, el trastero, la pequeña cocina reservada a los esclavos y, por último, su dormitorio. Minúsculo y sin ventana, parece una celda. Livia observa, no obstante, que el jergón es nuevo y que podrá rezar sin temor a ser sorprendida por los demás sirvientes.

—¿Cuántos somos? —pregunta.

—Sin contar los niños, ocho al servicio de la
domus
, nueve contigo, diez conmigo. Es muy poco, mucho menos que antes… Ven, voy a enseñarte las dependencias del señor. Sobre todo, no toques nada.

Pasan al atrio, donde ofician los pintores. Frente al fresco, al otro lado del
impluvium
, pequeño estanque central y cuadrado que recoge el agua de lluvia y donde flotan papiros y nenúfares, Ostorio le muestra la cámara señorial de invierno, el altar dedicado a los dioses lares de la familia y el comedor de invierno. Detrás de estas estancias se encuentran la cocina de invierno, la bodega y la cuadra, que da a la calle. Entre el atrio y el peristilo, que se puede ocultar a las miradas mediante una cortina, se alza el
tablinum
, decorado con columnas de toba pintadas, sala donde el uso prescribe recibir a los visitantes.

—Ya casi no se utiliza —afirma Ostorio.

—¿Es que no viene nadie a consultar al señor, o a rendirle las cuentas que impone la clientela?

—Antes, cuando era consejero municipal, esta sala siempre estaba llena, pero ahora es raro que alguien se presente en la entrada. De todas formas, el patrón no tiene ningún interés en ello, interrumpiría su estudio…

—Entonces, ¿ya no tiene ningún cargo oficial?

—No desde… desde que volvió a Roma, hace ocho años, antes de ser enviado de nuevo aquí.

—¿Por qué razón el emperador Vespasiano lo exilió? —se aventura a preguntar Livia, que arde en deseos de saber más cosas sobre Javoleno.

—No he tenido jamás la audacia de preguntárselo —responde Ostorio con agresividad—, y no te aconsejo hacerlo. Un criado debe estar a la altura de la dignidad de su señor, no lo olvides nunca.

Livia se muerde los labios. La visita prosigue en el peristilo, rápidamente, pues Ostorio teme molestar a su patrón. No obstante, la joven queda atrapada por el encanto de esta parte de la casa, la más vasta y atrayente: en el centro, rodeado de esculturas de mármol que representan a Venus, Hércules, Baco, Júpiter, Juno y Minerva, el jardín rectangular, con abundantes adelfas, plátanos, piceas, cipreses, acantos, bojes, limoneros, lavanda, laurel, mirto, romero, salvia, siemprevivas, alhelíes, tomillo, hinojo, eneldo, hiedra… En los bordes crecen flores —rosas, narcisos, violetas, azafrán, cañaheja, valeriana, jazmín, mimosas, lirios y hierba doncella—, que despertarán en primavera y de momento están relegadas por plantas de hoja perenne. En medio del jardín, una fuente redonda vierte agua en un estanque donde nadan cisnes y peces de colores. Los bordes están decorados con un mosaico de conchas. En las paredes, detrás de las blancas columnas corintias, hay pintados pájaros, flores, árboles y bucólicos motivos que crean la ilusión de una naturaleza presente por doquier. Livia no hace sino entrever las habitaciones que dan al peristilo, pero le parecen suntuosas y ricamente pintadas: numerosos dormitorios, entre ellos el
cubiculum
de verano del señor, cuarto de baño, salón y comedor al aire libre; la cocina de verano está escondida en un entrante. Vislumbra a Javoleno, que, recostado en una cama, junto a una estufa de tres patas con forma de patas de león, escucha el informe de Escílax en una sala con extraños armarios de madera empotrados en las paredes.

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