La palabra de fuego (30 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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La esclava se levanta y se seca las lágrimas. Si bien está permitido llorar por la noche, no es decoroso mostrar la pena de uno a los demás, y menos aún a su ama agonizante. Se estira la túnica y entra en el
cubiculum.

Tendida en la cama, rodeada de pociones y remedios de olores fuertes, Faustina Pulcra tose y expectora en un paño. Livia sabe que lo que escupe es sangre y que bajo el maquillaje sus labios están amoratados y su tez macilenta. Faustina ha llegado al límite de sus fuerzas. Respira ruidosamente.

—Acércate… —ordena con voz débil.

Livia se arrodilla sobre el
toral
, al lado de la cama. Faustina le coge las manos entre las suyas. Livia observa que las uñas de su ama están amoratadas, como sus labios, aunque ignora que se trata del funesto indicio de la falta de oxígeno en la sangre. Sin pronunciar palabra, Faustina clava sus ojos de color avellana en los iris malvas de su
omatrix
, como si viera pasar en ellos las imágenes de los acontecimientos de los últimos años.

Después del suicidio de Nerón, cuatro príncipes se sucedieron en el trono en un año y medio, dieciocho meses sangrientos y confusos de guerra civil y de disturbios violentos.

El anciano Galba, en quien el marido de Faustina y sus colegas habían depositado su confianza, decepcionó a senadores, caballeros, militares y plebeyos a causa de sus torpezas y su injusticia. Otón, sostén de Galba, ex esposo de Popea, aprovechó para fomentar un complot. Tras siete meses de reinado, el emperador fue atacado en el Foro por unos guardias pretorianos, traspasado varias veces con la espada, degollado y decapitado. Al no poder agarrar su cabeza por el pelo, dado que Galba estaba calvo, un soldado metió el pulgar en la boca del anciano y ofreció el trofeo a su sucesor, Otón. Este último reparó los errores de Galba, concedió favores a los pretorianos y a los senadores y gracia a los perseguidos por Nerón, y castigó a los antiguos fieles del histrión, pero el general Vitelio, comandante de los poderosos ejércitos del Rin, se hizo proclamar emperador por sus tropas, que se dirigían a Italia. Los sólidos legionarios de Germania aplastaron al ejército otomano. Después de solo tres meses de principado, Otón se suicidó. En esa época, el esposo de Faustina, Larcio Clodio Antillo, así como todos los romanos, estaba perdiendo la esperanza de ver restablecer un día la paz en la Urbe y en el Imperio. El emperador Vitelio resultó ser un hombre vil y abyecto, un glotón insaciable más preocupado de la satisfacción de su apetito descomunal y de su afición a las carreras de cuadrigas y a los combates de gladiadores que de los asuntos relativos a su cargo. Sus legiones se comportaban como un ejército de soldadotes: saqueaban, violaban y aterrorizaban a las poblaciones de Italia y de Roma. La plebe soportaba y callaba, el Senado buscaba una salida.

Entretanto, en Judea, el general Vespasiano, comandante en jefe de los ejércitos de Oriente, quien, con su hijo Tito, había reprimido la revuelta de los judíos y reconquistado Galilea, fue proclamado emperador por sus tropas, por el prefecto de Egipto, el legado de Siria y todas las legiones de Oriente y del Danubio. Su ejército se dirigió hacia Roma. Por su parte, en la capital del Imperio, el hermano mayor de Vespasiano, Tito Flavio Sabino, prefecto de la ciudad desde hacía doce años, llevó a cabo gestiones diplomáticas, pero la mayoría de los miembros del Senado no se decidía a tomar partido por Vespasiano, a semejanza de Larcio Clodio. A diferencia de los aristócratas Julio-Claudios, los orígenes de la familia de Vespasiano, los Flavios, no eran de prestigio. De extracción modesta, a ello se añadían una juventud pasada lejos de Roma y una esposa que, según decían, era liberta. Desde que había enviudado, vivía con una concubina, una antigua esclava a la que se obstinaba en tratar con todas las consideraciones debidas a una esposa legítima.

«Querido Larcio Clodio Antillo —le dijo Tito Flavio Sabino al viejo senador, al que conocía desde hacía veinte años—, ¿prefieres dejar Roma y el Imperio civilizado a un hombre bien nacido que se rige por su estómago y unos instintos animales, que trata a los senadores como a esclavos, antes que a un plebeyo de mente sana y fina inteligencia, que gobierna sobre sus esclavos como si fueran senadores?»El marido de Faustina, notando que el viento cambiaba de dirección, se alineó en el bando de los Flavios. La victoria de las tropas flavias contra las de Vitelio en Cremona, el año siguiente a la muerte de Nerón, el decimoquinto día antes de las calendas de octubre
[7]
, seguida de la adhesión de las legiones de Hispania, Calia y Bretaña, acabó de convertirlo en partidario de Vespasiano. Sus ejércitos se acercaban a Roma. Tito Flavio Sabino y Larcio Clodio Antillo negociaron en secreto con Vitelio la abdicación pacífica de este último. Poco después de los idus de diciembre
[8]
, el emperador legítimo se aprestaba a partir con su familia. Pero los pretorianos y una parte del pueblo se opusieron. La situación dio un vuelco a favor de Vitelio. Tito Flavio Sabino, sus hijos, su sobrino Domiciano —el hijo menor de Vespasiano—, Larcio Clodio y otros senadores y caballeros partidarios de los Flavios se refugiaron en el Capitolio. Las tropas de Vitelio atacaron el templo de Júpiter, el símbolo de la grandeza de Roma, y el Capitolio acabó incendiado. Disfrazado de sacerdote de Isis, el joven Domiciano logró escapar de las llamas, pero al marido de Faustina lo mataron. Los demás sitiados huyeron y fueron detenidos por los vitelianos. Tito Flavio Sabino, prefecto de Roma, fue linchado por la muchedumbre, decapitado, y su cuerpo, abandonado en las escaleras Gemonías. Las tropas flavias llegaron al día siguiente. Al término de una jornada de sangrientos combates callejeros, tomaron la ciudad. Mataron a Vitelio, que había reinado siete meses, y su cadáver fue arrojado al Tíber. Tito Flavio Vespasiano, de sesenta años, fue reconocido emperador por el Senado. Una nueva era comenzaba. Los generales de Vespasiano limpiaron la ciudad de los dieciocho meses de caos y el otoño siguiente el nuevo emperador entró triunfal en la Urbe.

Desde el fin trágico de su marido y el acceso al trono de Vespasiano, ocho años antes, la existencia de Faustina se ha visto trastocada. Nada en la prudencia política y la legendaria circunspección de Larcio Clodio dejaba presagiar una muerte tan valerosa. Tan solo Livia, la noche anterior al incendio del Capitolio, vio las llamas en sueños, como había visto, cinco años antes, las de las hogueras de los cristianos la noche antes de la gran masacre en los jardines de Nerón. Pero no le dijo nada a su ama, puesto que no creía en el carácter premonitorio de sus sueños.

Si Faustina sintió alguna aflicción por la desaparición de su viejo marido, su pena fue rápidamente barrida por la renta anual y los honores que el nuevo emperador concedió a la viuda del hombre que se había sacrificado por su causa junto a su hermano: Larcio Clodio Antillo fue merecedor de un duelo público y de unas exequias dignas de un soberano. Al llevarse a cabo la reconstrucción del Capitolio, una estatua con su efigie fue erigida ante el edificio sagrado, y no se celebra una ceremonia oficial, un desfile o un gran banquete en el palacio del emperador o en las residencias de sus fieles al que su viuda no sea invitada. Ella misma recibe con gran pompa a los dignatarios del régimen, y hace cinco años compró toda la manzana de casas para ampliar su casa, más una veintena de esclavos suplementarios. La patricia mantiene a algunos jóvenes efebos y a un grupo de pantomima para divertirla. En verano, huyendo del bochorno de la ciudad, se trasladan todos a una inmensa villa a orillas del mar Adriático. Aunque su tren de vida dista de igualar el del emperador y sus veinte mil esclavos, o el de los grandes terratenientes que poseen un millar de almas, el asesinato de su marido ha añadido a la vida de Faustina y de su
domus
, al lujo ya honorable, un fasto y un ritmo desenfrenado que han contribuido a agotar su cuerpo debilitado por la edad.

Livia se ha convertido en una de las más eminentes
ornatrix
de Roma, diestra en la ocultación de las arrugas y las canas, experta en perfumes, profesional de los retoques a cualquier hora del día y de la noche y en cualquier lugar, incluso en una antecámara del palacio del emperador, mientras el banquete está en plena efervescencia al lado. Sin duda nunca le faltará trabajo cuando su ama ya no esté: las amigas de Faustina de las altas esferas y la propia Cenis, la concubina de Vespasiano, ya le han propuesto comprarla para tomarla a su servicio. Pero no es eso lo que ella espera. En secreto, espera que en su lecho de muerte Faustina haga lo que tantos amos hacen cuando van a morir: manumitir a los esclavos de su casa. La libertad… Livia sueña con ella pese a la tristeza de perder a su ama. La ruptura de sus cadenas es ahora su único deseo, y todas las noches reza por la salvación del alma de Faustina y por ese acto de generosidad del que se sabe merecedora.

—Livia… —susurra Faustina—.¿Cuánto tiempo hace que vives en esta casa?

—Hace algo más de trece años que me comprasteis.

—Recuerdo cuando llegaste. ¡Eras tan joven, tan frágil! Parecías aterrorizada, a punto de desplomarte de un momento a otro… Una niña muda y vagabunda… ¡Y mira en lo que te has convertido!

Dentro de unos días, Livia cumplirá veintitrés años. Su cuerpo sólido y redondeado se encuentra en la cima de su plenitud. En cuanto a su rostro, desprovisto de todo artificio, es una delicia para cualquiera que pose en él la mirada: suave y regular, frente despejada, nariz estrecha y elegante, labios finos y rojos, dientes sanos y rectos, mejillas firmes y doradas, ojos francos cuyo color violeta ha adquirido profundidad con el tiempo. Las pestañas y las cejas negras armonizan con el color de su abundante cabellera, que ondea en reflejos brillantes. No cabe duda de que Livia es una mujer muy bella, y este hecho no le escapa a nadie.

—Tendrás que acceder a casarte —dice Faustina tosiendo—. No puedes seguir sin esposo, ¡es inconcebible!

—Sí, ama.

En repetidas ocasiones, Faustina ha intentado convencerla de que se case con un apuesto esclavo de otra casa o de su propia
domus
. La
ornatrix
siempre se ha negado, suplicando a su ama que no insistiera, con el argumento de que no soportaría estar menos disponible para ella y de que el nuevo rango de la patricia exigía su dedicación permanente. Todas las veces, Faustina ha acabado por capitular.

—Siento un gran apego por ti —prosigue la matrona—.Y sé lo fiel que me eres. Estos últimos años me lo has demostrado. Tu abnegación hacia mí ha sido ejemplar…

El corazón de Livia da saltos dentro de su pecho. Ya está, su ama va a anunciarle su próxima manumisión.

—Sin embargo, no te voy a conceder lo que tienes motivos para esperar.

Livia encaja el golpe palideciendo.

—¡Me habría gustado tanto manumitirte! —prosigue Faustina, despacio—. Pero tu actitud me lo impide. Porque sé, Livia, que a escondidas, pese a lo que sucedió hace casi una década, continúas practicando tu culto sórdido e impío.

Cuando, diez años antes, Faustina descubrió que su
ornatrix
era cristiana y le ordenó que abandonara su fe para convertirse en adepta de Isis, Livia cayó gravemente enferma. Presa de la fiebre durante varias semanas, su cuerpo se consumía a causa de una disentería que ningún remedio lograba cortar. Faustina hizo que acudieran a la cabecera de su cama los mejores médicos de Roma, todos los cuales confesaban su impotencia y predecían la muerte de la
ornatrix
. Desolada ante la idea de perder a la que devolvía a su rostro y a su cuerpo la ilusión de la juventud, Faustina cedió. Una noche, junto al camastro de la esclava, inexpresiva y semiinconsciente, le anunció que renunciaba a convertirla a la fuerza al culto de Isis. A cambio, Livia debía renegar de sus creencias culpables. Con un susurro apenas audible, la esclava aceptó. Poco a poco, recuperó la energía y, para sorpresa de los médicos, se curó. Después de aquel episodio, Faustina no abordó nunca más esa cuestión.

—Lo reconozco, señora —confiesa Livia en voz baja—. He faltado a la promesa que me arrancasteis. Pero no habéis tenido que soportar mi fe. Jamás he hecho exhibición de ella, ha permanecido en el secreto de mi alma.

Faustina exhala un suspiro. Sabe, como Livia, que eso no es del todo verdad. Ciertamente, las dos mujeres nunca han mencionado ese problema en el seno de la casa. Pero ¿por qué la esclava ayuna todos los miércoles y viernes? Y, sobre todo, ¿adonde va los domingos poco antes del amanecer? Faustina ha preferido no preguntarlo nunca ni hacer seguir a su
ornatrix
. Sin embargo, siempre ha intuido que Livia había permanecido fiel a su Nazareno y que se reunía con otros miembros de la secta: ¿qué es una creencia sin ritos, sin adeptos, sin templo? Un simple pensamiento, no una religión.

—Esté donde esté escondida tu disparatada superstición —contesta la matrona con la voz cascada a causa de la enfermedad—, no puedo tolerar que a mi muerte aflore y se manifieste sin trabas. En el reino de los difuntos, mi espíritu se vería afectado y mi alma podría transformarse en lémur maligno que vendría a atormentar a los vivos de mi familia. Por esa razón, te cedo por testamento a mi sobrino Javoleno Saturno Vero. Aunque yo he fracasado en mi intento de devolverte al buen camino, confío en que él lo consiga.

Javoleno Saturno Vero! Livia agacha la cabeza. La primera vez que vio al sobrino de Faustina, acababa de llegar a la
domus
. El senador pasaba a menudo para conversar con su tío de los asuntos de la Curia y abrazar a su tía, por la que sentía un profundo afecto. Pero, un día, súbitamente desapareció. Más adelante, escuchando los cotilleos de las otras esclavas, la
ornatrix
se enteró de que había participado en un complot contra Nerón, y de que el emperador había ordenado detenerlo y condenarlo al exilio. Livia sintió entonces cierta simpatía hacia aquel hombre perseguido, que había osado oponerse a la tiranía del verdugo. Al producirse el advenimiento de Vespasiano, Faustina empleó su gran influencia con el nuevo emperador y obtuvo fácilmente la gracia para su sobrino. Este último regresó a la Urbe y volvió a sentarse de nuevo en la Curia. Menos de un año después y pese a las protestas de Faustina, el emperador Vespasiano lo exiliaba de nuevo lejos de Roma, al igual que a sus amigos estoicos. Livia ignora la razón de este destierro. Recuerda la desesperación de su ama, que no ha hecho mella, sin embargo, en su fidelidad al príncipe y a sus banquetes. Javoleno Saturno Vero se convirtió en un tema tabú, que la matrona jamás mencionó delante de ella. Seguramente prefería guardarse su tristeza para ella.

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