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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

La palabra de fuego (33 page)

BOOK: La palabra de fuego
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Aturdido, Román sintió que un vértigo se apoderaba de su cuerpo. Cayó sobre la cama y cerró los ojos unos instantes para recuperar el control de sí mismo. ¡A él, un monje miserable, autor de los mayores pecados, culpable de mentira, de traición, de ceguera, responsable de la muerte de una mujer pura, Dios lo había considerado digno de hacer semejante descubrimiento! Estupefacto por lo que acababa de leer, no terminaba de creerse que fuera el primero en novecientos años que tocaba las palabras de la santa, que ponía su mano allí donde la eremita había puesto la suya, que recibía el contenido de aquella revelación.

De un salto, se puso en pie y cogió la costilla de cordero ennegrecida. Observó los pequeños signos de grafía cuadrada que cubrían las dos caras del hueso. Las palabras ocultas de Jesús…, la lengua de Cristo… Esa lengua era la del origen del mundo, de toda la humanidad cristiana, de su fe más íntima, pero la desconocía por completo. Llorando de sobrecogimiento y de impotencia, pasaba el dedo por los intersticios de las letras en busca de una señal sutil que no llegaba, en busca de una complicidad, de un atisbo de comprensión que se zafaba de él. Pues la lengua de Román era la de los verdugos de Jesús, el latín. Algunos viejos monjes eruditos aprendían hebreo, traducían del árabe y del griego, algunos hermanos convertidos conservaban los dialectos y las jergas vulgares del pueblo, pero ninguno de ellos, al parecer, era capaz de descifrar las palabras de aquel al que consagraban su vida y su alma. Los hombres de su tiempo habían perdido la lengua de quien los había hecho nacer.

Román pensó en la carta de María de Betania, en la auténtica santidad de aquella mujer humilde, corroída a veces por la duda y los remordimientos, y sus lágrimas acidas se volvieron suaves. Sintió que una inmensa dulzura lo penetraba: ¡María de Betania, figura mística glorificada y reverenciada, conocía la sombra, era tan humana, tan cercana a sus propias angustias!

Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal: ¿gracias a qué milagro la escultura de la santa que contenía el tesoro no se había perdido, no había sido robada o destruida? ¿Gracias a qué voluntad suprema su contenido no había sido descubierto antes? ¿Había penetrado Maximino el secreto? ¿Quién había regalado la imagen a la abadía de Lérins? ¿Por qué los monjes de esa abadía se habían limitado durante cuatro siglos a contemplarla? ¿Y si se lo habían inventado todo?

Román desechó esta última pregunta. Eso era imposible. Si el pergamino y el hueso eran fruto de una mistificación monástica, el padre abad de Lérins no habría dejado de sacar provecho de ello, en lugar de regalarle la imagen al conde Girart de Rosellón.

Había que rendirse a la evidencia: la imagen y su contenido eran auténticos. Pero, entonces, ¿por qué los monjes de Vézelay no habían buscado como él lo había hecho? Todos sus interrogantes llevaban a Román al único que lo torturaba realmente: ¿por qué tenía que haber sido él, un pobre fraile de Cluny perdido de la luz del cielo, quien había dado con un secreto tan importante?

Y ahora, ¿qué debía hacer con ese mensaje? ¿Acaso no había querido el Señor que su palabra permaneciera oculta?

Fray Román se arrodilló en el suelo y rezó. Por primera vez desde hacía catorce años, no rezó por la salvación de una mujer a la que habían matado por su culpa, no suplicó al arcángel Miguel y a Pedro, el guardián de las puertas del Paraíso, que acogieran a una difunta perteneciente al pasado, a la que solo había podido amar una vez muerta.

A la tenue luz de la luna, prosternado en el suelo de su celda, pidió que Cristo lo iluminara y pidió también la ayuda de María madre de Jesús, María Salomé, María Jacobe, Abigail, Marta, María de Betania y todas las mujeres a las que Jesús había amado y que habían amado al Señor en vida. Pues era ese amor el que había trascendido la muerte de Cristo, eran la fuerza y la pureza de ese sentimiento las que habían creado la luz con la que Jesús las había adornado a todas. Amor…

El alba apareció lentamente a la espalda de Román. Blanca al principio como una leche opaca, se tiñó de azul y de rosa, con la apariencia de un crepúsculo. Pero los rayos dorados atravesaron los tonos pastel, el cielo adquirió una transparencia que hizo estallar las nubes y el sol impuso la aurora.

Román se levantó. Sobre el hábito oscuro, se puso la cogulla negra. Escondió entre la tela el pergamino y el hueso y salió de la celda.

Capítulo 22

El alba ha aparecido detrás de una montaña negra, al otro lado del mar y del golfo de Neápolis. Como si surgiera de las profundidades del monte, ha atravesado el cielo con desgarrones claros. La montaña se ha teñido entonces de colores rojizos y verdes, y Livia se ha dado cuenta de que la colina estaba totalmente cubierta de viñedos, campos cultivados y espesuras, deslumbrantes a pesar del invierno. Javoleno ha dicho que se llamaba monte Vesbius, o Vesubio, que su interior estaba habitado por gigantes, pero que sobre sus laderas reinaba Baco, el hijo de Júpiter y de Sémele, salido del muslo del dios de los dioses, nacido del fuego y criado por la lluvia. Ha añadido que esta montaña de laderas fecundas era un cuerno de abundancia, y Baco, el verdadero soberano de su ciudad.

La comitiva ha pasado la noche en Oplontis y se dirige hacia el sol naciente. Hace dos días, desde que hicieron un alto en Herculano, Javoleno le dejó su caballo a uno de los esclavos de la escolta para conducir él mismo uno de los tres carros tirados por bueyes. Después de las exequias de su tía, el filósofo no se ha dirigido apenas a Livia, y la joven, pese al alivio de ir a Campania y no a una austera región de Italia, teme las incertidumbres de su nueva vida. A esta ansiedad se añade la angustia de lo que sucede dentro de ella: ¿cómo explicar la viva emoción que la invade cuando piensa en su nuevo amo? Desde que habían salido de Roma viajaba detrás, con los efectos legados por Faustina a su sobrino, pero esa mañana, noveno día del periplo, él ha ordenado que se siente delante, a su lado. La proximidad física de Javoleno le ha provocado unas sensaciones que jamás había experimentado. Se ha instalado precipitadamente en el asiento del cochero, pues sus piernas amenazaban con negarse a sostenerla. Su piel se ha puesto colorada y su boca no ha aceptado pronunciar más que extraños sonidos o frases tontas. Agotada por las ciento sesenta millas recorridas, por las noches pasadas en el establo con los animales y los esclavos de la comitiva, pero todavía más por esa desazón nueva, Livia aspira con deleite los rayos del sol y el aire marino, sorprendentemente suave para estar a fines de enero.

—El clima de esta región es delicioso —constata también Javoleno—. En verano, el calor es sofocante. Los ricos propietarios se refugian en el norte y regresan para la vendimia. Yo, aunque pudiera, no me iría. Pese a todo, le tengo mucho apego a esta ciudad y a mi casa.

Curiosa, Livia pediría gustosa detalles sobre ese «pese a todo» y las razones del exilio del aristócrata. Pero desconfía de su turbación interior y guarda el silencio que corresponde a su condición servil. Javoleno calla también. Los carros prosiguen su camino y los baches de la calzada acunan a Livia, que se agarra al banco de madera y cierra los ojos.

—Despierta —ordena el pompeyano—. ¡Ya llegamos!

La abigarrada multitud que se apiña junto al carro para cruzar la puerta fortificada parece rebosar de las murallas ante las cuales se alinean unos almacenes. Cargados de toda clase de productos, hombres, mujeres, niños y carretas entran y salen en una alegre confusión.

—Hoy es día de mercado —precisa Javoleno con la mirada brillante—.Toda la ciudad está en ebullición.

El cochero aficionado logra por fin circular y entrar en Pompeya por la puerta sudoeste.

—¡Bienvenida a la colonia Cornelia Veneria Felix Pompeianorum! —clama con orgullo—.A tu derecha, el templo deVenus, la diosa de la belleza y del amor, que aquí encarna la fortuna y la prosperidad y que tiene la tutela de la ciudad junto con Hércules y Baco.

—Pero… ¡el templo está en ruinas! —señala Livia.

—No es por falta de devoción ni de reconocimiento hacia la diosa —contesta Javoleno—.Además, mira, están trabajando para reparar el edificio.

—¿Qué ha ocurrido?

Frenado de nuevo por la muchedumbre, el carro se detiene. La mirada dorada de Javoleno se vela.

—Hace dieciséis años, el octavo año del reinado del emperador Nerón
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—explica—, un terremoto asoló Pompeya y sus alrededores derribando casas y templos, hiriendo y matando a sus habitantes, engullendo a un rebaño de quinientas ovejas. Los autóctonos creyeron que los dioses se habían enfurecido por algún motivo y lo expresaban de esa forma.

—¿Creyeron? —pregunta, asombrada, Livia, cuyas mejillas se tiñen de rojo—. ¿Qué queréis decir? ¿No estáis convencido?

—Fue la Naturaleza quien habló, no los dioses. Mis amigos y yo estamos convencidos de que el Olimpo está vacío.

—Entonces, ¿no creéis en ningún dios? —insiste ella, atónita.

—No es tan sencillo, Livia. Ya hablaremos de eso. Sea como sea, cuando llegué aquí para instalarme, tres años después del seísmo, todo era pura desolación. En los planes de Nerón no entraba ayudar a una oscura ciudad de provincias a ponerse de nuevo en pie. El déspota tenía otras prioridades. Pero nosotros, los pompeyanos de nacimiento o de corazón, hemos reconstruido la ciudad con nuestros propios fondos. Evidentemente, la tarea es enorme y todavía hoy no está terminada. El
macellum
,
nuestro gran mercado cubierto, sigue en obras, lo que explica el desorden de esta mañana. Los puestos están en las calles y las plazas, lo que dificulta la circulación, y si a eso añadimos el incesante transporte de piedras y otros materiales por parte de los encargados de la reconstrucción, he aquí el resultado: ¡un buen embotellamiento!

Livia sonríe tímidamente y observa las mercancías que exhiben los vendedores ambulantes: ostras, pescado azul y frutos de mar, pescado de agua dulce del río Sarno, cerdos, terneros, corderos, aves de corral, verduras, frutas, calzado, telas, panes, pasteles, platos y vajilla de bronce, algunos venden hasta salsas y guisos para llevar, que calientan en una estufa: Livia piensa que esa profusión no tiene nada que envidiar al gran mercado de Roma.

—A derecha e izquierda —prosigue su guía—, el Foro: el centro político, comercial y religioso de la ciudad. Por desgracia, el templo de Júpiter todavía está en proceso de reparación, pero aquí encontrarás, además de la basílica, los despachos de nuestros cargos electos municipales, las termas del Foro, el templo de Apolo, el edificio de la gran sacerdotisa Eumaquia o, lo que es lo mismo, la bolsa de la lana, el templo del Genio de Vespasiano, el templo de la Fortuna Augusta, el local de los pesos y medidas y el santuario de los lares públicos, donde los pompeyanos ofrecieron muchos sacrificios y plegarias para aplacar la ira de los dioses… Su oración debió de llegar hasta ellos, puesto que la ciudad recuperó vitalidad y dicha… La tierra no ha vuelto a amenazarnos nunca más. Al contrario, como has podido ver, nos colma: en ningún lugar el suelo es más fértil que en esta comarca.

La seguridad de su señor, las chanzas de la multitud de diversas razas, los colores cálidos y los olores de especias tranquilizan a la joven. Quizá su exilio lejos de la Urbe sea corto y menos desagradable de lo previsto… Junto a ese hombre, es posible incluso que sea placentero. Este último pensamiento la hace sonrojarse de vergüenza. ¿Cómo es que desde su marcha de Roma la asaltan reflexiones tan estúpidas y fuera de lugar? Mira al frente: contrariamente a las de la capital del Imperio, las calles son anchas, están limpias, totalmente adoquinadas, bordeadas de aceras, salpicadas de fuentes, y en ninguna parte ve
insulae
. La ciudad parece despreciar los inmuebles en favor de casas bajas cuyas ventanas están provistas de cristales, lujo casi imposible de ver en Roma.

—El agua… —susurra—. ¿Disponen todos los habitantes de agua corriente?

—Naturalmente, Livia, aunque todos los acueductos todavía no están reparados. La comodidad es mucho mayor aquí que enRoma. Mira esos grandes adoquines, en medio de la calle… ¿Sabes cuál es su uso?

—No tengo ni idea.

—Sirven para preservar las sandalias de los peatones de la lluvia. No tienes más que caminar por encima de ellos para cruzar la calle y tus pies se mantendrán secos. Al mismo tiempo, están dispuestos de tal modo que no obstaculizan el paso de los carros.

—Es ingenioso —reconoce Livia.

—¿Sabes que Pompeya se jacta de poseer el primer anfiteatro del mundo romano, capaz de albergar veinte mil espectadores, es decir, todos los habitantes de la ciudad?

—Lo ignoraba.

—Está en la otra punta de la ciudad, te lo enseñaré en otra ocasión, así como también nuestra gran palestra.

—Aborrezco los juegos, los gladiadores y los combates bárbaros e inútiles del circo —confiesa tajantemente.

—Yo también.

Sorprendida, Livia consigue observar sin desfallecer el perfil agradable de su interlocutor. «Este hombre es realmente extraño —piensa—. No es en absoluto como su tía. No se parece a nadie que yo conozca…»—Pero a los pompeyanos, al igual que a los romanos, les encantan —precisa Javoleno—. Esta tierra es una tierra de pasión. Debes saber que aquí nada es más importante que el amor, el comercio y el dinero, el vino y los espectáculos. Ah, se me olvidaban las elecciones.

Livia nota que se sonroja de nuevo y maldice su emotividad.

—Para ilustrar mis palabras, voy a contarte una historia. Tres años antes del terremoto, se produjo en el anfiteatro el único acontecimiento en toda la historia de esta ciudad que sacó durante un tiempo a Pompeya de su oscuridad provinciana y agitó un poco al Senado. Aquel día, un riquísimo senador romano ofrecía a los pompeyanos un combate de gladiadores que había atraído a toda la plebe de la ciudad, así como a los habitantes del vecino pueblo de Nocera. Mientras en el circo los combates causaban estragos, en las gradas surgió un desacuerdo entre pompeyanos y nocerianos. La discusión se envenenó, se cruzaron insultos, se arrojaron piedras, y muy pronto la disputa degeneró en pelea sangrienta. Los pompeyanos acabaron ganando. Entre los habitantes de Nocera hubo numerosos heridos y muertos. Las familias de las víctimas acudieron al emperador Nerón, quien trasladó la denuncia al Senado. Lo recuerdo, yo ocupaba un escaño en la Curia en aquella época y estaba atónito de oír hablar de Pompeya. Mis colegas y yo mismo prohibimos los juegos en el anfiteatro durante diez años y los principales responsables de la matanza fueron deportados. Los tres magistrados municipales en ejercicio, los duunviros, fueron destituidos, y un comisario imperial vino para restablecer el orden.

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