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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

La palabra de fuego (29 page)

BOOK: La palabra de fuego
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—Sí, seguramente. Es posible que María de Betania tallara esta escultura representando, de memoria, el sufrimiento del Señor ante la desaparición de su hermano, antes de que Jesús lo resucitara como promesa de la resurrección futura de los que crean en él… ¡Si tal fuera el caso, Godofredo, sería prodigioso! Qué pena que este tesoro fuera destruido por el incendio… Sin duda habría supuesto la fortuna y la gloria de tu abadía…

—¡Querido Román, todavía puede!

—No sé cómo… ¿Qué peregrino iría a prosternarse ante un miserable trozo de madera?

—Pues muchedumbres enteras, Román, si esas muchedumbres admiten que este «miserable trozo de madera» procede de la Cruz, del arca de la alianza o de una escultura, ciertamente invisible, pero salida de las manos de una santa, discípula de Jesús.

—¿Piensas, pues, exhibirla ante los fieles?

—Sí, pero no sola. Tus reflexiones de antes me han iluminado sobre un punto: no hay una gran peregrinación sin reliquias. Y yo quiero convertir Vézelay en un centro cristiano como mínimo igual que Mont-Saint-Michael, en una de las etapas importantes del camino de Jerusalén, de Roma o de Compostela. O sea, que la imagen irá acompañada de los restos físicos de la santa.

—Pero ¿de qué santa, Godofredo? —preguntó Román, perplejo.

—¿De qué santa va a ser? ¡María de Befania, es decir, María Magdalena! Ya sé que no dispongo de sus huesos, pero tengo los de Ava, mártir de los paganos, y un documento del abad de Pothiéres dando fe de la autenticidad de la imagen. Basta añadir una frase al pergamino del monje Saron certificando que Girart recibió de Lérins no solo la obra de María de Betania, sino también las reliquias de la santa… No me costará convencer a Herlembaldo de que complete el documento en este sentido, escribiré yo mismo el texto.

Estupefacto, el monje de Cluny se quedó callado.

—Godofredo —logró balbucir finalmente—, no estoy seguro de haberte entendido bien… ¿Quieres promover una peregrinación para venerar a María Magdalena, sobre la base de esta imagen y de los huesos de otra mujer asegurando que pertenecen a María de Betania?

—Exacto. Gracias a ti, amigo mío, que me has abierto los ojos sobre la importancia de las reliquias. Jamás podré agradecértelo bastante…

La tez grisácea de Román se tornó carmesí.

—¡Godofredo! —exclamó—. ¡No puedes hacer eso! ¡Es una mentira, peor aún, una blasfemia!

Sin alterarse en absoluto, el abad se sentó detrás de la mesa.

—Román, perdóname esta bajeza, pero considero que te encuentras en muy mala posición para acusar a nadie de mentir y blasfemar.

El monje de Cluny recuperó inmediatamente su aspecto austero.

—Tienes razón, Godofredo —contestó, inclinando la cabeza.

—Con todo, no te equivoques acerca de mis intenciones. No quiero incriminarte, ni tampoco embaucar al mundo. De la misma forma que tú te viste abocado a participar en una pequeña mistificación para salvar la vida, yo me veo obligado a recurrir a esta argucia para salvar mi abadía.

—Y estás dispuesto a profanar la tumba de una mártir.

—¡Sus huesos estarán en un precioso relicario! ¡Serán reverenciados, honrados, adorados por el pueblo prosternado!

—Miles de pobres diablos atravesarán el país, exponiéndose a multitud de peligros, para venir a Vézelay con la esperanza de ser salvados por la presencia física y espiritual de María Magdalena, pero, sin saberlo, estarán ante otra persona, víctimas de un engaño oficial y organizado.

El padre abad suspiró.

—Román, ¿estás realmente convencido de que todas las reliquias expuestas al fervor de los fieles son auténticas?

—No soy tan ingenuo, Godofredo, y recuerdo la polémica desencadenada por Claudio de Turín, hace dos siglos, a este respecto…

—¿Cómo estar seguros de que el cráneo y el brazo de san Auberto —lo interrumpió el abad—, encontrados en el techo de la celda del abad Hildeberto justo en el momento en que hacían falta, eran los del fundador del Monte? Nadie fue a verificar la autenticidad de esos huesos…, y sin embargo, Román, ¡esas reliquias han obrado milagros!

—Es verdad, empezando por la súbita generosidad del duque de Normandia, pero, al margen de eso, yo he visto con mis propios ojos a un hombre sordo de nacimiento que, unos instantes después de haber tocado el estuche con las reliquias atribuidas a san Auberto, oía el concierto de los ángeles y el ruido de los hombres…

—Lo de menos es si las reliquias de Auberto pertenecen o no a Auberto; lo importante es que suscitan la esperanza y empujan a los penitentes a venir hasta nosotros para salvar su alma.

—Y enriquecer la abadía con algún óbolo…

—¡Sí, pero antes los habremos salvado!

—Godofredo, ya no sé qué pensar. Necesito reflexionar sobre tu proyecto. Te pido permiso para retirarme. ¿Me concedes hospitalidad para esta noche?

—¡Amigo mío, esta noche y las siguientes! A decir verdad, me gustaría que te quedaras aquí algún tiempo, a fin de aprovechar tu experiencia como maestro de obras y recibir tus sugerencias arquitectónicas.

—Ya veremos, Godofredo. Por el momento, necesito descansar.

—Ya he dispuesto que te preparen una celda apartada del dormitorio, donde podrás estar solo y en paz. Te acompañaré.

—Te lo agradezco. Godofredo, tengo una última petición que formularte.

—Te escucho, amigo mío.

Fray Román seguía de pie frente al abad, con la antigua escultura en las manos.

—Quisiera —dijo, mirándola—, quisiera que me la prestaras por esta noche para estudiarla un poco. Pese a lo destrozada que está, me fascina y…

—¡Hermano, claro que sí! Llévatela, te la cedo hasta mañana. Pero no más. ¡Sin ella, ya puedo despedirme de mi peregrinación!

Román había preferido comer solo en su celda, ante la extraña mirada de la escultura muerta. Después del oficio de la noche, se había retirado de nuevo a la pequeña cabaña de madera, sintiendo un inmenso cansancio y una sensación de exaltación ante la idea de pasar la noche en compañía de un objeto que quizá había sido tallado por un personaje ilustre, figura central del cristianismo.

Observando la escultura sin rostro, fray Román pensaba en tres mujeres: María de Betania, alias María Magdalena; Ava, a quien su heroico padre no había podido salvar de los normandos, mientras que sí había socorrido a la abadía de Lérins; y se insinuaba asimismo la imagen dolorosa de una mujer a la que había amado sin decírselo, a la que no había sido capaz de salvar del martirio y que, sin querer, había causado la perdición del maestro de obras y su huida lejos de Mont-Saint-Michael. Esa mujer había desaparecido hacía mucho tiempo. Su alma tenía por sepultura el alma de Román, que ella había vaciado como un trozo de madera tierna, hendido como una piedra, resquebrajado bajo los golpes del cincel. Se llamaba Moira.

Román yacía en su jergón, destrozado por el viaje, el reencuentro con Godofredo y los trapaceros designios del abad. ¿Debería contarle todo aquello a Odilón, una vez de regreso en Cluny, y traicionar a su amigo?

Si callaba, sería culpable de deslealtad con su abad, su benefactor, su padre… No acababa de decidirse a hacerlo, al igual que se resistía a denunciar a Godofredo. En el fondo, no era más que un instrumento, un pequeño eslabón en medio de las ambiciones de los dos hombres, a los que su posición en el seno de la Iglesia y su carácter enérgico empujaban a confundir fe y política, voluntad absoluta de servir a Dios y ansias de extender su poder, deseo de pureza individual y destino colectivo de una abadía. Comprendía la estrategia de su amigo aunque no la apoyaba, entendía los fundamentos de la táctica de Odilón, aunque le desagradaba ser su instrumento. ¿Cómo resolver ese dilema? ¿Cómo maniobrar a su vez, a fin de seguir siendo lo que había escogido ser hacía catorce años, un monje humilde y anónimo, únicamente atormentado por el espectro de una muerta por la que rezaba día y noche?

Incapaz de conciliar el sueño, se volvió y sus ojos encontraron la imagen que había dejado en el suelo. A través del ventanuco, la luna dispensaba una claridad que recortaba las cosas sin iluminarlas. Se arrodilló, despojó al objeto de su velo claro y puso las manos sobre la escultura, a la manera en que se acaricia el vientre de una mujer. La madera estaba tibia. Se preguntó si la huella del fuego era tan profunda que llegaba al corazón de la pieza. «No lo creo —pensó—, si fuera así, se habría desmenuzado y no quedaría nada. ¿Sería posible, en tal caso, plantearse restaurarla limando la superficie? De todas formas, el rostro original de Jesús llorando la muerte de Lázaro se ha perdido. Habría que esculpirlo de nuevo sobre la madera sana…»Román encendió la vela y la acercó todo lo que pudo al rostro carbonizado. Observó milímetro a milímetro el desastre, pasó el índice sobre el retrato dañado y su dedo se puso enseguida negro de hollín. Resultaba difícil calibrar en qué grado había afectado el fuego sin deteriorar todavía más la pieza… Le dio la vuelta. La parte de atrás estaba igual de chamuscada. Estudió minuciosamente también este lado, pero esta vez insistió tanto que un trocito de carbón se desprendió de la escultura. Inmediatamente, Román se arrepintió de lo que había hecho. Después decidió centrarse en esa ínfima porción de cuello, en la base de la nuca, que constituía el único medio de determinar si la imagen podría recuperar un aspecto más «humano». Muy despacio, rascó con la uña el lugar donde el trocito había caído, que no era más grande que una falange. Para tranquilizarse, se decía que Godofredo no se lo tendría en cuenta, puesto que los fieles no verían jamás el reverso de la escultura. Otro fragmento de madera negra se desprendió de la masa, sin permitir tampoco a Román ver una parte cualquiera no afectada por las llamas. Si continuaba, se arriesgaba a destruir el objeto. Decidió abandonar, pero entonces le pareció que algo centelleaba a través del minúsculo agujero que había hecho. Acercó la vela y, para su asombro, reparó en que la madera se había agrietado por efecto de su acción. Y, sobre todo, vio que algo indeterminado brillaba más allá de la fisura.

¿De qué podía tratarse? ¿Estaba la escultura hueca? ¿Habían pintado el interior con un barniz dorado? ¿Por qué? Para averiguarlo, Román no tenía elección: debía agrandar la hendidura, con el riesgo de que la frágil escultura se partiera en dos.

Decidió despertar al abad y dejar que el propietario de la obra resolviera lo que convenía hacer. Se levantó y cogió el objeto, pero, en lugar de salir de la cabaña, acercó la cabeza negra a la pequeña ventana bañada por la luna. A la luz lechosa del astro, el brillo dorado resplandeció mucho más.

Por primera vez desde hacía casi dos decenios, fray Román fue presa de un sentimiento que no era ni remordimiento ni pesar: la curiosidad se había apoderado de él y relegaba a las profundidades su habitual melancolía. Sus ojos grises brillaban, su cuerpo curvado se estremecía de emoción. De repente tuvo la impresión de que había vuelto a los veinte años y de que su maestro Pedro de Nevers iba a aparecer para revelarle algún secreto relacionado con los arcanos de su arte… Un secreto… Recordó las palabras exactas pronunciadas por Godofredo unas horas antes: «El abad de Lérins le dijo a Girart que la imagen representaba un secreto relacionado con Cristo, según lo que María de Betania había manifestado antes de ir a reunirse con el Altísimo. Pero, durante más de cuatro siglos, los monjes de Lérins la contemplaron y veneraron sin penetrar ese secreto».

Como les sucede a todos los hombres que han reprimido durante demasiado tiempo una pasión, esta creció de forma desatada en Román. Incapaz de resistirse a la curiosidad, introdujo los dedos en la pequeña hendidura y la forzó.

El roble cedió con un crujido que le hizo retroceder de miedo. Por todos los santos, ¿qué había hecho?

La antigua escultura estaba medio partida sobre el alféizar de la ventana. Por la abertura practicada desde la cima del cráneo hasta el cuello —solo la peana estaba intacta— se distinguía una cavidad excavada en la madera. De esta cavidad emergía un pergamino enrollado sujeto con un hilo de oro, hilo causante del centelleo que lo había desencadenado todo.

Sin atreverse a respirar, temblando, el monje se acercó. Del pequeño rollo sobresalía algo. Román extrajo el objeto del cilindro de piel. Se trataba de un hueso. Un hueso ennegrecido por el tiempo, no por el fuego. A primera vista parecía una costilla, pero el antiguo maestro de obras era incapaz de discernir si era humana o animal. En cualquier caso, estaba grabada: sobre toda su superficie, la reliquia se hallaba cubierta de palabras en una lengua que el monje no conocía, pero que le pareció hebreo u otra lengua semítica.

Román dejó el hueso y se apoderó del pergamino. También estaba intacto, aunque parecía de mala calidad. La piel era gruesa y tosca. Perteneciente a un animal sin nobleza, no había sido objeto de los sutiles tratamientos que sus ricos hermanos benedictinos dispensaban a las pieles de terneros nacidos muertos, a fin de obtener la preciosa vitela en la que copiaban e iluminaban. Lentamente, el monje retiró el hilo de oro y desenrolló el manuscrito. Una escritura densa. Apretada. En latín.

Demasiado agitado para comprender el sentido de lo que leía, su mirada descendió hacia el final del documento y la sorpresa le hizo dar un respingo.

La carta estaba firmada. Con un nombre que inmediatamente le arrancó lágrimas, seguidas de irreprimibles sollozos: «María Betania».

Capítulo 19

Sentada en el suelo del pasillo, frente a la habitación de Faustina, Livia llora en silencio. Detrás de la pesada puerta labrada, su ama se muere de un mal que ni las cataplasmas de alholva y ajo, ni la ingestión del
kyphi
egipcio, ni la inhalación de vapores, ni la utilización de ventosas, ni siquiera los sacrificios a Isis y Osiris, al dios Esculapio y a sus hijas Panacea y Salus, las diosas de la curación, han logrado conjurar: la neumonía que Faustina Pulcra ha contraído hace dos semanas, durante las fiestas de las Saturnales, está acabando con su cuerpo de anciana de sesenta y cinco años. Desde hace ocho años, ese momento del invierno es para la aristócrata el más importante del año, aquel en que, a las festividades tradicionales de las Saturnales, se añade una intensa actividad mundana y solemne, relacionada con el aniversario de la muerte heroica de su esposo y con las celebraciones que conmemoran el advenimiento del emperador Vespasiano.

—Livia —dice el médico griego al salir de la habitación—, la
domina
te reclama…

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