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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
Las ruinas de Pompeya ocultan bajo sus formas petrificadas un secreto que lleva siglos esperando ser descubiertoDe la furia de un volcán exterminador en el siglo I a las oscuras celdas de una abadía francesa en la época medieval. De las ruinas de Pompeya a la búsqueda de un mensaje que arde en las manos de quienes lo hallan. Un thriller histórico de soberbia ambientación y trama implacable que nos arrastra a un refinado juego de pistas. Un desafío a la inteligencia y la imaginación con el que Frédéric Lenoir y Violette Cabesos cautivan con maestría al lector.
Frédéric Lenoir y Violette Cabesos
La palabra de fuego
ePUB v1.0
AlexAinhoa14.09.12
Título original:
La Parole Perdue
Frédéric Lenoir y Violette Cabesos, 15/03/2012 .
Traducción: Teresa Clavel Lledo
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
ePub base v2.0
Y se fueron cada uno a su casa. Se fue Jesús al monte de los Olivos, pero de mañana volvió otra vez al templo, y todo el pueblo venía a Él, y sentado, les enseñaba. Los escribas y los fariseos llevaron a una mujer sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio, le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante delito de adulterio. En la Ley nos ordena Moisés lapidar a estas mujeres. Tú, ¿qué dices?». Esto lo decían para ponerlo a prueba, a fin de tener de qué acusarlo. Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en el suelo. Como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que de vosotros esté libre de pecado arrójele la primera piedra». E inclinándose de nuevo, escribía en el suelo. Ellos, al oír esto, se marcharon uno a uno, comenzando por los más ancianos, y quedó él solo y la mujer en medio. Entonces, incorporándose Jesús, le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?». Dijo ella: «Nadie, Señor». Jesús dijo entonces: «Ni yo te condeno tampoco; vete y no peques más».
Evangelio según san Juan,
capítulo 8, versículos l al l1
La noche era del azul violáceo con que se engalanan las grandes hortensias en los jardines ingleses. Acá y allá se alargaban las manchas oscuras de los árboles diseminados por la ciudad. Al norte, detrás de las palmeras y los pinos piñoneros, se alzaba la masa negra de una montaña, muda y dormida como la ciudad que yacía a sus pies.
Ni un soplo en el aire caliente, yodado y perfumado de esencias mediterráneas. No cabía esperar frescor alguno de la noche.
Ni rastro de vida en las calles adoquinadas.
Ni un solo ruido nocturno. Ningún ronquido que escapara de la boca de un durmiente, ningún suspiro de unos labios besados.
Nada más que el vacío de una ciudad abandonada. Una ciudad fantasma sin arena, en pleno centro de Italia.
Los habitantes se habían marchado hacía tanto tiempo que sus viviendas ya no tenían tejado.
En un cruce del campo de ruinas, esculpida en una fuente, una cabeza de piedra vigilaba la nada: con su casco alado. Mercurio, mensajero de los dioses, divinidad de los muertos y de los viajeros, acechaba la menor presencia.
Quizá erraran por las callejas espectros nacidos del cataclismo, pero únicamente la huella humana era visible en los frescos y en los templos, donde dominaban las representaciones en bronce o en mosaico de dioses extintos. Las estatuas, antaño honradas, tenían la mirada congelada y la eterna postura de los cadáveres momificados.
Puntales y obras de restauración impedían la desaparición de las casas. La naturaleza y los hombres habían dispuesto la ciudad como un teatro al aire libre: el disco amarillo de la luna iluminaba las acanaladuras de las columnas corintias del Foro. Una parte del templo de Isis se hallaba protegida por un techo de plexiglás; en un gran panel estaban reproducidas las antiguas pinturas. El nombre de las calles estaba puesto en modernas placas blancas y cada casa sacada a la luz había sido bautizada con una denominación anecdótica. El yacimiento estaba dividido en una compleja cuadrícula de regiones, manzanas y números; ninguna villa, ninguna tienda, ninguna inscripción y ningún edificio escapaban a la curiosidad de los arqueólogos y a la fascinación de los millones de turistas que pisaban aquellos adoquines desde que la ciudad había sido descubierta hace más de doscientos sesenta años.
Dos siluetas se deslizaron por la calle, en la frontera entre las regiones V y VI de la ciudad.
—¿No hay vigilante? —susurró una voz masculina en un italiano con acento alemán.
—¡Esto es Nápoles, no Zurich! —respondió la mujer sonriendo—. ¡No van a pagarle a alguien para vigilar unas ruinas! Si alguna vez a un chiflado de la administración no se le ocurre nada mejor que hacer que pasearse por aquí de noche, yo sé lo que hay que darle para que nos deje tranquilos —añadió, poniendo la mano sobre el bolso.
—Está tan oscuro… ¿Qué es eso? —preguntó él, apuntando con la linterna unas inmensas superficies planas de las que emergían unos piquetes y vegetación movida por el viento.
—Eso son los campos que mi hermano ha arrendado —explicó la italiana—. Gracias a él tengo las llaves… Los turistas nunca se aventuran hasta aquí, pero no todo ha sido desenterrado. Guardan hectáreas enteras para «las generaciones futuras», como ellos dicen… Así que, en espera de las generaciones futuras, nosotros cultivamos la tierra que hay encima… ¡y qué tierra, madre mía! Más fértil, imposible. Una piedra que plantaras, y saldría una higuera. A veces pienso que todo esto crece sobre esqueletos y que las raíces son alimentadas por huesos humanos, pero en fin…
Por lo menos a esos los dejan dormir. Que en paz descansen. Venga por aquí, no está lejos.
El doctor Ziegemacher, reputado cardiólogo de Zurich, siguió a Gina por los campos y los vestigios de piedra. Con el tiempo, la italiana le había perdido bastante miedo al sitio intentando considerarlo un simple lugar de trabajo. Desde luego, no tenía nada que ver con las habitaciones de hotel en las que ejercía habitualmente, era menos cómodo, pero más exótico y, sobre todo, más rentable. Se le había ocurrido la idea hacía dos años, para hacer frente a la competencia que venía de la Europa del Este. Si quería luchar contra esas sílfides jóvenes y rubias, la rolliza Gina, que había cumplido los treinta y seis, tenía que ofrecer algo nuevo a sus clientes, veraneantes de los alrededores. Lo nuevo lo había encontrado en unas ruinas de dos mil años como mínimo de antigüedad. Viendo los frescos explícitos y los bancos de piedra del famoso lupanar, ¿quién no había imaginado realizar allí algunas fantasías? Pues bien, esas fantasías, Gina se prestaba a practicarlas allí mismo, durante la noche, por un suplemento. De momento, ella era la única que ofrecía ese servicio; a las otras chicas les daba demasiado miedo deambular por Pompeya de noche. Al principio, Gina había tenido la impresión de ser espiada por un centinela invisible que vigilaba todos sus movimientos. Se decía que los fantasmas no existen, pero pensaba en todos aquellos hombres y mujeres, y sobre todo en los bebés asfixiados en los sótanos, quemados vivos en la calle, justo por donde ella caminaba, y aunque la erupción del Vesubio se había producido hacía casi dos milenios, era imposible que todo ese sufrimiento no hubiera dejado huellas todavía tangibles en la atmósfera y en los muros de la ciudad mártir. Por otro lado, ¿qué iban a buscar los dos millones anuales de turistas, si no eran las marcas mórbidas de la vida brutalmente interrumpida? ¿Irían desde todo el mundo si Pompeya hubiera sido víctima del éxodo rural, como muchos pueblos del sur de Italia, y no brutalmente borrada del mapa una mañana de verano?
Poco a poco, Gina se había acostumbrado a lo extraño del lugar. El miedo sobrecogía a algunos clientes en las inquietantes callejuelas, pero esa subida de adrenalina era propicia para sus actividades.
—¿No se ha encontrado nunca con nadie aquí? —preguntó el suizo, dirigiéndole una mirada ansiosa a través de los cristales de las gafas.
Como los demás, había sido seducido en el bar del hotel. Cuando Gina lo había abordado, estaba triste. En el momento en que le había propuesto su servicio especial, la frialdad teñida de desprecio que le había manifestado hasta entonces se había transformado en curiosidad y después en excitación. ¡Pompeya de noche! Nunca había estado, por supuesto. ¡Ir a Pompeya como visitante clandestino! ¡Ir con una prostituta a Pompeya, al lupanar antiguo! Físicamente, la chica no le gustaba, pero se había levantado para ir con ella.
—Sí, una vez me crucé con un energúmeno que organizaba misas negras, y otra, con un ladrón de esqueletos petrificados —contestó Gina, no sin malicia.
—Ah… —murmuró el médico, lívido y sudando.
En él se mezclaban el miedo y el entusiasmo, que contrastaban con la calma que acostumbraba a sentir cuando no estaban de por medio su mujer actual, sus dos ex y sus cuatro hijos.
—¡Cuidado con el colchón, no se le vaya a caer!
Gina había encargado que le hicieran uno de las dimensiones exactas de las literas de piedra, realmente muy pequeñas y estrechas. El doctor Ziegemacher se había ofrecido galantemente a transportar la herramienta de trabajo. Se sentía cada vez menos excitado y más incómodo en la ciudad muerta. El tipo alto, delgado y atlético pese a sus sesenta años recolocó el colchón bajo el brazo. La luz de la luna y el pesado silencio de las piedras le producían la impresión de estar profanando una tumba.
Finalmente, sin haberse cruzado con un alma, se adentraron en una calleja y se detuvieron ante el antiguo lupanar, el único abierto para los turistas de las treinta y cuatro casas de tolerancia con que contaba Pompeya. El edificio, el más visitado durante el día, permanentemente invadido por masas de curiosos que lanzaban una mirada torva a los frescos eróticos, estaba desierto y cerrado a cal y canto. Gina subió la escalera, sacó unas llaves y abrió la puerta.
—¿Sabe por qué se llama «lupanar»? —preguntó—. Un cliente me lo explicó el otro día: viene de la palabra «lobo» en latín, y de los aullidos de loba que emitían las chicas cuando caía la noche para atraer a los hombres.
—Sí, «
lupus
», lo sé —dijo él, ligeramente irritado.
El doctor Ziegemacher miró los cinco compartimientos individuales en cada uno de los cuales se extendía una litera de piedra de aproximadamente un metro setenta de largo, abombada en la cabecera. Gina le indicó que eligiera. El cogió la linterna y avanzó por el pasillo, cuyas sugerentes pinturas estaban protegidas por placas de cristal transparente.
Dos habitaciones a la izquierda, tres a la derecha. El médico, dubitativo, soltó el colchón, se secó la frente y recorrió con el haz de luz de la linterna el interior de los cuartitos, como para ahuyentar los fantasmas. De repente, en el umbral de la última celda de la derecha, dio un respingo. Se quedó blanco como el papel y retrocedió instintivamente.
—¿Qué le pasa? —preguntó Gina—. ¡Parece que haya visto el espectro de un antiguo cliente!
En vista de que el suizo no respondía y continuaba petrificado en la entrada del compartimiento, la mujer se acercó y profirió un grito.
La linterna iluminaba un par de zapatones de piel, así como dos piernas, un torso, dos brazos y una cabeza reposando sobre el lecho. Se trataba de un cuerpo humano. Un cuerpo inerte.