La palabra de fuego (3 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—¿Cómo está mi querida Romane? —preguntó.

Conversaron de las cosas cotidianas, del pueblo y del trabajo de Johanna. Al levantarse para irse, la joven se fijó en un enorme libro dejado sobre un taburete. Cuando se acercó, vio que la obra estaba escrita en griego.

—¡No me había dicho que también sabe griego! —exclamó.

—Son las
Enéadas
de Plotino. Una maravilla… «El alma es y deviene lo que contempla» —citó—. ¡Llevar leña es bueno para el cuerpo, pero leer en latín, griego y hebreo cultiva el espíritu!

Unos minutos más tarde, Johanna entró en la basílica de Vézelay. Sin ver apenas el gran tímpano interior del nártex —contrariamente al tímpano exterior, este era auténticamente medieval y puramente románico— que, por sí solo, atraía por su belleza a miles de turistas y de peregrinos, rodeó la tiendecita de tarjetas postales, subió la escalera, sacó una llave, abrió una puerta de madera y subió hasta una tribuna cerrada al público desde la que se dominaba la nave de la iglesia.

Se inclinó hacia el vacío y echó un vistazo a la nave de piedra románica que terminaba en un coro gótico, obra maestra de volumen, paz y luz sabiamente realizada por los artesanos de la Edad Media y los restauradores del siglo XIX. Puso una mano sobre el capitel de una columna que adornaba la tribuna. Con ternura, acarició la cabeza de la figura de piedra. El personaje llevaba una toga plisada y una capa. Empuñaba una lanza y la clavaba en las fauces de una criatura fantástica, mientras con un pie mantenía al monstruo en el suelo. En silencio, Johanna dirigió unas palabras al vencedor del dragón, ángel cristiano de la guerra y de los muertos, pesador y conductor del alma de los difuntos al más allá. La joven no era creyente. Pero por nada del mundo habría dejado de rezar ese día, 29 de septiembre, festividad de San Miguel. Para Johanna, san Miguel no era una representación religiosa o mítica. Desencarnado por su naturaleza y por su función, el Arcángel era un espíritu puro, pero, para ella, tenía más carne que el propio Jesucristo, símbolo de la encarnación. Al contrario que Jesús, no era un personaje histórico. Sin embargo, en el corazón de Johanna existía realmente porque formaba parte de su historia personal. Vivía en una montaña mágica, en la otra punta del país, en Normandia, que los antiguos llamaban monte Tombe. En ese «
Mons Sancti Michaeli in periculo mari
», Johanna había vivido, trabajado, amado, había luchado y, hacía seis años, había estado a punto de perder la vida. Pero el señor del lugar no había dejado de velar por ella. La había guiado y salvado. Johanna no le habría contado a nadie que, en el fondo, consideraba a san Miguel el amigo más íntimo y digno de confianza que había tenido en toda su vida.

Decidió volver atrás hasta el exterior del edificio. Habría podido ir a su lugar de trabajo por el transepto y la sala capitular, pero no quería interferir en el oficio, que no tardaría en empezar. «Se puede hablar con un arcángel, no creer ni en Dios ni en el diablo, pero respetar los rituales», se decía, observando a los personajes con alba clara que se desplazaban por la nave.

Le había sorprendido ver, al instalarse en la colina del departamento de Yonne el pasado agosto, que, como en Mont-Saint-Michel, eran las Fraternidades de Jerusalén, con su juventud y la pureza de su hábito blanco y de sus salmos bizantinos, las que mantenían una presencia religiosa en la basílica. Las similitudes con la montaña normanda no acababan ahí y por un instante había pensado que el mismísimo san Miguel la había llevado a Vézelay. Después había sonreído. «Vamos, Jo, no empieces como hace seis años, ¡ya sabes adonde te llevó aquello! No olvidemos que el espíritu de esta montaña no es un ángel, sino una mujer, una pecadora y una santa, y que no se llama Miguela, sino María Magdalena.»

Capítulo 3

El juramento de un arriero cuyo carro se ha atascado en el fango de la calleja atraviesa los postigos cerrados. Los insultos al animal acuchillan la noche opaca de la ciudad, que un débil rayo de luna no consigue traspasar. Las calles sin nombre, sin adoquines, sin aceras, desprovistas de alumbrado, forman una maraña propicia para los salteadores y los asesinos. Ninguna alma honrada se aventura a esas horas por allí, aparte de las bestias de carga y sus amos, que llevan al corazón de la metrópolis las mercancías de todo el Imperio y a los que la ley romana prohíbe circular en pleno día. El asno profiere un grito de dolor y el carro reanuda su camino.

En el interior, todos guardan un silencio tenso. Suspendidos de su miedo a oír un ruido que no sea el de la carreta, aguardan. Pero el paso marcial y el sonido metálico de la cohorte no llegan. Entonces, su respiración se libera y cada uno vuelve a ocupar su lugar. Unas lámparas de aceite difunden un claroscuro amarillento y ahumado por toda la habitación. Las camas de tres plazas en las que se recuestan los invitados para comer han sido arrimadas a la pared, lejos de la mesa cuadrada. Sobre esta arde un pequeño candelabro de plata de siete brazos. La menorá extiende un halo trémulo sobre el rostro de una decena de hombres arrodillados. La tela de su túnica y de su manto, sus mejillas afeitadas o barbudas y el color de su piel dan fe de orígenes y castas diferentes, esclavos, libertos, peregrinos, clientes, plebeyos, pero nadie lleva la toga de lana inmaculada, la insignia de la magistratura, el traje oficial de la clase dirigente.

Detrás de los hombres están las mujeres, una decena, con un pañuelo de algodón o lino cubriéndoles la cabeza. Por último, junto a los tabiques del
triclinium
, el comedor, unos niños sentados en escabeles asisten a la reunión clandestina.

Un viejo, solo junto al candelabro judío, coge una hogaza de pan y la parte en dos.

—El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, cogió pan y, tras haber dado gracias, lo partió y dijo: «Este es mi cuerpo, que es para vosotros, tomad y comed. Haced esto en conmemoración mía».

El Anciano coge un trozo de pan, se lo come, pasa media hogaza hacia la derecha y la otra media hacia la izquierda, a fin de que cada uno coma un trozo. A continuación, vierte vino tinto en una gran copa de barro y dice:

—De la misma forma, después de comer, Jesús tomó la copa y dijo: «Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, cada vez que bebáis de ella, hacedlo en conmemoración mía».

Apenas ha terminado la frase cuando suenan unos golpes furtivos en la puerta. Inmediatamente, el cáliz, el pan y el candelabro desaparecen y el miedo paraliza a la asamblea. Nadie se atreve a respirar. Suenan de nuevo unos golpes, ahora más fuertes. Magia, la esclava de la casa, dispone apresuradamente unas vituallas en la mesa mientras todos vuelven a ocupar los lugares que corresponden a su posición. Los hombres y las mujeres libres se tienden apoyados en el codo izquierdo y hacen como que cenan; los esclavos se quedan de pie para servirlos. Con una mirada, el Anciano se asegura de que todo está en orden y le indica al dueño de la casa que vaya a abrir. En lugar de una cohorte de la guardia pretoriana, Sexto Livio Elio descubre a un hombre solo, con ropas de viaje polvorientas, moreno, barbudo y con el pelo largo recogido en una cola de caballo.

—¿Estoy en la morada de Sexto Livio Elio, el mercader de vino? —pregunta el desconocido en voz baja.

Desconfiado, el comerciante asiente con la cabeza.

—Hermano —dice el hombre—, vengo de parte de Simeón Galva Talvo, el armador.

Al oír estas palabras, Sexto Livio Elio sonríe, abre la puerta y tira del desconocido hacia el interior.

—Hermanos, hermanas —dice a sus invitados—, no temáis, se trata cié la visita de un hermano. En cuanto a ti. Sé bienvenido, nos hemos reunido para tomar la comida del Señor…

Intrigados, los miembros de la asamblea se levantan y observan al individuo embarrado, reventado, cuya mirada negra brilla febrilmente.

—Me llamo Rafael —dice, quitándose el largo abrigo— y vengo de muy lejos, de las costas de Provenza, en la Galia.

Sexto Livio lo coge por los hombros y lo conduce hacia el viejo.

—Este es Antonio, nuestro Anciano. Ha sido designado por Pedro en persona.

Rafael se inclina, besa la mano del Anciano y le pide su bendición. Antonio impone las dos manos sobre la cabeza del recién llegado y murmura:

—En el nombre de nuestro Señor Jesucristo.

A continuación el anfitrión sirve de beber y de comer al viajero.

—Precisamente es al apóstol Pedro a quien tengo que ver —dice Rafael—. Debo entregarle un mensaje de la mayor importancia. Simeón Galva Talvo esperaba que estuviese aquí.

Un murmullo recorre a los presentes.

—Desgraciadamente —contesta Sexto Livio—, Pedro ha sido arrestado esta mañana, a la segunda hora.

—¿Arrestado? —repite Rafael, estupefacto—. Pero ¿quién ha sido? ¿Y por qué?

—Nos lo han arrebatado por orden de Nerón en persona —explica un hombre—. Yo he visto con mis propios ojos a los soldados del emperador, los guardias pretorianos, llevarse a Pedro.

—Hermano, tú vienes de los confines del Imperio —interviene el Anciano— y pareces ignorar por completo lo que pasa en Roma.

—Yo… yo no soy más que un humilde mensajero —se disculpa Rafael— y es la primera vez que mis pies pisan el suelo de la ciudad de Augusto…

—¿No has oído hablar del incendio que ha asolado nuestra ciudad este verano? —interviene una mujer—. ¿No has visto las ruinas del gran desastre por todas partes?

—El fuego prendió junto al Circo Máximo, por la noche —explica un fornido comerciante—. En seis días y siete noches devoró nuestra ciudad
[1]
, atizado por el viento. Mató a miles de habitantes, destruyó nuestras casas, nuestras tiendas, nuestras reservas…

—Lo que las llamas perdonaban, los saqueadores lo cogían —añade una mujer—. Hay quien asegura que obedecían órdenes de arriba. Incluso se vio a algunos provocando otros incendios y propagando deliberadamente el fuego.

—Entretanto —precisa Domitila Calba, la señora de la casa—, el emperador Nerón tocaba la lira en la cima del Quirinal y cantaba
La caída de Troya
contemplando el siniestro. En cuanto el incendio fue sofocado, empezó a reconstruir la ciudad según sus planes. La edificación de su nuevo palacio, la
domus aurea
, la «casa dorada», ya está en marcha, va a sobrepasar el monte Palatino para llegar hasta el Celio. El príncipe va a hacer erigir una estatua gigantesca a su imagen y semejanza, e incluso dicen que quiere poner su nombre a la nueva Roma: ¡Nerópolis!

Rafael frunce el entrecejo observando a sus interlocutores.

—Hermanos, hermanas, ¿queréis decir que el incendio ha sido un acto criminal y que el propio emperador ha ordenado provocarlo y atizarlo para satisfacer sus ambiciones arquitectónicas?

—¡Eso es falso! —exclama un esclavo—. ¡Nerón ha acogido a los habitantes sin refugio en sus monumentos del Campo de Marte, los ha alimentado gratuitamente y ha bajado el precio del trigo!

—Hermano —interviene un porteador de agua—, mira cómo vivimos los más humildes: relegados en los últimos pisos de inmuebles demasiado altos, angostos y mal construidos, sin agua corriente. Los detritos se acumulan en la estancia y cocinamos en fogones improvisados. No pasa una noche sin que se declare accidentalmente un incendio en una de nuestras buhardillas.

—¡Esta ciudad es un lugar de desenfreno y de lujuria —declara un liberto de mejillas coloradas—, una nueva Babilonia! ¡Ha sido el propio Dios quien la ha castigado!

—Vamos, hijos míos, calma —dice sin levantar la voz el Anciano—. Cualquiera que haya sido su causa, esta catástrofe recae sobre nuestra comunidad. La sospecha que tú has expresado contra el emperador. Rafael, todos los habitantes de Roma la manifestaron tras el incendio. Para calmar la cólera de los romanos, para defenderse de la acusación formulada por ciertos miembros de la aristocracia y del Senado, Nerón ha decidido que los culpables son los discípulos de Jesús. Estamos acostumbrados a ocultar nuestra fe, pero ahora vivimos con miedo.

—¿Qué ha sido de Pedro? —pregunta Rafael con inquietud.

—Por desgracia, lo ignoramos —responde Antonio—. Ha sido encarcelado y sin duda sometido a tortura. Nuestras plegarias lo acompañan… Rezamos día y noche por él y por nuestros otros hermanos encerrados en la sórdida celda de la Tullianum…

—¡Pero ninguno de vosotros podrá confesar haber prendido fuego a Roma, puesto que es una mentira y una calumnia! —se rebela el mensajero.

—Muchacho —dice Antonio, apoyando su vieja mano manchada en el antebrazo de Rafael—, subestimas la capacidad de persuasión de los verdugos del emperador…, pero, por lo que le he oído decir a un hermano esclavo en el palacio del soberano, las autoridades se limitan a preguntar a sus prisioneros si son cristianos. Si lo niegan, son inmediatamente liberados. Si no, son encarcelados… En ningún momento los obligan a admitir que prendieron fuego a la ciudad… y hasta ahora ninguno de ellos ha sido ejecutado. Creo, pues, que la intención de Nerón no es tanto eliminarnos como señalarnos con el dedo, utilizarnos como chivos expiatorios a fin de limpiar su nombre y calmar a los habitantes de la ciudad… Yo confío en que, una vez que se serenen los ánimos, nuestro príncipe mandará soltar al apóstol Pedro, así como a nuestros hermanos y hermanas injustamente capturados. Quizá entonces nos expulsen de la ciudad, como el emperador Claudio echó tiempo atrás a una parte de los judíos.

—Ojalá tengáis razón, Antonio —dice Sexto Livio Elio—. Mientras tanto, nosotros nos escondemos como animales insalubres, temerosos del emperador y de las leyes romanas pese a que siempre nos hemos sometido a ellas, sin cuestionarlas jamás, tal como nos lo han pedido Pedro y Pablo. Temblamos ante los romanos, de los que formamos parte integrante, cuando somos ciudadanos ofrecidos como pasto…

—Sexto Livio Elio, hermanos, hermanas —contesta Antonio—, no puedo sino repetir las palabras de nuestro querido Pedro para apaciguar vuestra alma, las frases que el compañero del Salvador acaba de dejarnos antes de ir a prisión y de ser, estoy seguro, prontamente liberado: «No os sorprendáis como de un suceso extraordinario del incendio que se ha producido entre vosotros, que es para poneros a prueba; antes habéis de alegraros en la medida en que participáis en los padecimientos de Cristo».

—Amén —murmuran los presentes a guisa de conclusión.

Capítulo 4

Mientras los salmos de las Fraternidades de Jerusalén sonaban en la basílica, Johanna recorrió el lateral sur de la iglesia y desembocó en un terraplén que bordeaba el claustro. En el centro, en lo que antes era un terreno herboso, el suelo estaba surcado de rectángulos numerados y protegidos de las inclemencias por un tejadillo improvisado de chapa ondulada. En una esquina, una caseta contenía herramientas y ropa. Delante, en una verja colocada apresuradamente, un cartel decía: prohibido el paso al público.

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