La palabra de fuego (9 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—Pues tu señor no tendrá su
volumen
hoy —contesta el cambista—. Ni mañana, supongo.

—¿Por qué? Mi señor…, bueno, mi señor es muy severo y, si no le llevo el libro, me pegará…

—¡No lo hará si le dices que, bajo el aspecto aparentemente honrado de ese comerciante, se escondía la peor infamia —contesta furioso el hombre—, un perverso devorador de carne humana, el adulador de un monstruo con cabeza de asno que, no contento con entregarse a su odiosa superstición bajo la máscara de un buen ciudadano, prendió fuego a la ciudad con sus esbirros!

Incrédula, titubeante, Livia calla. Su silencio hace que el cambista se levante.

—¿Comprendes lo que digo? —dice con voz atronadora el hombre—. Te librarás de los azotes si le cuentas a tu señor que Numerio Popidio Sabino era un caníbal, un loco, un incendiario que formaba parte de esa secta de fanáticos asesinos llamados «nazarenos» y que ha tenido lo que merecía.

—¿Qué ha pasado? —no pudo evitar preguntar Livia.

—¡Se lo llevaron anoche, eso es lo que ha pasado! Y espero que ahora él y los suyos paguen por sus crímenes…

—¿Qué van a hacerle? ¿Cómo han sabido que formaba parte del Camino?

Inmediatamente Livia se arrepiente de haber hablado. El cambista se acerca a la chiquilla, receloso.

—¿Cómo? Pues porque los miembros de esa secta son unos dementes y unos cobardes, y basta con pillar a uno para que denuncie a todos los demás… El librero ha sido vendido por uno de sus supuestos hermanos —dice, escupiendo al suelo—. Oye, eres muy curiosa… ¿Cómo llamas a esa camarilla sediciosa? ¿El «camino»? ¿Qué significa esa palabra? ¿Y por qué te preocupas por la suerte de ese traidor a la patria? ¿No formarás parte, por casualidad, de esa liga criminal?

Livia se sonroja hasta la raíz del pelo y retrocede un paso.

—¡No! —grita—. ¡No, yo no soy cristiana!

La niña gira sobre sus talones y huye lo más deprisa que puede. Durante un rato que le parece infinito, corre sin volverse, atontada, aturdida, antes de desplomarse al fondo de una calleja ennegrecida por las llamas del gran incendio, donde el sol no penetra. «He tenido la osadía de afirmar que no soy cristiana. He mentido —se acusa, sollozando con la cabeza apoyada en las piernas recogidas—. ¡He renegado de mi fe, he renegado de Cristo, del apóstol Pablo, de mi padre, mi madre, mis hermanos, de todos los míos! ¡He rechazado a Dios!»Durante largo rato, las lágrimas le impiden pensar. Después recuerda que el propio Pedro negó a Jesús tres veces cuando este último fue arrestado por la cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos, y posteriormente juzgado por el sumo sacerdote de Jerusalén. Ha oído contar esa historia de la boca misma de Pedro y recuerda que en aquel momento no la comprendió. Primero a una sierva, después a los guardias y por último a uno de los sirvientes del sumo sacerdote Caifás, que le preguntaban si formaba parte de los discípulos de Jesús, Pedro había respondido negándolo. El Señor estaba atado y preso, pero Pedro estaba libre. Ahora Livia comprende las palabras del primero de los apóstoles, el eterno compañero del Señor. Ahora entiende que Judas entregó a Jesús, como actualmente los cristianos parecen denunciarse los unos a los otros. «Nosotros, los adeptos del Camino, intentamos ser mejores —piensa—, pero en el fondo no somos más que pecadores, pobres humanos débiles y cobardes.» Livia deja de llorar. Intenta reflexionar. ¿Cómo ser digna de esa luz que ha recibido? ¿Debe entregarse a las autoridades a fin de reunirse con los suyos y lavar la falta que acaba de cometer? Esta última solución la seduce. Sería el fin de la huida, de la búsqueda de una protección imposible de encontrar, del terror de ser atrapada. Se levanta y decide entregarse al primer centinela con el que se cruce.

De pronto siente un peso en el pecho: la carta en arameo que ha escrito Rafael antes de morir, el mensaje oculto de Jesús que ella ha prometido entregar a Pedro o a Pablo. Livia se apoya en una pared negra medio derruida que todavía huele a humo. Cierra los ojos. Si se entrega a la guardia pretoriana, quizá pueda llegar hasta Pedro en la prisión. Pero no hay nada más incierto, pues la
career
construida por el rey Anco Marcio es inmensa y se extiende hasta las laderas del Capitolio. No puede estar segura de que la encerraran con sus padres, ¡así que con el apóstol Pedro…! Además, ese mensaje no le sería de ninguna ayuda a un hombre atrapado entre los muros de una mazmorra. Suspira. Por lo demás, el hecho de quePedro, su familia, Simeón Calva, Numerio Popidio y todos los cristianos detenidos estén actualmente en el Tullianum no es sino una suposición; Nerón ha podido decidir encarcelarlos en otro sitio, fuera del recinto de la Urbe, o exiliarlos lejos de Roma, tal como hace con algunos allegados caídos en desgracia… En tal caso, los cristianos estarían en un barco, en medio del Mediterráneo…

Livia abre los ojos. Desiste de entregarse. No sabe que ese sentimiento primitivo que despunta en ella, esa firme voluntad de escapar del peligro, se llama instinto de supervivencia. Se acuerda de los consejos del mensajero mientras agonizaba: no tratar de reunirse con otros cristianos, ni siquiera con judíos, huir, ocultarse en casas de paganos por encima de toda sospecha. Hasta ese momento, ella ha hecho lo contrario, totalmente en vano. Ahora sabe que Rafael tenía razón.

Livia arregla un poco sus pobres vestiduras, se asegura de que el papiro enrollado no se le pueda caer de la túnica y echa de nuevo a andar con prudencia, pegada a las murallas, escondiéndose en un rincón en cuanto una cohorte aparece. Se siente llena de una determinación nueva, que ha sucedido a la desesperación y a la carrera alocada. Avanza lentamente, observando a la multitud no como un animal acosado, sino como una persona que no tiene elección. La sed y el hambre le taladran el estómago. El cansancio la hace estremecerse.

En los cruces, los romanos se agolpan ante carteles recién puestos que ella no lee, acuciada por el deseo de apartarse de las aglomeraciones peligrosas.

Por fin llega ante una
ínsula
, un inmueble de cuatro pisos desconchado por el fuego. En la planta baja están establecidos un espejero, un vendedor de altramuces y un florista. Livia reconoce inmediatamente el lugar, pese a que no ha ido desde hace más de un año. Los ramos de rosas y de violetas exhalan un perfume dulzón. La luz realza los colores de las coronas fúnebres, sabia combinación de jazmines, lirios, rosas y siemprevivas. La chiquilla rodea el puesto y sube una escalera de piedra que arranca en la calzada, en la esquina de las tiendas. En el primer piso, tensa por efecto del miedo, llama a una puerta.

Una mujer todavía joven, limpia aunque vestida y maquillada con mal gusto, abre prudentemente. En silencio, observa a la niña frunciendo el entrecejo. Cuando abre la boca para despedir a la intrusa, sus ojos se abren con expresión de sorpresa.

—Livia Elia, ¿eres tú?

—Sí, soy yo, tía.

—¡Cómo has crecido! ¿Qué haces aquí? ¡Y en qué estado te encuentras! ¡Pasa, pasa!

Livia entra en el apartamento.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunta la tía observando a la chiquilla con desagrado y compasión.

—Una gran desgracia. ¿Ha llegado mi tío?

—Todavía no. Estará aquí dentro de un momento.

—Necesito hablar primero con él, perdona, tía… Es que… temo que me eche a la calle…

—¡Comprobarás, sobrina, que aquí no se echa a la calle a un miembro de la familia que necesita ayuda! No confundas las cosas: fue tu padre el que se marchó de nuestra casa, su hermano no lo echó. Desde entonces, Sexto Livio no ha dado noticias ni de él ni de vosotros…

—Sí, tía.

—¡Por Venus, pareces una mendiga! ¡Que el rayo de Júpiter caiga sobre esta casa si tu tío te ve así! Ven por aquí…

Tulia Flaca sienta a Livia a la mesa para que sacie su hambre y su sed, antes de darle un paño húmedo para que se lave, un
subligaculum
de lino nuevo para que se lo anude en torno a la cintura, una túnica larga, unas sandalias, y unos peines de hueso para que se desenrede el pelo y se lo recoja. La mujer interroga a la pequeña, pero esta elude contestar pretextando que está demasiado débil para contar dos veces lo sucedido. Finalmente, poco después de mediodía, a la hora sexta, cuando cierran los comercios y los despachos —los romanos trabajan desde el alba hasta primera hora de la tarde y consagran el resto al ocio—, el hermano pequeño de su padre llega cargado de paquetes.

Es uno de los miles de pequeños, funcionarios con los que cuenta Roma en el recinto de la ciudad, fiel al emperador y entregado al pueblo, pero que no ve nunca al primero salvo de lejos, en los juegos del circo o en el anfiteatro, y, en el fondo, no aspira sino a alejarse del segundo. Titular de una renta vitalicia, lleva a cabo su trabajo sin hacerse preguntas, engranaje ínfimo de un sistema tentacular que rige el mundo. Ciudadano modélico pero desprovisto de sentido de los negocios, Tiberio Livio Elio siempre ha envidiado el relativo desahogo financiero de su hermano comerciante, reforzado por su matrimonio con Domitila la cretense. Después de la muerte del tercer hermano, que apaciguaba las disputas pero había elegido la vía militar y había resultado muerto durante la sublevación de los bretones, la animosidad entre Tiberio y Sexto aumentó. Naturalmente, Sexto siempre le ha ocultado a su hermano pequeño su conversión a la palabra de Jesús. Pero hace poco más de un año, en los idus de septiembre, durante un banquete ofrecido por Tiberio, Sexto se negó a tocar un ternero asado que había sido previamente inmolado en el templo de Venus, y prohibió a su esposa y a sus hijos comerlo, siguiendo así los preceptos de Pedro y Pablo. Por prudencia, no dijo la razón por la que renunciaba al plato principal de la comida, presentado con mucha teatralidad y plegarias a los dioses. Tiberio se tomó ese rechazo silencioso por desprecio y el asunto se envenenó. Sexto decidió, pues, que era preferible romper con su hermano de sangre y compartir los ágapes solo con sus hermanos de fe.

—¿Livia? —dice, sorprendido, Tiberio al ver a la chiquilla—. ¿Le ha ocurrido algo a mi hermano?

—La guardia pretoriana arrestó anoche a mi padre, a mi madre y a mis dos hermanos —responde ella con voz trémula.

Tulia invoca inmediatamente a los dioses llevándose las manos a la cabeza, pero el tío Tiberio encaja el golpe. Físicamente se parece a su hermano, aunque está más delgado porque va todas las tardes a la palestra y a las salas de gimnasia de las termas, que su hermano mayor ha renunciado a frecuentar para limitarse a los baños. De hecho, Sexto Livio ha declarado, siguiendo el ejemplo de los cristianos, que el deporte, al favorecer la exhibición y el culto de los cuerpos desnudos, es un fermento de la lujuria.

—¿Cómo has conseguido escapar tú? —pregunta Tiberio.

Por primera vez, Livia relata los sucesos de la noche pasada, llorando, pero cuidándose de no mencionar la presencia de Rafael.

Tulia la abraza, intenta consolarla, y ese gesto proporciona un infinito alivio a la niña. Tiberio, en cambio, no deja traslucir su emoción.

—¿Qué has hecho desde anoche? —pregunta.

—He… he intentado refugiarme en casas de amigos, pero todos habían sido arrestados…

—¿Te han visto? ¿Alguien te ha reconocido? —insiste.

—No… no creo…, no le he dicho a nadie quién soy.

Tiberio deja escapar un profundo suspiro, que Livia no sabe si es de decepción, de alivio o de dolor contenido.

—Lo sabía —susurra—. Lo sospechaba… Siempre se ha creído mejor que nosotros, más fuerte, más instruido, más listo, ¡y ha tenido que adherirse a esa secta de depravados que se toman por profetas y visionarios!

—Tío, tú trabajas en el palacio del emperador… Harás que los liberen, ¿verdad? —suplica la chiquilla—. ¡Tú los salvarás!

Tiberio se deja caer sobre una de las camas del
triclinium
y exhala otro suspiro, que parece impotencia o desesperación.

—¿Dónde está Lépida? —dice a voz en grito, reclamando a la esclava de la casa—. ¡Que me traiga vino inmediatamente!

—La envié a las termas cuando llegó Livia —responde Tulia—. Te lo serviré yo misma.

Tulia sale de la estancia. Tiberio levanta los ojos hacia su sobrina.

—¡Ay, Livia, si pudiera…! —dice—. Pero no soy más que uno de los miles de escribas del palacio del emperador, y hasta los esclavos de Nerón tienen más poder que yo…

—¡Es tu hermano! —se subleva Livia—. ¡El único que te queda!

—No hace falta que me lo recuerdes. Lo sé de sobra.

—Vuestras disputas ya no tienen importancia ahora —añade Livia.

—¿Disputas? Te equivocas, sobrina. Esta vez no se trata de una disputa familiar…, porque tu padre ha renegado de su familia, Livia. Al adherirse a esa secta de antisociales, no solo ha renegado de los dioses de Roma, sino de Roma, del Imperio y del propio emperador. Ha renegado de nuestra historia y de nuestras costumbres comunes, de todo su pasado, de sus padres, de sus ancestros. ¡E incluso a sus poetas, a sus queridos poetas griegos y latinos, también los ha sacrificado en el altar de un mentor iluminado!

—¡Eso es falso! —replica Livia con aplomo—. ¡Somos ciudadanos romanos como vosotros!

—En apariencia, sí —contesta con calma Tiberio—. Pero lleváis una máscara de teatro, y bajo esa máscara no hay más que odio y desprecio hacia nuestras instituciones… Vituperáis a nuestro antiguo panteón afirmando adorar a un solo dios, al que enarboláis como si fuera superior a nuestros doce dioses, pero actuando con semejante arrogancia os tomáis a vosotros mismos por dioses. Nos acusáis de intolerancia, cuando vosotros sois unos fanáticos intransigentes. La verdad es que somos incompatibles, Livia.

La chiquilla no sabe qué contestar. Querría replicarle a su tío, pero algo se lo impide, ciertas palabras que Tiberio ha pronunciado y que —a sus nueve años lo siente confusamente— suenan a afirmaciones acertadas. En ese momento Tulia entra con una bandeja cargada de vino, agua, fruta y pan para la colación del mediodía, el
prandium.

—No obstante —concluye Tiberio con afabilidad—, regresaré al palacio imperial en cuanto haya dado un bocado. Pese a todo, no puedo abandonar a mi hermano como él ha hecho… Debo averiguar qué ha sido de él. Tú quédate aquí —le ordena a su sobrina—. Y tú, Tulia, quédate con ella y, sobre todo, no dejes entrar a nadie.

Hacia las tres, la hora nona, Tiberio está de vuelta. Su semblante es sombrío. No se atreve a mirar a su sobrina. Livia revolotea a su alrededor como una mosca, mientras que Tulia clava sus ojos castaños en los de su marido.

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