Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
Aterrada, Livia se aleja. Lágrimas amargas brotan de sus ojos violeta. ¿Dónde está su familia? ¿En el Mediterráneo? Avanza por el bosque de los mártires acompañada por los habitantes de Roma, que disfrutan del paseo digestivo iluminado por las hogueras. Por un instante, teme encontrarse con sus tíos; después se olvida, fascinada por una aglomeración en el centro del parque. Se dirige hacia la concentración, se cuela entre los romanos y descubre, frente a ella, un espectáculo que hace sonreír a sus vecinos: un individuo de barba blanca está crucificado boca abajo. Con los ojos cerrados y sin ninguna señal de sufrimiento, sus labios parecen murmurar algo inaudible. Livia lo reconoce de inmediato. Se quella pálida y se tapa la boca con las manos.
—Por Hércules, ¿es él, entonces, el cabecilla, el jefe de esa banda de malvados? —pregunta a su derecha una dama tan maquillada que se la podría confundir con una superviviente de las lieras del anfiteatro—. Pero ¿por qué lo han puesto al revés? ¿Una idea de nuestro divino emperador?
—No —responde un decurión—. Parece que ha sido él quien le ha pedido al César que lo pusieran así… por respeto hacia su maestro, un tal Jesús, ha dicho, que durante el reinado de Tiberio fue crucificado…
—¡Qué extraña forma de honrar a su maestro! —interviene un senador que luce una toga inmaculada—. ¡Si yo estuviera en su lugar, me habría suicidado para salvaguardar el honor y no habría pedido morir en esa postura grotesca! Decididamente, esos nazarenos son unos bárbaros reacios a toda clase de civilización…
Como para ratificar la conclusión del senador, un guardia pretoriano avanza hacia el apóstol Pedro, envuelve su cuerpo desnudo en una tela y a continuación la embadurna con un producto negro y pegajoso. Livia considera más prudente apartarse del grupo. «¡Pedro es uno de los condenados!», piensa. Pone la mano sobre el mensaje escondido bajo su túnica. Su impotencia le da vértigo. En medio de la noche, vaga entre las hogueras y las cruces, bosque fantástico plantado de miles de humanos en llamas o condenados a una muerte más lenta. No se fija en los guardias que, tras haber iluminado las hogueras, untan a los crucificados con pez.
La chiquilla siente una mirada sobre ella. Levanta los ojos y reprime a duras penas un grito. Allí, atado a un árbol iluminado por las lenguas del fuego en el que arde, a dos metros, un condenado a la hoguera, con las manos y los pies clavados al tronco cuya corteza está teñida de rojo, se alza Simeón Calva Talvo, el armador judío convertido por Pablo, el iniciador de su padre, su mejor amigo. Mira a Livia, pero no llora; observa a la niña y sus ojos parecen vacíos, resignados. Ella abre la boca, pero él, haciendo una señal apenas perceptible con la cabeza, dice «no». A continuación ruge una frase de Pablo:
—¡Bendecid a los que os persiguen! ¡Bendecid, no maldigáis!
Sobrecogida, Livia pregunta dónde están sus padres y sus hermanos, por qué Simeón no está con ellos en la gran nave que escapa de la ciudad, le parece que grita, que increpa al emperador, a los guardias, a los ciudadanos, pero se percata de que ningún sonido ha salido de su boca. Simeón continúa ahí, gritando «Bendecid a los que os persiguen». Mira las estrellas y deja de fijarse en ella. Lentamente, la chiquilla prosigue su camino. Temblando, mira a todos los mártires, hombres, mujeres y niños. Al cabo de unos instantes, ve a Numerio Popidio Sabino clavado de cualquier manera en un patíbulo. El
librarías
se ha desvanecido de dolor y su cabeza cuelga sobre el pecho.
«¡Es inconcebible, ese hombre es un ciudadano romano!», piensa. Consternada, observa al librero inconsciente, cuyo semblante lívido y petrificado parece indicar que su alma ya se ha ido al reino de Jesús. El sufrimiento que ha marcado sus facciones impresiona a Livia. La chiquilla, en estado de choque, es incapaz de moverse.
De repente, a su espalda se oyen risas y voces. Se vuelve y ve a un auriga, o más bien a un hombre disfrazado de auriga, que arroja sus oropeles al suelo sonriendo: el emperador Nerón en persona no consigue pasar inadvertido pese a su camuflaje.
—Y bien, ciudadanos —dice—, ¿mi fiestecita es de vuestro agrado? ¿No os parece que este parque está un poco oscuro? He preparado para vosotros un espectáculo nocturno que pondrá remedio a eso…
Levanta la mano e inmediatamente sus guardias prenden fuego a los crucificados, previamente untados de pez. Muy pronto, todos los cristianos se transforman en antorchas vivas. En la oscura noche, los jardines del emperador son iluminados por las llamas ile los mártires quemados vivos.
Momentáneamente sorprendido por el carácter inédito del suplicio —ningún príncipe ha utilizado jamás a humanos como medio de iluminación—, el pueblo retrocede unos pasos, asustado por la extensión del incendio. Luego, embriagados por el vino y la matanza, los romanos aplauden. Deambulan por los jardines en un gigantesco y original paseo.
Como en su pesadilla de la noche anterior, Livia mira elevarse las llamas rojas cual lenguas de diablos gigantes. Los árboles danzan bajo las columnas de humo oscuro y acre. No hay pájaros, sino el lamento de miles de ajusticiados. La existencia de la chiquilla se viene abajo. Su familia… ¿Dónde está su familia? Sexto, Domitila, Sexto Junior, Gayo… Continúa buscándolos, pero el calor forma una pantalla transparente que le impide ver cómo los cuerpos de los cristianos se funden y se convierten en cenizas. «El barco —piensa—. Están en el barco que se hace a la mar…» La chiquilla se pone a toser. Suda y tiene dificultades para respirar. Pasa de nuevo por delante de Numerio Popidio y Simeón Galva, a los que ya no reconoce. No son más que antorchas. Por todas partes, el crepitar devastador consume la carne y roe los huesos.
Cuando los alaridos cesan porque el fuego lo ha devorado todo, Livia intenta gritar, hablar, pero los sonidos permanecen bloqueados en su garganta.
Romane, muda de asombro, abrió la boca. Tenía delante a un gigante escapado de uno de los libros de cuentos que le leía su madre. La única cuestión era saber si se trataba de un amable glotón o de un ogro devorador de mujeres y niños.
—Hola, señorita —dijo el coloso con acento extranjero—. Supongo que usted es Romane.
—Mmm… sí —respondió la niña retorciéndose las manos—. Y tú, ¿eres Gargantua o el ogro de Pulgarcito?
—Veamos —contestó muy en serio el titán—, no llevo botas de siete leguas, así que no tienes nada que temer. Solo engulliré cincuenta huevos de avestruz, tres jamones de dinosaurio, diez toneladas de aguardiente y quince quesos camembert…
—Me temo que se me han terminado las existencias de camembert —intervino Johanna—. Estamos en Borgoña, no en Normandia. Pero en lo que se refiere al aguardiente, no habrá problema, mi casera tiene reservas para dar y vender. Entra, Tom. Bienvenido.
El hombre le tendió torpemente a Johanna un ramo de tulipanes.
—Lo siento, había comprado unas golosinas italianas y vino del Vesubio, ya sabes, el famoso
lacryma christi
, pero estoy tan trastornado que me lo he dejado todo en casa, en Nápoles, y no me he dado cuenta hasta que no he subido al avión.
—No pasa nada, ¡ya lo traerás la próxima vez! Aquí no es vino lo que falta —dijo ella con segundas—.Ven a ver…
Arrastró a su amigo hacia la ventana del salón orientada al sur, que ofrecía una vista panorámica de las viñas y el valle del Morvan. Ante la relajante visión, Tom sonrió.
—Ahora, quítate la chaqueta y siéntate —ordenó la anfitriona—.Vas a probar el blanco de Vézelay mientras yo chapoteo con mi hija. Será un momento. Después tomaremos el aperitivo, cuantío le sirva la cena a Romane. Luego, ella irá a acostarse y podremos cenar nosotros charlando tranquilamente…
—¡No tengo sueño! —objetó la chiquilla—. ¡No quiero irme a la cama, quiero quedarme con Gargantúa!
—¿Tan gordo me encuentras?
Romane observó al gigante bueno, cuya edad, a simple vista, calculó que era un poco superior a la de su madre. Era inmenso, pero, en realidad, grasa no tenía. Tampoco estaba delgado, más bien era ancho, pero musculoso. Llevaba el pelo, rubio, muy corlo, y estaba tan bronceado que el azul claro de su mirada parecía blanco. Eso le daba un aspecto extraño, como si no tuviera iris, solo dos pupilas negras en medio de unos ojos opalinos. Sus manos, proporcionales al resto del cuerpo, parecían la gran tabla sobre la que Johanna cortaba la carne. En cuanto a sus pies, Romane se preguntó si la señora Bornel no podría plantar flores en sus zapatos, del tamaño de jardineras.
—Verás, Romane, en mi país casi todos somos así de grandes…
—¿De qué país eres?
—De Nueva Zelanda. Es un país insular cuyas dos islas principales se llaman la isla Humeante, al norte, porque está llena de volcanes, y la isla de Jade, al sur, en la que se extienden verdes bosques tropicales, montañas y praderas… Está muy lejos, en el otro extremo del mundo…
—Ah, eso pinta muy bien —dijo ella, fascinada—. ¿Y por qué te has marchado de tus islas?
—Pues porque tengo el mismo oficio que tu mamá y trabajo en un sector que no existe en Nueva Zelanda.
—¿Cómo es eso? ¿En tu país no hay viejos cementerios ni iglesias con nombres en latín? ¿No tenéis muertos con sus huesos?
Johanna regresó con una botella de vino blanco y consideró oportuno interrumpir la conversación.
—Romane, es la hora del baño. Sé buena, sube conmigo sin protestar y después vuelves con Tom.
Romane le dirigió a su madre una mirada afligida, pero fue con ella al piso de arriba. Por el camino, se volvió para observar al gigante.
—Oye, mamá —susurró—, es amable, pero un poco raro…
—¡Encantado de volver a verte, Johanna! —dijo Tom, haciendo un brindis—. Me habría gustado que… En fin, me alegro mucho de estar aquí contigo… con vosotras —rectificó mirando a Romane, que se comía su plato de pasta a regañadientes—. Gracias por haberme invitado.
—¡Por ti, Tom! Yo también estoy muy contenta. ¿Cuándo nos vimos por última vez? Hace un siglo, ¿no?
—Para el cumpleaños de Florence, en febrero… Hace ocho meses… Acababan de nombrarme director y tú ya te aburrías como una ostra en tu laboratorio… ¡Qué bien estáis aquí! Me encanta esta casa. Tendrás que enseñarme la basílica y tus excavaciones.
—Pues claro.
—Y me siento muy honrado de conocer por fin a esta encantadora señorita —dijo, alzando la copa en dirección a Romane—. Me habían hablado tanto de ti…
—Ah —repuso ella empuñando el tenedor—, ¿tú no tienes ninguna hija?
—Romane —intervino su madre—, ya te he explicado que no se pregunta a las personas mayores si tienen hijos, o marido, o mujer. No es de buena educación.
—¡Déjalo, Jo, no pasa nada! Verás, a mis cuarenta y cinco años, no tengo ni hijas ni hijos. Ni mujer ni novia tampoco. Vivo solo para mi trabajo. Me encanta mi oficio.
—¿Ese que no puedes hacer en tus islas?
—Exacto. Por cierto, tengo una cosa para ti —dijo, sacando la cartera del bolsillo de los vaqueros—. La encontré durante mi primera campaña allí, hace mucho tiempo. Di con un stock tan grande que me permitieron quedarme una… Es mi amuleto… ¡Te lo regalo!
Tom le tendía una moneda a la niña. Esta se levantó, la cogió, dio las gracias y la observó. Estaba tan abollada que ya no era muy redonda.
—Es un denario de plata —añadió Tom—, Muy antiguo…, de junio del año 79 después de Cristo. En la época de la erupción, esta moneda acababa de ser acuñada.
Romane continuaba examinando el objeto. En el centro de la moneda, en relieve, destacaba un rostro de perfil, el de un hombre entrado en carnes, de nariz puntiaguda, barbilla prominente y cuello de toro. El busto estaba aureolado por una inscripción.
—El sí que está gordísimo —señaló—. ¡Es grande y gordo como un auténtico ogro! ¿Quién es?
—
Imperator Titus Caesar Vespasianus Augustus Pontifex Maximus
—respondió Tom—. El emperador Tito César Vespasiano Augusto, sumo pontífice —tradujo—Abreviando, el emperador Tito.
La niña se echó a reír.
—Ja, ja, ja! ¿Tito? ¡No es posible! ¡Tito no es un nombre de rey, es un nombre de perro!
—Pues te aseguro que fue un gran emperador, muy querido por su pueblo y llamado «la delicia del género humano» por Suetonio, pese a que solo reinó dos años… Antes, se había distinguido por aplastar la primera sublevación de los judíos, destruir Jerusalén y el Templo construido por Herodes. En Judea, se enamoró perdidamente de Berenice, la reina de los judíos, y…
—¿Cómo murió? —lo interrumpió la chiquilla.
—Oficialmente, de la peste, aunque actualmente los estudiosos se inclinan más bien por la malaria aguda, después de haberse preguntado durante mucho tiempo si su hermano Domiciano no habría precipitado un poco su fallecimiento para acceder al trono…
—¿Quieres decir que su hermano lo asesinó?
—Romane, ¿quieres que esta noche te lea Tom un cuento en tu habitación? —consideró oportuno intervenir Johanna.
—¡Sí, sí!
—Entonces, vuelve a sentarte y termínate el plato. Después comerás queso.
—¿Podré dormir con Tito esta noche, mamá?
Aunque Johanna no veía cómo un emperador romano de plata podía sustituir a un padre abad medieval y felino, aceptó.
—Con la condición de que no te acerques la moneda a la boca. ¿Qué historia quieres que te cuente Tom?
—¡La de Barba Azul!
—No tardará en dormirse —susurró Tom saliendo del dormitorio—. No recordaba lo sangrienta que es esa vieja historia…
—Como todos los mitos —contestó Johanna—. Acompáñame, voy a enseñarte una cosa.
Johanna llevó a Tom al cuartito de invitados.
—En vista de tus dimensiones, te dejo mi cama para el fin de semana, estarás más cómodo —dijo, arrodillándose delante de la caja fuerte—.Yo dormiré aquí.
—Johanna, no quiero ser una molestia!
—¡Chisss…! —lo interrumpió ella mientras introducía el código.
La caja fuerte se abrió y la joven sacó la figura.
—Mira esto y dime qué te parece —ordenó, tendiéndole el objeto al arqueólogo.
Tom cogió la escultura, la observó, le dio la vuelta, pasó sus grandes dedos por la madera en una caricia infinitamente delicada.
—Es espléndida —murmuró—. Muy conmovedora… El artista amaba a María Magdalena… La amaba… casi de un modo carnal, es más que devoción religiosa, es una adoración incondicional y pasional…, la veneración de un icono, pero también el amor de un hombre por una mujer…