La palabra de fuego (6 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—¿Piensas, entonces, que debemos temer por la vida de Pedro y de nuestros hermanos y hermanas encarcelados? —insiste Rafael.

—Ignoro qué intriga va a sugerirle Popea a Nerón y qué estrategia política va a seguir el emperador —responde Sexto Livio Elio suspirando—. Tengo miedo por mi familia. Mañana iré a la prisión y te acompañaré a las termas. Pero cuando caiga la noche llevaré a los míos lejos de Roma. Simeón Galva me ha proporcionado un barco. Vamos a refugiarnos en Délos, en casa de los padres de Domitila, en espera de que las cosas se calmen. Tú puedes quedarte aquí si quieres, mi casa es la tuya, querido hermano…, a menos que prefieras venir con nosotros a Creta.

—Gracias, hermano. Te lo agradezco infinitamente, pero no puedo marcharme de Roma mientras no haya hablado con Pedro. Tengo que encontrar una manera de llegar hasta él, aunque sea haciendo que me encarcelen a mí…

Llamas rojas se elevan como lenguas de diablos gigantes. Las paredes de la habitación danzan bajo las columnas de humo oscuro y acre. El techo cruje y cae en una lluvia de cenizas multicolores que revolotean por la estancia como miríadas de pájaros asustados. Los tabiques se ponen negros, se agrietan y finalmente se desploman. El calor forma una pantalla transparente que hace temblar las literas de Sexto y Gayo.

El fuego se transforma en río ardiente, se desliza como una serpiente sobre el pavimento de la habitación y lame los pies del lecho de Livia. La chiquilla se pone a toser. Suda y le cuesta respirar. Cuando el torrente en fusión sube de nivel, profiere un grito y se despierta bruscamente.

Su hermano mayor se da la vuelta gruñendo. Gayo ronca. En la oscuridad del dormitorio, la niña olfatea el aire temiendo oler a humo, pero no advierte nada sospechoso. Se frota los ojos y las sienes para olvidar la pesadilla. Desde el incendio de la ciudad, hace dos meses y medio, tiene a menudo ese sueño, que la deja angustiada y agotada. Después, las terribles imágenes continúan danzando de tal modo ante sus ojos que es incapaz de volver a dormirse. Entonces, discretamente para no despertar a sus hermanos, se levanta y se refugia en la cama de Magia. Esta última, esclava pero considerada un miembro más de la familia, la estrecha entre sus brazos y la niña concilia por fin el sueño.

Livia aparta despacio la manta y la colcha adamascada, y sus pies desnudos tocan el
toral
, la alfombrilla. No se toma la molestia de ponerse las sandalias ni de recogerse los largos cabellos negros. Vestida con el
subligaculum
, pieza de tela rectangular sujeta en la cintura, y la túnica» que lleva día y noche, sale de la habitación y se precipita a la cocina, donde, en un cuartito cerrado con una cortina, descansa Magia.

Livia descorre lentamente la cortina y está a punto de proferir otro grito. Sobre la yacija de la esclava yace el hombre barbudo que ha venido de muy lejos para ver a Pedro. ¿Dónde duerme Magia? Seguramente en la habitación de sus padres. Livia suspira, sin saber dónde buscar un poco de consuelo. Luego sonríe y sale de la casa por la puerta trasera, que deja entreabierta, al gran patio cuadrado del inmueble de cuatro pisos.

En la planta baja se encuentra, perpendicular a su vivienda, la tienda de su padre, enfrente del almacén de Calpurnio Gracio Flaco, que vende alfombras y telas preciosas importadas de las provincias romanas de Asia. Al otro lado del patio se extiende la vivienda del mercader de tejidos y delante dormita el compañero de juegos preferido de Livia: el perro de Calpurnio Gracio Flaco, un enorme bastardo marrón claro.

El animal, alerta, ya ha reconocido a la chiquilla y, tirando de la cadena, mueve la cola y rasca el suelo al oírla acercarse. A la luz de la luna, Livia lo rodea con los brazos mientras él le lame la cara. El perro emite gemidos y coge con la boca una pelota de cuero.

—No —susurra ella—, si nos ponemos a jugar ahora, despertaremos a todo el mundo… Voy a desatarte, pero tienes que estar tranquilo. Eso es, muy bien, túmbate a mi lado…

El perro, dócil, obedece. La niña, descalza y tiritando de frío, se tiende contra su gran cuerpo caliente y le cuenta al oído la pesadilla.

De repente, el perro se yergue y empieza a gruñir. Al otro lado del patio suena un ruido sordo que parece provenir de la casa. Livia se sienta en el suelo. Apenas tiene tiempo de preguntarse lo que pasa cuando el perro se pone en pie y se precipita hacia la morada de la niña. Ella oye sus ladridos furiosos, gritos, ruidos metálicos y una queja aguda, y distingue una forma clara que se arrastra por el suelo. Livia atraviesa el patio corriendo y descubre el cadáver ensangrentado del perro. Por el resquicio de la puerta, ve una multitud de piernas y reconoce la parte inferior del uniforme de la guardia pretoriana.

Aterrorizada, retrocede e, instintivamente, se esconde detrás de un ejército de ánforas que descansan en el suelo, en cuyo interior envejece el vino de su padre. De rodillas, con las manos sobre la boca, los ojos muy abiertos y sudando de miedo, oye las carreras de los soldados, reconoce la voz de su padre, le parece oír el llanto de su madre y de Magia, más gritos, los sollozos de sus hermanos, órdenes, ruido de espadas y después nada más.

Se ha hecho de nuevo el silencio, tan atronador como un cataclismo. Livia no se atreve a moverse. Su hermosa mirada violeta está clavada en el cuerpo sin vida del perro. En los pisos superiores, los vecinos parecen no haber advertido nada, nadie acude, ni siquiera Calpurnio Gracio Flaco. Entonces, temblando, se decide a ponerse en pie y entrar en la casa.

Con paso lento e inseguro, va hasta su habitación. Las mantas de las camas de sus hermanos están en el suelo, pero la estancia está vacía. De puntillas, entra en el
cubiculum
de sus padres y descubre un cuerpo tendido junto a un lecho improvisado de paja. Se acerca y reconoce a Magia. La esclava no se mueve. Tiene las manos sobre su cuello cortado, del que fluye un líquido oscuro. Livia está petrificada y no puede tocarla. Los baúles de ropa de su padre y su madre están abiertos; su contenido, diseminado por el suelo; el orinal, volcado. El colchón y la almohada de sus padres están rajados, y la lana que los llenaba está esparcida sobre el
toral
de la cama conyugal labrada. Ningún rastro de su padre ni de su madre. Livia se queda postrada ante el cuerpo de Magia, que debería haberla reconfortado y está cada vez más frío.

Un gemido la sobresalta. Sale del
cubiculum
y, con paso vacilante, entra en el comedor. Nadie. ¿Dónde están sus padres y sus hermanos? ¿Se los han llevado los guardias? ¿Adónde? Oye de nuevo un lamento, bastante cerca. Sale del
triclinium
y se aventura por la antecocina. Allí yace Rafael, el mensajero. La sangre tiñe su vientre de rojo, pero está vivo. Se retuerce de dolor.

—Li… Livia, ¿eres tú? —gime al ver a la niña—. ¡Estás sana y salva, gracias a Dios! ¡Agua, por favor, dame agua!

La pequeña coge una jarra, da de beber al herido con mucha dificultad y le pasa un paño mojado por la cara.

—Tienes… —prosigue el galo, tosiendo—, tienes que escapar, hija…, tienes que esconderte.

—¡Pero eso es imposible! —exclama ella—. ¿Dónde están mis padres? ¿Qué les han hecho? ¿Están heridos?

—No, no lo creo… A estas horas deben de estar en prisión…

—Pero… ¿y mis hermanos?

—No lo sé, Livia. Se los han llevado a los cuatro, eso es lo único que he visto. He intentado interponerme y uno de los guardias me ha perforado el vientre… Creo que voy a reunirme muy pronto con nuestro Señor…

—¡No, no! ¡No puedes dejarme sola! —dice ella llorando—. ¡Magia está muerta! ¡Tienes que ayudarme a encontrar a mis padres!

La pequeña grita de dolor y de desesperación. Rafael le coge una mano con sus dedos ensangrentados.

—Cálmate —murmura—. Por favor, no deben oírnos… Si no, pueden volver…

Al oír estas palabras, la chiquilla, aterrada, deja de llorar.

—Escúchame atentamente, Livia…

A Rafael le cuesta cada vez más hablar.

—Escúchame —repite—. Debes esconderte, pero no en casa de los discípulos de Jesús… Tus padres deben de tener todavía amigos que no son cristianos, ¿no? Familia quizá…

—Padre rompió con su hermano cuando este quiso hacerle comer un ternero que había sido sacrificado en el templo de Venus… A su otro hermano, que era jefe militar, lo mataron durante la sublevación de los bretones… La familia de mi madre está en Creta… En Roma, nuestros mejores amigos son judíos o cristianos…

—No… Debes buscar refugio en casa de paganos, Livia…, y sobre todo no decir que formas parte del Camino… ¿Comprendes?

—Sí… no… Quiero ir con mi madre…

La chiquilla rompe de nuevo a llorar.

—Livia, te lo suplico, tienes que huir y refugiarte en casa de ciudadanos romanos que estén fuera de toda sospecha… Yo no puedo ayudarte… Oye, presta atención… ¿Recuerdas para qué he venido a Roma?

—Para ver a Pedro, el primero de los apóstoles.

—Exacto. Para transmitirle un mensaje. Por desgracia, he llegado demasiado tarde… Pero tal vez tú consigas llegar hasta Pedro.

—¡Lo han arrestado también! —replica Livia sollozando.

—Lo sé, pequeña… Pero quizá Dios le permita escapar, como cuando un ángel lo liberó de las mazmorras del rey Herodes… Por favor, ve a buscar algo para escribir… Rápido…, apresúrate…, una tablilla de cera no…, papiro…

Livia, deshecha en lágrimas, titubea, pero la mirada suplicante de Rafael la empuja a ir al despacho de su padre. Coge un trozo de caña y tinta, pero, dominada por el pánico, no encuentra ninguna hoja virgen. Las tablillas están llenas de cuentas de Sexto Livio Elio. En los cofres reposan los tesoros venerados por su padre: rollos de papiro, los
volumina
, en latín y en griego, papiros egipcios cubiertos de extraños dibujos. Las lágrimas le nublan la vista a la chiquilla, que ya no sabe lo que hace, sola, lejos de los brazos y de la protección de los suyos.

Perdida, pasa un buen rato de pie delante de las cajas de madera labrada, hasta que por fin abre un cofre y saca de él una obra al azar. Desenrolla el rollo de papiro y arranca un trozo antes de tirarlo al suelo.

Cuando vuelve, largos surcos negros cruzan la piel amarillenta del rostro de Rafael. Con voz ronca, este le dice que tiene frío y ella lo tapa con el cubrecama de Magia. El hombre tiembla y no puede hablar. Pero le indica a Livia que lo ayude a incorporarse y se apoya en la pared. Sin pronunciar palabra, respirando entrecortadamente, coge la hoja y la caña y se pone a trazar unos signos que Livia no comprende.

A sus nueve años, la niña asiste a la escuela primaria pública desde hace dos, sabe leer y escribir en latín y ya posee sólidas nociones de griego gracias a su madre. No reconoce esas lenguas en las extrañas palabras que escribe Rafael. No es ni latín ni griego… ¿Serán jeroglíficos egipcios? ¿O acaso galo? El alfabeto no se parece a nada que ella haya visto…

—Es arameo —dice el provenzal, haciendo un esfuerzo supremo—. La lengua de nuestro Señor Jesucristo. Estas palabras son su discurso secreto, su mensaje oculto. Toma, y no reveles este mensaje a nadie que no sea Pedro. ¿Lo prometes? A Pedro… o al apóstol Pablo. A nadie más… Pedro… o Pablo… solo ellos son capaces de entender esta revelación… y de responder a María de Betania… Ahora, vete, déjame… Huye, Livia, huye… Jesús… Jesús Salvador…

Livia se queda plantada allí, incapaz de apartarse de ese hombre agonizante al que todavía ayer no conocía y que es la última persona que ha visto su mundo, el cual acaba de desmoronarse. Piensa en Magia, inerte en la habitación de al lado, en la casa desierta, en el perro, piensa que cuando Rafael haya dejado también de respirar estará absolutamente sola por primera vez en su existencia. Sola, amenazada, sin saber adonde ir ni qué hacer para reunirse con su familia.

Los ojos negros del galo quedan velados por la misma pantalla transparente que en su pesadilla. Rafael abre los labios para hablar, sin duda va a apelar de nuevo a Jesús. Pero ningún sonido sale de su garganta. Con los ojos y la boca abiertos, permanece inmóvil.

Livia mira la hoja, que se enrolla naturalmente sobre sí misma. Las palabras ocultas de Cristo le resultan totalmente incomprensibles. La mensajera ahora es ella, pero mensajera de un misterio cuyo sentido Rafael no le ha desvelado. ¿Cómo va a llegar hasta Pedro, si está encarcelado? ¿Dónde se encuentra Pablo, el apóstol que la bautizó? Ya no está en la ciudad, seguramente se ha ido muy lejos. Ella no es más que una niña perdida y abandonada, ¡jamás logrará cumplir semejante misión! Las lágrimas, por un instante interrumpidas, se agolpan de nuevo en sus ojos. El mensaje le quema las manos. Rafael ha dejado en él un rastro de sangre. Ella intentará entregar el papel, pero antes de nada debe encontrar a los suyos.

Le da la vuelta a la hoja.

Livia reconoce inmediatamente el poema del que la ha arrancado sin contemplaciones. Es una de las obras preferidas de su padre:
La Eneida
, de Virgilio. Le parece oír su voz familiar recitando los versos.

Capítulo 6

En su porción de terreno, Johanna sintió que un escalofrío le recorría la espalda. No era la primera vez desde el inicio de las excavaciones. No se trataba de verdadero miedo, sino más bien de un temor vago y sin fundamento, a no ser que fuera la reminiscencia de su anterior campaña, en Mont-Saint-Michel. Por más que se decía que no temía nada excepto no estar a la altura, esa memoria del cuerpo, que no atendía a razones y que guardaba en sus células, en su piel, el recuerdo del peligro, era más fuerte que ella.

La llamada de Tom había reforzado esa impresión hasta entonces confusa. Como una evidencia matemática, la colisión de las palabras «arqueólogo» y «asesinado» había reavivado imágenes atroces: varias veces al día, todas las noches, Johanna era asaltada por visiones de pesadilla cuyos colores crudos resucitaban un pavor que el duelo no había atenuado.

Había hablado de la tragedia de Pompeya con fray Pacifique, quien había intentado en vano aplacar su angustia diciéndole que rezaría por el alma de aquellos dos desdichados, la víctima y su verdugo.

Pese a las preguntas de Johanna, Tom se había mostrado evasivo. De todas formas, nadie sabía nada. Nadie, salvo el asesino. Por el momento, no se tenía ninguna idea acerca de su identidad, y todavía menos acerca de los motivos de su acto. Ante el desasosiego de su amigo y movida por una curiosidad tan intensa como morbosa, Johanna le había propuesto que fuera a descansar unos días a Vézelay. Tom había aceptado. Retenido por la investigación policial y los deberes respecto al muerto, no pensaba que pudiera estar libre antes de varios días. Hacía dos, la había llamado para anunciarle su llegada esa misma noche, el jueves 9 de octubre. Johanna le había propuesto que se quedara hasta el domingo, convencida de que no vería a Luca hasta la semana siguiente. Prefería estar a solas con el arqueólogo. Pese a lo unida que estaba a Luca, un oscuro instinto la empujaba a mantenerlo apartado de Tom y del drama de Pompeya. Era como si le negara una parte de sí misma, la más funesta, vinculada a un pasado cuyo dolor su cuerpo exhibía a cada paso.

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