La palabra de fuego (27 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—¿Y la psiquiatra infantil de Necker?

Johanna aspiró el aroma del vino tinto y paseó el prestigioso Côtes du Rhône por su boca sin ninguna prisa. Delicioso.

—Ah, sí, la doctora Marquel… —dijo, como si se tratara de un recuerdo que se remontaba a varios años atrás.

Se calló, con la mirada azul acero perdida en la lejanía. Había llegado de Vézelay hacía una hora, y apenas había tenido tiempo de cambiarse el grueso jersey de lana y los vaqueros manchados de tierra por una blusa roja que contrastaba con su tez pálida y sus cabellos negros, y un traje sastre de franela gris antracita que realzaba su silueta. El yacimiento estaba cerrado hasta el lunes por la mañana, pero esa cita al día siguiente le hacía perder un día de colegio a su hija… Bueno, quizá valiera la pena; además, esperaba volver a Borgoña lo antes posible. Aquel jueves de fines de noviembre, sin embargo, París estaba como ella lo prefería: frío, gris, húmedo, sin turistas y deslumbrante de luces artificiales. Isabelle había insistido en quedarse con su ahijada para que ella saliera a cenar con Luca antes de que este se marchara. Johanna había acabado por ceder al ver la ilusión que le hacía a su hija pasar una velada a solas con su madrina. A Romane le faltaba casi un mes para cumplir seis años… Un mes… Le parecía una eternidad…, un infinito impenetrable interceptado por el muro de la enfermedad, una perspectiva oculta por la terrorífica incertidumbre de la patologia desconocida, luego incurable.

—Bueno, Jo, ¿qué te ha dicho la doctora Marquel?

—Me soltó una perorata sobre la etapa edipica y el doble significado del síntoma en el niño: el significado manifiesto (la tos, la fiebre) y el significado oculto, simbólico, que hay que descifrar, el cual sería la expresión de un conflicto «silenciado» que es preciso interpretar para aplicar una terapia apropiada… En resumen, quería saber si nos habíamos trasladado recientemente, cómo criaba a mi hija…, me hizo un montón de preguntas sobre su padre…, todo ello sin conseguir desvelar el famoso significado oculto…

—¡Una sesión es muy poco para llegar hasta ahí!

—Sin duda, tanto más cuanto que, según la psiquiatra, pese al sufrimiento, el niño se aferra por encima de todo a su síntoma, mucho más que el adulto, pues ese síntoma le permite expresarse.

—Está claro. Recuerdo que cuando Antonella dejó de darle el pecho a Silvia…

—Por favor, Luca —lo interrumpió Johanna con delicadeza—, quiero mucho a tus hijos, pero esta noche no…

—Ya, como de costumbre, lo que no tiene que ver con tu hija no te interesa.

—Eres cruel e injusto.

Serge les llevó los platos. El palomo de Johanna estaba sumergido en una salsa oscura y humeante con aromas de bosque. La aspiró a pleno pulmón, con la esperanza de que el fuerte olor detuviera las lágrimas que notaba agolparse en sus ojos.

—Perdona, Jo —susurró su compañero—. No pienso lo que he dicho. Sé que la situación es difícil…, estoy lejos muy a menudo… y en cualquier caso no soy el padre de Romane… Respecto a esa cuestión, ¿la doctora Marquel no cree que su «conflicto silenciado» se deba a la ausencia del padre?

—Muchas mujeres crían solas a sus hijos sin que desarrollen síntomas de ese tipo.

—No cabe eluda, pero tu caso es especial: Romane está inscrita como de padre desconocido, no lleva su apellido, él desapareció en el mar sin dejar rastro, no hay cuerpo, no hay tumba, es como si tu hija hubiera nacido de un fantasma.

—A veces le enseño una foto suya, o sea, que tiene consistencia física. Ella sabe lo esencial, es decir, que él y yo nos queríamos y que murió.

—¿No vas a hablarle nunca de lo que sucedió antes de su muerte?

—Por el momento, no.

—Y a mí, ¿vas a contármelo algún día? Me refiero a lo que realmente pasó, no a la versión oficial para la prensa, la policía y tus amigos.

—Esta noche no, Luca.

Se había comportado como un idiota. Era un mal momento, Johanna estaba demasiado preocupada por la enfermedad de su hija para desvelar el fondo de esa historia. Veía por su expresión que había cerrado la puerta. Sin embargo, no hacía falta ser psiquiatra o brujo para adivinar que el origen de los problemas de Romane era ese padre envuelto en el misterio, los acontecimientos traumáticos vividos por su madre y silenciados… En el semblante impenetrable de Johanna se agazapaba el verdadero conflicto, el significado oculto de los síntomas de la pequeña. ¿Cómo podía estar ciega hasta ese punto? ¿Cómo una madre tan amante no sentía que su hija expresaba lo que ella se obstinaba en callar?

Muda, sin levantar la mirada del plato, la arqueóloga devoraba el palomo. Luca consideró que era preferible volver a la espinosa cuestión dando un rodeo.

—Supongo que no habrás buscado al hipnotizador en el listín de teléfonos. ¿Quién te lo ha recomendado?, si se puede saber.

—Isabelle —respondió ella, con la boca llena—. Cuando Ambre nació, Tara, que tenía ocho años en aquella época, empezó a hacerse pipí en la cama. Isa lo intentó todo, pediatra, psicólogo… Nada funcionaba. Un día, una compañera de la redacción le habló de este hipnotizador. Cansada, llevó a su hija y, en tres sesiones, asunto solucionado.

—Mmm… Me parece demasiado bonito para ser verdad…

—¡Pobre de ti como le digas algo sobre esto a Isa cuando volvamos!

—No pongo en duda que funcionase en aquella ocasión con Tara. Pero la patología de tu hija parece más grave que la enuresis…

—Precisamente por eso, no tengo nada que perder probando otra terapia. El propio Freud, al principio del psicoanálisis, recurría a la hipnosis. Si admites que se trata simplemente de llegar, no a un adormecimiento, sino a un estado de consciencia «modificado» susceptible de hacer que el paciente baje las barreras, a una percepción distanciada del tiempo y del espacio, propicia a la verbalización de ese significado oculto del que hablaba la psiquiatra infantil, no veo de qué manera puede ser peligroso…

—Es peligroso porque Romane solo tiene cinco años y porque, bajo los efectos de la hipnosis, pueden hacerle decir cualquier cosa.

—Creo que tienes una mala imagen de esta disciplina, Luca, la que transmiten la televisión y los espectáculos. De todas formas, estaré con ella, no pienso dejarla ni un segundo sola con ese hombre.

—En eso estoy de acuerdo contigo.

Luca esperó unos instantes antes de formular la pregunta que se le atravesaba en la garganta.

—Dime, ¿no tienes ninguna idea de lo que pasa en la cabeza de tu hija por la noche? Debes de tener algunas hipótesis sobre lo que intenta decirte con sus síntomas.

Johanna se había terminado el palomo. Dejó despacio el cuchillo y el tenedor antes de responder:

—Yo creo que todo esto que le pasa es por mi culpa.

—¡No, Jo! Tu reacción de culpabilidad es normal, pero yo no creo que…

—Forzosamente soy responsable, puesto que soy su madre. O bien algo no funciona en nuestra relación, lo que significa que he hecho algo mal, no sé, quizá no debería haber venido a Vézelay, o bien…

—¿Sí?

—O bien…, aunque es el vivo retrato de su padre, su semejanza conmigo no se limita a la miopia, nos parecemos más de lo que yo creía…

—¿Qué quieres decir?

Johanna vacilaba. Temía el lado cartesiano de Luca. No obstante, acabó por lanzarse, con la ayuda de una gran copa de cornas.

—Todo empezó el día que cumplí siete años. Tenía entonces pesadillas violentas. A diferencia de Romane, yo no tenía fiebre, no tosía y me acordaba de todo a la mañana siguiente. Sin embargo, esos sueños me torturaron mucho hasta…

—¿Hasta que le hablaste de ellos a un hipnotizador? —bromeó Luca.

—Hasta que supe con certeza que no emanaban de mí sino de fantasmas del pasado que… que, en cierto modo, me pedían ayuda a través del sueño. La primera vez, vi a un monje benedictino colgado de las cuerdas de un campanario, después a otro que se ahogaba en el mar, y por último soñé con la inmolación por el fuego de un tercer hombre. En las tres pesadillas se trataba de un asesinato y, al final de cada una, aparecía, como una recurrencia fúnebre, un monje decapitado que pronunciaba una misteriosa frase en latín: «
Ad accedendum ad caelum, terrain fodere opportet
», que significa: «Hay que excavar la tierra para acceder al cielo». Creo que, inconscientemente, esa sentencia suscitó mi vocación de arqueóloga. No obstante, tardé mucho en interpretarla correctamente… Un día, finalmente comprendí que el monje sin cabeza era un espectro del pasado, un benedictino que vivió en el siglo XI, fray Román, y que me necesitaba.

Luca estuvo a punto de atragantarse con una espina.

—Johanna, ¿es una broma?

—En absoluto. Y lo que temo es que Romane esté viviendo lo mismo.

Veinte minutos más tarde, Johanna y Luca caminaban en silencio por la calle Saint-Jacques en dirección a la calle Henri-Barbusse.

Luca fumaba un cigarrillo, con las manos metidas en los bolsillos de su largo abrigo de cachemira. Tenía la expresión enfurruñada de los momentos que siguen a una pelea. A su lado, Johanna cojeaba, y las aletas de la nariz le temblaban debido al frío y al resentimiento que se siente tras un conflicto. En el año y medio que llevaban juntos, era la primera vez que Luca y ella discutían.

«No debería haberle hablado de mis antiguas pesadillas y todavía menos de fray Román —pensó la arqueóloga—. Si lo sacas de su música, no entiende nada. ¡Qué limitados son los artistas! ¡Tachan de locura lo que no pertenece a su imaginario! No pensaba que fuera de mente tan cerrada… Mira por dónde, me entristece un poco menos que se vaya mañana para estar varias semanas fuera.»A la altura del Panteón, Johanna sintió el peso de una mirada sobre ella. Se detuvo en seco y observó los alrededores. Por la acera deambulaban grupos de estudiantes que salían de la biblioteca Sainte-Geneviéve para ir a uno de los bares de la calle Soufflot en busca de calor. A su izquierda, el monumento a los muertos ilustres despedía un resplandor amarillo, tras la cristalera del restaurante de enfrente unos desconocidos engullían chucrut y entrecots con patatas fritas. Pestañeó, se volvió, pero no vio a nadie sospechoso o conocido. Alcanzó a Luca y continuó rumiando, a la vez que echaba de cuando en cuando un vistazo por encima del hombro.

En el vestíbulo del inmueble, sacó las llaves y pasó delante de Luca sin decir palabra. Rogando al cielo que su hija estuviera plácidamente dormida, abrió despacio la puerta. Isabelle no estaba en el salón y la puerta del dormitorio estaba entreabierta. Por la abertura escapaban grititos de animal acosado. Entró precipitadamente en la habitación, con el corazón desgarrado por el espectáculo que sabía que iba a encontrar.

Isabelle le daba la espalda y no advirtió su presencia. Sentada en el borde de la cama, con una mano tenía firmemente cogida la de Romane y, con la otra, humedecía el rostro de la chiquilla con un paño mojado, pronunciando palabras cariñosas y tranquilizadoras.

Esta atención maternal no parecía surtir ningún efecto en Romane, quien, con los ojos cerrados, la cara roja a causa de la fiebre y lágrimas en los ojos, abría la boca para proferir gritos espasmódicos, mientras que su cuerpo se ponía rígido, preso de un terror indescriptible. De repente, contuvo la respiración antes de ponerse a toser violentamente.

Extenuada por la pena y la impotencia, Johanna se arrodilló al pie de la cama y rompió a llorar. Apenas oyó a Isabelle decir: «Tenía 40 °C hace diez minutos. Ya no sé qué hacer». Después notó la mano caliente de Luca posarse con ternura en su nuca.

—Jo, lo siento muchísimo —dijo este con voz trémula—. No me había dado cuenta… Me he comportado como un imbécil. ¡Perdóname!… Ve a consultar a ese hombre mañana. Aunque no sea más que un vulgar ensalmador, no tienes nada que perder.

La consulta del hipnotizador estaba situada en un pasaje particular junto al parque Montsouris, al sur del distrito XIV. Desde Port-Royal, a aquella hora muerta del día, el taxi apenas había tardado diez minutos en llegar, pero Johanna había estado a punto de dormirse en el mullido asiento. Pagó y bajó con dificultad del coche. Tenía mil años.

Llevando a Romane de la mano, se adentró en la calle adoquinada en la que crecían viejos árboles y estudios de artistas, que en otros tiempos le habría parecido encantadora. Ese día, a duras penas distinguía las vidrieras restauradas y pasaba cojeando por delante de los grandes árboles desnudos que le hacían pensar en esqueletos arrogantes.

—Mamá —dijo la pequeña—, ¿por qué vamos a ver a otro doctor, si no estoy enferma? Yo quería ir al colegio con Chloé, y echo de menos a Hildeberto, y…

—Romane, te prometo que después de haber visto a este señor volvemos inmediatamente a Vézelay. Mañana es sábado y Chloé vendrá a comer con nosotras y a pasar la tarde en casa. Os haré patatas graduadas con un montón de nata…

Una sonrisa iluminó un instante el rostro apagado de la chiquilla.

Al final de la calle, Johanna llamó a una verja de hierro forjado negra. La casita a la que cerraba el paso parecía una cabaña de mazapán de un cuento infantil que el narrador hubiera olvidado en un rincón de su cabeza: las paredes ocre adquirían un feo color marrón, el tejado no había visto un tejador desde hacía siglos, la chimenea se inclinaba al estilo torre de Pisa y el jardincillo, delante, estaba abandonado. A Johanna aquello no le pareció alentador, menos aún teniendo en cuenta que no iba nadie a abrir. Llamó de nuevo y apretó más fuerte la mano de su hija.

—¿No está el doctor, mamá?

—No lo sé…

En ese momento sonó un golpe sordo. Johanna se preparó para ver surgir el cruce, en grande, de un duendecillo del bosque con el profesor Tornasol. Imaginó a un anciano delgado, tocado con un gorro puntiagudo, perilla blanca cortada en punta, minúsculas gafas y ropa descuidada. En lugar de eso, apareció un hombre de unos cincuenta años, con vaqueros y camisa blanca, cuyo aspecto se acercaba más al de un consultor de una gran empresa con atuendo de fin de semana. Salió apresuradamente al anárquico jardín y abrió la verja, que protestó emitiendo un chirrido de película de terror.

—Disculpe —dijo con una voz grave y serena—. Estaba sumergido en la lectura de un artículo y no he oído el timbre… ¡Pasen, por favor, pasen!

Precediendo a Romane y Johanna, volvió hacia la casa y abrió la puerta con ayuda de un puntapié enérgico y dado en el lugar exacto.

—Es la única manera…, la madera está hinchada por la humedad… La verdad es que esta pobre choza está decrépita, la heredé hace cinco años, todas las mañanas me digo que tendría que hacer obras, pero un momento después estoy tan absorto en el trabajo que se me olvida… Por aquí, pasen…

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