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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

La palabra de fuego (23 page)

BOOK: La palabra de fuego
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En ese momento pensó que tenía que avisar a su equipo de que no iría a trabajar. Y a ellos, ¿qué iba a contarles? Aunque hubiera utilizado el invierno y el frío como pretexto para llevar lo menos posible a Romane al yacimiento, Christophe, el gran amigo de la niña, y Werner, que tenía tres hijos, probablemente habían notado que algo no iba bien.

Johanna y Romane bajaron del autobús en el Carrefour Vavin. Continuaron a pie y en silencio. Eran las seis de la tarde. Había oscurecido y las luces amarillentas de los bares y restaurantes creaban una atmósfera que anunciaba ya la Navidad. A Johanna le pareció que cojeaba más que de costumbre. Temía la noche con su hija en el minúsculo apartamento.

Cuando, superada la convalecencia, se había llevado a Romane, ya con un año y medio, de casa de sus padres, que la habían criado hasta entonces, había sido preciso admitir que un bebé y las piernas frágiles de Johanna no conseguirían subir a diario cuatro pisos para llegar a su apartamento. Por suerte, había una vivienda libre en la planta baja del mismo inmueble y Johanna había convencido al propietario, un anciano que vivía en el segundo, de que se lo alquilara. Desgraciadamente, el apartamento era más pequeño que el del cuarto y daba a un patio oscuro. Con ayuda de Isabelle y de sus padres, Johanna lo acondicionó lo mejor que pudo, pero tuvo que dejarle la única habitación a Romane y resignarse a dormir en el salón.

Mientras caminaba por la calle Henri-Barbusse, Johanna calculó que lo más sencillo sería empujar el sofá-cama lo más cerca posible de la habitación para estar pendiente de su hija durante la noche. Las palabras «problema relacional con la madre» le volvieron a la memoria, a la vez que un destello de cólera.

—¡Mamá, mira quién está ahí! —gritó la chiquilla, saliendo de su sopor.

Johanna emergió de sus pensamientos y vio a un hombre de estatura media envuelto en un abrigo negro, con unas elegantes gafas de pasta que realzaban su rostro y el pelo castaño muy corto. Con un enorme ramo de rosas en la mano, caminaba arriba y abajo por la acera. Johanna estaba estupefacta.

—¿Luca? Creía que estabas en Roma…

—Paolo está bien —contestó él, con un marcado acento italiano—. Le han escayolado la pierna, pero no ha surgido ninguna complicación. He pensado que quizá te haría ilusión verme y que seguramente pasaríais las dos por aquí antes de volver a Vézelay… ¿He hecho bien?

—¡Sí! ¡Claro que sí! ¡No podías haber hecho nada mejor!

La presencia de Luca nunca había proporcionado tanto alivio a Johanna. Tenía la impresión de verlo por primera vez y una gran emoción la invadió. Con lágrimas en los ojos, soltó la mano de su hija y se echó en sus brazos.

Capítulo 15

—¡Brindemos por tu regreso entre los vivos! ¡Y por tu bienvenida al monte Escorpión!

El abad Godofredo hizo chocar violentamente su vaso de estaño contra el de fray Román.

—Bueno, ¿qué te parece mi vino?

—Muy bueno… Excelente, diría yo…

—¡Pienso enviar mi Vézelay a todo el reino de Borgoña y fuera de sus fronteras, incluso a París!

—Godofredo, ¿acaso quieres competir con el vino de Cluny?

Los dos monjes rieron de buena gana.

—Ahora, Román, habla —ordenó el antiguo copista recuperando la seriedad—. Cuéntame cómo escapaste de la muerte y, sobre todo, del dominio de la criatura del Diablo.

Román dejó despacio el vaso. Godofredo se lo volvió a llenar inmediatamente.

Al término de su relato, Román calló. Era la primera vez desde hacía catorce años, desde la confesión hecha a Odilón, que se abría a alguien, y el destino había querido que fuera a otro abad. La jarra de vino estaba vacía. Godofredo permanecía mudo de estupor.

—¿Tu alma ha encontrado la paz en Cluny, hermano? —preguntó por fin.

—Pese a toda la gratitud que le debo al abad Odilón, a ti puedo confesarte que no. Mi fe está a salvo, pero no es más que arrepentimiento, mi oración es un lamento y el oficio fúnebre resuena como el fruto de mi impotencia… Día y noche imploro al cielo por ella, para que encuentre un refugio allí… En cuanto a la tierra, vago por ella como un ciego, he perdido la luz que veo en mi padre, en mis hermanos, en ti. Me ha abandonado, ya solo espero muerte y castigo por mis crímenes.

—¡Román, te adelantas al juicio celeste, te castigas por anticipado!

—Pero ¿cómo podría olvidar, Godofredo? Ella murió… sufriendo el dolor más atroz… y sin sepultura… Es como si la hubiera matado con mis propias manos…

El abad puso los dedos sobre el antebrazo del antiguo maestro de obras. El sufrimiento de ese hombre era tan profundo que se veía en su cuerpo recluido y plegado, en sus ojos de un gris más oscuro que el que Godofredo recordaba. Todo su ser parecía devorado por el veneno de los remordimientos.

—Ay, querido Román…, la memoria es a veces nuestro peor enemigo… Has sobrevivido al cuchillo de bandidos sanguinarios, a la pasión, a la duda, a la blasfemia, a la mordedura del Maligno, al veneno de las hierbas, al abandono de lo más querido que tenías, a las más duras penalidades, y hete aquí prisionero de ti mismo, de un pasado del que has huido, de un nombre que has borrado, de una mujer difunta… Desgraciadamente, yo no puedo hacer nada por ti, salvo prometerte que guardaré silencio sobre todo lo que acabas de contarme y suplicarte que te encomiendes al Altísimo… No puedo conminarte a olvidar, solo ponerte en guardia: contrariamente a lo que afirmas, tu espíritu y tu cuerpo siguen infectados por ella; no tiene tumba, pero su sepulcro es tu alma, Román. Te devora como los muertos en pecado se comen su sudario… Tienes que expulsarla de ti, amigo mío. La oración perpetua y la liturgia de Cluny han fracasado en el intento de purificar tu alma, pero tengo una idea que tal vez pueda ayudarte.

Fray Román miró a Godofredo. El ancho rostro del abad estaba rojo y sus ojos castaños brillaban con un fuego que el antiguo maestro de obras conocía bien: el de la consagración total a una tarea realizada en honor a Dios. Tiempo atrás Román había sentido esa pasión por su oficio, antes de que aquella mujer trastornara su vida… aquella mujer de la que se había enamorado, que había muerto, torturada, ante sus ojos, y cuyo secreto solo había podido salvar huyendo del mundo de los vivos.

—Ven, la hora sexta ha sonado —ordenó el abad levantándose—. Vayamos a pedir ayuda al Todopoderoso, después te lo explicaré todo…

Los dos hombres deambulaban por la larga nave desnuda de la iglesia carolingia de Vézelay. Sin ornamentos, provista de un simple nártex y un ábside en cada extremo, de dimensiones modestas, la construcción parecía roída por un mal que había ennegrecido algunas paredes de piedra, y en ciertas partes, quemado el armazón de madera.

—Mira, Román —dijo Godofredo señalando un punto a su derecha.

—Si no te importa —susurró el monje—, preferiría que solo emplearas ese nombre cuando estamos solos… Aquí, alguno de tus hijos puede oírnos.

—Tienes razón. Román está muerto y seguirá estándolo…, pero me gustaría saber lo que piensa el discípulo de Pedro de Nevers de mi miserable iglesia.

Al antiguo maestro de obras le habían bastado unos minutos para calibrar los daños y valorar las mínimas restauraciones emprendidas.

—El incendio es muy antiguo —estimó—. ¿Cuándo tuvo lugar?

—Hace un siglo, bajo el gobierno de Aimon, que fue abad de 907 a 940. El siniestro destruyó una parte de la iglesia, pero afortunadamente el armazón resistió, y la cripta está intacta. Aimon y sus sucesores la repararon como pudieron. El resultado es tosco y pobre… El monasterio ya sufría en la época cierta «relajación».

—¿Fue un rayo lo que originó el fuego?

—¡Mi pobre Ro… Juan! Habría preferido que fuera así. Pero la realidad es muy distinta: fue un monje de dudosas costumbres el que, al sacar un ornamento ilícito de su arcón, prendió fuego por descuido con la vela que tenía en la mano. ¡Señor, haz que tales infamias no se vuelvan a producir!… Acompáñame al santuario.

En la cripta, en el centro de la «confesión», abertura rectangular que permite a los fieles ver las reliquias desde el ábside del nivel superior, Román observó la presencia de varios relicarios rodeados de cirios. Al lado del coro, destacaba un sarcófago.

—Aquí está nuestro tesoro —anunció Godofredo señalando las reliquias—. Son los santos Eusebio y Policiano, cristianos mártires de Roma, san Andéolo, mártir de la región lionesa del siglo III cuyos restos nos fueron ofrecidos por el arzobispo de Arles, y san Ostiano, primo de san Segismundo, rey de los burgundios.

—Supongo que la sepultura es la de vuestro fundador, el conde Girart de Rosellón.

—No. Es la tumba de su hija, Ava. El conde y su esposa, Berta, están inhumados en el monasterio de Potbiéres, con sus hijos Odorie y Thierry. Dicen que los lisiados y las víctimas de la fiebre que se acuestan y se duermen sobre sus féretros despiertan curados.

—He oído hablar de ese viejo ritual pagano de la «incubación», que consiste en adormecerse sobre las lápidas mortuorias. A mí me parece una superstición. Pero, dime, Godofredo, ¿por qué Ava no reposa con su familia?

El abad suspiró. Puso una mano sobre la sepultura de piedra, de una sencillez sobria.

—Al principio, es decir, en el año de la Encarnación 858 —dijo—, el conde Girart y su mujer, Berta, en memoria de su hijo Thierry, muerto a temprana edad, fundaron dos monasterios benedictinos: una abadía de monjes en Pothiéres, dedicada a los santos Pedro y Pablo, y una abadía de monjas a media legua de allí, en el valle, junto al río Cure, consagrada a la Virgen y llamada Nuestra Señora de Vézelay. El castillo del conde, en el monte Las-sais, era conocido por su corte agradable, sus torneos y sus fiestas suntuosas. Ava, que tenía fama de ser bella y virtuosa, estaba destinada a un brillante matrimonio con un amigo de su hermano Odorie, el caballero Rotaldo. Pero, unos días antes de la boda, Rotadlo murió en un duelo a manos de su rival. Al enterarse de la muerte de su prometido, Ava se retiró del mundo y tomó los hábitos en la abadía de religiosas fundada por su padre. Poco después, se convirtió en la abadesa de Nuestra Señora de Vézelay. Ejercía, al parecer, muy honorablemente su cargo y era muy querida por sus hijas. Pero, en el año 873, los hombres del norte afluyeron en masa a la región. La abadía de Pothiéres se salvó, pero aquellos normandos, vikingos impíos y sanguinarios, atacaron el convento de monjas. Odorie acudió para proteger a su hermana y lo mataron. Los bárbaros se apoderaron del monasterio, sembrando el ultraje entre las religiosas. En cuanto a Ava, fue violada y expuesta a los insultos y las vejaciones de los vencedores. Después, la abadesa fue inmolada en el fuego en su propio claustro. El conde Girart y su ejército llegaron demasiado tardé. Se llevó el cuerpo de su hijo, pero ordenó que los restos de su hija fueran inhumados en el lugar de su martirio. Considerando que un monasterio de mujeres era demasiado vulnerable a las invasiones, sustituyó a las monjas por benedictinos procedentes de San Martín de Autun, más preparados, pensaba, para defenderse contra las agresiones. La pena por la pérdida de sus tres hijos llevó a la tumba a su mujer, Berta, unos meses más tarde, y él mismo pereció cuatro años después, en 877.

—¡Qué historia tan terrible! —exclamó fray Juan, impresionado por el hecho de que Ava hubiera sido quemada viva, tortura que le recordaba otro calvario.

—Sí, en efecto —convino el abad—. El monasterio benedictino de Nuestra Señora de Vézelay fue tirando, sin embargo, diez años más, hasta 887, momento en que Carlos el Gordo, rey de Francia y emperador de Occidente, hombre débil y valetudinario, pactó con los vikingos su retirada de París a cambio del permiso para asolar Borgoña. Nuestro país fue, pues, atacado a sangre y fuego…

—Con la bendición del rey.

—Sí, pero esta vez los religiosos de Nuestra Señora de Vézelay habían sido prevenidos del ataque. Antes de que llegaran los bárbaros, los monjes y los habitantes de la aldea abandonaron su abadía y su pueblo del valle para subir a refugiarse aquí, al monte Escorpión. Erigieron fortificaciones, prepararon su defensa y fundaron el monasterio que tú conoces. El monte Escorpión se llamó a partir de entonces la colina de Vézelay. Después construyeron la cripta en la que nos encontramos y la iglesia carolingia que se extiende sobre nuestras cabezas. Los monjes habían traído consigo las reliquias de los santos que ves ahí abajo y, sobre todo, la tumba de Ava, que no querían ver profanada por sus antiguos verdugos… Esa es la razón de que en este santuario de los santos mártires yazca una mujer que llevaba el nombre de la primera del mundo.

El abad y su compañero habían salido de la cripta y, ya al aire libre, deambulaban junto a los edificios conventuales apartados de los monjes, disfrutando de la vista relajante de las viñas y la llanura del Morvan.

—Cuando pienso en el poder de tu abadía… —dijo el abad con envidia—. Supongo que conoces el dicho: «Allí donde el viento se oye soplar, el abad de Cluny tiene rentas que cobrar».

—Pues no, no lo había oído nunca.

—Entonces decías la verdad cuando afirmabas que no te inmiscuías en los asuntos de tu propia casa e ignorabas su prepotencia…

—Nunca te he mentido sobre ese punto —aseguró Román.

—¿Sabes al menos que el privilegio de la exención es una prerrogativa de Vézelay, que imitó Cluny en el momento de su creación?

—En absoluto.

—En el año 863 —explicó Godofredo—, una bula del papa Nicolás I reconoce que únicamente el Santo Padre es poseedor de la nuda propiedad de los dos monasterios fundados por Girart, que deben pagar una libra de plata anual a Roma. Mediante esta increíble cláusula del derecho común, estamos bajo la tutela única de la Santa Sede y al margen de la autoridad de los reyes, de los obispos y de todos los potentados. Desde entonces, cada vez que hay una nueva elección abacial o papal, nos esforzamos en obtener del Vaticano el mantenimiento de este derecho, garantía de nuestra libertad.

—Gozar de la protección del papa es una cosa extraordinaria —convino fray Juan.

—¡Es una cosa extraordinaria, pero que no nos hace ricos! —repuso el padre abad—. ¿Comprendes, amigo mío, que quiera sacar a esta casa de las tinieblas en las que se halla sumida desde su origen? Tú has visto el deterioro de la iglesia, has oído de la propia boca de tu abad la reputación deplorable de mis predecesores y de su rebaño, has constatado la riqueza de nuestras tierras y la pobreza de nuestro tesoro en la cripta… Sé franco: ¿con cuántos peregrinos te has cruzado desde que estás aquí?

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