Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
—Veamos…, ¿dónde lo he puesto? —dice—. Por cierto, ¿vuestra ama está satisfecha del
mendesion
egipcio?
Livia asiente con la cabeza mientras el
unguentarius
levanta la tapa de los diversos baúles prosiguiendo su monólogo.
—Como veis, aquí dentro mis queridas mixturas están protegidas de la luz y de la humedad. Faustina Pulcra tendrá que probar mi
kyphi
: a los ingredientes de base egipcios, añado las dos canelas de Arabia y de Ceilán, jengibre de Malabar, nardo, azafrán y un condimento de los Alpes de Liguria, el seseli… ¡es una auténtica delicia! Además, mi
kyphi
, bebido, cura las enfermedades de los pulmones, del hígado y de las entrañas… Voy a daros unas dracmas para que se las ofrezcáis de mi parte a la
domina
Faustina Pulcra.
Livia sonríe tras la espalda del comerciante, que sigue inclinado sobre sus cofres de tesoros.
—¡Ah! —exclama este, exhibiendo un frasco redondo de plata cincelada—. ¡Aquí está la suprema felicidad del espíritu y de los sentidos, el summum de las delicias, la fragancia del rey de los partos, el perfume real!
Con muchas precauciones, Haparonio lleva el elixir detrás del escritorio y empieza a envolverlo en una tela de seda violeta, el color preferido de su dienta.
—Y a vos, querida jovencita, ¿qué regalo podría haceros? Pese a que tenéis unos ojos espléndidos, vais sin maquillaje, sin perfume excepto el que os queda en la piel tras realizar vuestra difícil labor…
Por señas, Livia manifiesta que lo único que desea es percibir los deliciosos olores, no llevarlos.
—¡Reconoceréis que semejante falta de coquetería es una rareza! —observa el perfumista.
La joven hace un signo de impotencia sonriendo.
—Según vuestra señora, que vino con unas amigas hace varios días, tampoco os gustan las carreras de cuadrigas, la pantomima y los combates del circo… Una esclava de vuestra casa, cuyo nombre he olvidado, le contó que os había visto esconder una porción de buey que os habían servido y enterrarla después en el jardín… Y eso que se trataba de un trozo selecto, procedente de un animal inmolado en el templo de Júpiter…, templo en el que, al parecer, no entrais jamás. Partenio os ha seguido y os ha visto rodear el edificio… Eso, añadido al hecho de que seáis muda sin razón aparente… hace que Faustina Pulcra tenga dudas sobre vos… Se pregunta si no practicaréis una religión oculta y prohibida…, si no seréis una de esas mujeres que se transforman por la noche en brujas con cabeza de lechuza y que devoran a los humanos, una estrige…
Livia, estupefacta, palidece y se pone rígida. Se acerca a la mesa e intenta apoderarse del frasco, a fin de escapar de la habitación. En el momento en que alarga la mano hacia el paquete violeta, el
unguentarius
la coge por el antebrazo.
—No temáis —dice en un tono totalmente distinto—.Aguardad un instante, no os marchéis… No os deseo ningún mal…
La suelta, coge un estilete y una tablilla de cera y hace unos trazos. Luego le enseña la tablilla a Livia.
En cuanto ve el signo, la joven siente una bola de fuego subir por su vientre. Desde hace cuatro años, las lágrimas han abandonado sus ojos, pero, de repente, reaparecen en sus iris malvas. En dos trazos, el comerciante ha resucitado una existencia desaparecida. Porque ese símbolo, el padre de Livia lo dibujó el día antes del drama y les explicó a sus hijos lo que significaba. Agitadísima, se apodera del estilete y dibuja a su vez un pez sobre la cera tierna. Haparonio sonríe y coge la mano de Livia.
—Ven conmigo, hermana —susurra.
El perfumista desplaza un cofre, levanta la gruesa alfombra y abre una trampilla oculta en el suelo. Tras coger una lámpara de aceite, avanza hacia un tramo de escalones de piedra seguido por Livia.
«El pez —piensa la joven—. El símbolo de la unión…, pues, en griego, pez se dice
ichtus
, y el término
ichtus
está formado por las primeras letras de las cinco palabras de la frase "
Iesous CHristos Theou Uios Soter"
, que significa "Jesucristo, hijo de Dios, salvador"… ¡Este hombre es un discípulo del Camino, ya no estoy sola!»Al final de la escalera aparece un sótano abovedado con el suelo de tierra batida, redondo y tibio como el vientre de una mujer. Contra la pared se alza un pequeño altar sobre el cual hay velas e incienso, el mismo que el que adorna las casas romanas. Sin embargo, este se halla desprovisto de imágenes de dioses o de ancestros. Al igual que en las prácticas judías y en oposición a las de los paganos, Dios, Jesús y los santos nunca son representados en imágenes. Por todo ornato, el altar sustenta un cofre de madera idéntico a los del despacho del
unguentarius
. Este último enciende el incienso y los cirios y exclama, en respuesta a la mirada interrogadora de Livia:
—No te preocupes, hermana, ¡no venero mis perfumes! Como dice el salmo 141 de David, antepasado de Jesús: «Señor… que suba mi oración como incienso ante tu rostro… que el aceite del impío jamás orne mi cabeza». Este cofre contiene los sagrados restos de mártires sustraídos a su verdugo tras la gran masacre, hace cuatro años… Pronto resucitarán, durante el Juicio Final…, pero ahora nos protegen y nos ayudan, nos insuflan su fuerza y su paz… ¡y obran milagros, puesto que tú estás aquí!
Lentamente, Livia pone la mano sobre el cofrecillo y cierra los ojos. Su padre, su madre, sus hermanos reposan quizá en esa sepultura.
—Querida hermana…, ¡reguemos al Señor!
Los dos cristianos se arrodillan ante el altar. Livia coge el extremo de su
palla
y se cubre la cabeza con el chal. En el momento en que junta las manos temblando, Haparonio pone las suyas encima.
—Recitemos la oración que Jesús ofreció a los apóstoles —dice.
El perfumista cierra los ojos. Livia también.
—
Pater noster, qui es in caelis, sanctificetur nomen tuum…
Con los párpados cerrados, Livia siente el calor de las manos del hermano encontrado, el ardor de las palabras del padrenuestro irradiar todo su cuerpo. Esa oración se la ha enseñado Pablo y la han recitado a menudo con Pedro.
—
Adveniat regnum tuum…
Todos los miembros del Camino no están, pues, muertos…, ya no está sola… ha dejado de ser huérfana…
—
Fiat voluntas tua… sicut in cacio et in terra.
Una familia…, vuelve a tener una familia…
—
Panem nostrum quotidianum, da nobis hodie…
El fuego que abrasa su alma ya no es el del sacrificio o la colera, es un fuego de alegría…
—Et dimitte nobis debita nostra.
Jamás ha sentido dicha tan inmensa y profunda como en ese momento. Ha recuperado el amor y su identidad. El júbilo corre por su interior como un encantamiento divino.
—
Sicut et nos dimittimus… debitoribus nostris…
Las palabras de la oración se convierten en su sangre… Perdonar a los que nos han ofendido…, perdonar la muerte de los suyos…, poner fin a la culpabilidad de haber sobrevivido, a la ira contra los verdugos, al remordimiento…
—
Et ne nos inducas in tentationem…
No caer en la tentación del mal…, perdonar…, perdonar…
—
Sed libera nos a malo.
—
Libera me
!
Las dos palabras han salido de la boca de Livia.
Desconcertado, Haparonio la contempla y sonríe. La joven aprieta todo lo fuerte que puede las manos de su hermano, hasta sentir dolor.
—
Libera me
—repite.
Y rompe a llorar.
De pie en la nave de Vézelay, Johanna tenía dificultades para disimular su confusión, así como para retomar el hilo de las explicaciones históricas que le estaba dando a Isabelle. Esa silueta entrevista detrás de un pilar… Más valía olvidarlo. Rápidamente, alejó a su amiga de allí. Frunciendo el entrecejo, Isabelle siguió a la arqueóloga bajo el coro de la iglesia. De dimensiones modestas, oscura, cubierta de bóvedas de arista sostenidas por columnas con capiteles desprovistos de esculturas, la cripta original carolingia estaba excavada directamente en la roca calcárea; su suelo desigual brillaba a causa de los pasos de los fieles que se habían sucedido a lo largo de los siglos. Como en un vientre, en el sótano hacía calor. Isabelle se fijó en los bancos de madera, en el altar contemporáneo de mampostería, en la capa moderna de cemento donde se arrodillaban los hermanos blancos de las Fraternidades de Jerusalén. Se volvió y, entre dos hileras de cirios, detrás de un pórtico de hierro forjado negro, vio el sanctasanctórum: un relicario de cristal y bronce dorado, ricamente labrado, albergaba lo que Paul Claudel llamaba «los restos sagrados», las famosas reliquias de María Magdalena, o al menos lo que quedaba de ellas: un hueso único de color negro, un fragmento de costilla. Sin contar el trozo de santa, las dos mujeres estaban solas en el oratorio subterráneo.
—Oye, Jo —susurró Isabelle—, me gustaría que me contaras lo que has visto allá arriba. Parecías asustada, no lo niegues, te conozco.
—No, no es exactamente miedo lo que tengo. Estoy confusa. Es difícil de explicar, me… me siento espiada, sí, eso es. Se trata de algo reciente, data de…, qué curioso, no lo había asociado…, empezó al mismo tiempo que la enfermedad de Romane. Alguien me espía, no cabe duda, le siento, lo sé… Es un hombre, estoy casi segura… Solo he visto su silueta, pero es la sombra de un hombre… Algunas veces está agazapado en un rincón, junto al yacimiento, y cuando me acerco no hay nadie; otras, me sigue por las callejas del pueblo. La otra noche, cuando cerraba las contraventanas de la habitación de Romane, me pareció verlo abajo, en los viñedos, escondido para observar las ventanas de la casa… Hace un momento he sentido su presencia en la nave, plantado detrás de una columna… No sé quién es ni lo que quiere de mí, pero acabaré por hacerlo salir a la luz del día.
Isabelle observaba a su amiga con expresión aterrada. Luego rompió a reír. Las carcajadas resonaban en la cripta como cortantes antífonas.
—Jo, eres increíble! ¡En cuestión de imaginación, te aseguro que puedes rivalizar con los escultores medievales!
—Muchas gracias —ironizó la arqueóloga—. Sabía que podía contártelo sin ganarme alguno de tus comentarios sarcásticos…
—¡Sé un poco realista y utiliza tu prodigiosa inteligencia para algo que no sea inventar misterios y espías!
—Me tachas de paranoica, ¿no?
—En absoluto. Más bien de soñadora que no mira hacia el lugar adecuado.
—No te entiendo.
Isabelle suspiró antes de explicarse:
—Ven, sentémonos en un banco. Mira, que haya confundido Luxor y Pompeya, antigüedad y egiptología, no significa que no me acuerde de lo que me dijiste por teléfono sobre Tom, o más bien sobre lo que le había pasado a uno de sus arqueólogos.
—No veo qué relación hay entre una cosa y otra.
—¡Exacto, ese es el problema, Jo, que no relacionas bien! Piensa un poco: uno de tus amigos se presenta aquí y te cuenta con todo detalle que un arqueólogo ha sido asesinado en la ciudad donde ambos están haciendo excavaciones; al mismo tiempo, como por casualidad, empiezas a ver alrededor de tu yacimiento una sombra que te sigue a todas partes… Me dijiste que Tom se había abierto a ti precisamente porque tú habías tenido la misma experiencia, hace seis años, en tu yacimiento, cuando dos de tus colegas fueron asesinados y tú misma estuviste a punto de dejarte el pellejo. Y no se te ocurre pensar que Tom haya podido despertar en ti un terror ligado a esos funestos recuerdos. Ese supuesto espía no existe, Johanna, no es más que el recuerdo de lo que sucedió en Mont-Saint-Michael; es un fantasma, una representación mental de los acontecimientos traumáticos que viviste allí y que han sido reavivados por el relato de Tom… Nadie te vigila, nadie desea hacerte daño, ningún asesino merodea por aquí, y aunque el tal Tom tenga razones legítimas para estar impresionado, no le perdono que haya venido a contaminarte con esa violencia que no te incumbe…
Johanna agachó la cabeza y se frotó la frente. Los mechones laterales de su melena corta resbalaron hacia sus mejillas y ocultaron su rostro.
—Tal vez tengas razón, Isa. Así y todo, yo juraría que hay alguien de carne y hueso, alguien que no es la encarnación imaginaria de mis viejas angustias. Aunque estoy tan agotada que ya no lo sé.
—Sí, la preocupación por tu hija también influye mucho, por supuesto. Hablando de Romane, madre indigna, ¡no es cuestión de dejarla olvidada en el colegio!
Johanna echó un vistazo a su reloj.
—¡Sale dentro de un cuarto de hora! Démonos prisa. Tengo que enseñarte el yacimiento, pero eso será rápido porque, de momento, no hay mucho que ver y mis compañeros se han ido a pasar el fin de semana fuera…
Aparte de las zanjas numeradas que hacían pensar en tumbas vacías, Isabelle no distinguió nada interesante en el terreno de las excavaciones, pero le apasionó la figura de María Magdalena y la misteriosa aparición de su culto y sus huesos en la colina. Expresó su deseo de admirar la famosa escultura y la arqueóloga le prometió enseñársela. Después preguntó si, en la época de los celtas, en la cima de ese promontorio se celebraban, como en Mont-Saint-Michael, ceremonias druídicas.
—Probablemente —respondió Johanna—, aunque no tenemos ninguna prueba. En cambio, se ha descubierto no lejos de aquí, en un lugar que llaman «las Fuentes saladas», los vestigios de un santuario dedicado a Taranis, el dios celta del trueno y las aguas, así como una necrópolis de urnas cinerarias. En ese emplazamiento borbollaban manantiales subterráneos con virtudes mágicas que los celtas ya sabían captar. En el período galorromano, ese lugar se convirtió en un establecimiento termal famoso. En cuanto a dichas aguas minerales sanadoras, hoy sabemos que son radiactivas y ejercen una acción terapéutica real sobre las quemaduras…
—¡Caray! ¿Y por qué la colina se llamaba monte Escorpión?
—Fue Tito Livio, el famoso historiador antiguo, quien la bautizó así en su
Historia de Roma
, a causa de la configuración del emplazamiento. Algunos dicen que por debajo de la colina corre su veneno en forma de corrientes telúricas. En cualquier caso, recorriendo la historia de Vézelay no se puede negar que sus protagonistas parecen a veces afectados por un veneno muy tóxico…
Mientras bajaban apresuradamente por la callejuela que llevaba a la escuela primaria, las dos mujeres se cruzaron con fray Pacifique, que caminaba rezando el rosario. Sin interrumpir su rezo, el anciano monje dirigió una amplia sonrisa a la arqueóloga y le hizo un pequeño ademán con la cabeza a Isabelle.