Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
—¡Faustina Pulcra, yo tampoco a ti! ¡Estoy encantada de verte! A decir verdad, temí que la ira de los dioses afectara a las termas construidas por Nerón. Mi marido habría preferido que me quedara en casa, pero no voy a prescindir de mi sesión de pesas y de frontón porque el Senado haya declarado a Nerón enemigo público, lo haya condenado a muerte y haya elegido a Galba como nuevo emperador.
—Sabia decisión, Sempronia Orbiana… Ven, entremos en el
sudatorium
para eliminar la atmósfera atroz de esta ciudad…
Despojadas ya de sus principales efectos en el
apodyterium
, los vestuarios donde un esclavo de su propiedad vigila ropa y joyas, las dos rollizas mujeres se quitan el
subligaculum
, lo dejan a cargo de otra esclava de su casa y, desnudas, entran en el baño de vapor, donde sudan de común acuerdo mientras comentan los últimos acontecimientos.
El día antes, tras catorce años de reinado
[1]
, Nerón, a sus treinta años, ha sido por fin destituido y reemplazado por Galba, de setenta y dos, gobernador de Hispania y general rebelde que goza de un inmenso prestigio en el ejército. Dirigida por unos generales, la revuelta ha sido alentada por los senadores, acorralados, vigilados y perseguidos por Nerón, que los había privado de partede su poder. La propia plebe, antes devota de su emperador, está harta de asesinatos, intrigas, impuestos suplementarios y excentricidades degradantes de su soberano, cuyas pretensiones arquitectónicas artísticas, sumadas a sus gastos suntuarios y sus delirios perversos llevan a la ruina de Roma y de su Imperio. Unos meses antes, Nerón regresó de un viaje de más de un año a Grecia y Egipto, donde se había ofrecido en espectáculo como mimo, cantor y auriga, y no había parado de organizar banquetes, de derrochar el dinero público y el sudor de los legionarios en unas obras faraónicas destinadas a abrir el istmo de Corinto, y de protagonizar actos escandalosos como el de casarse con Doriforo, otro hombre, y Esporo, un eunuco que se parecía a su difunta esposa Popea.
Mientras tanto, en Roma, dejada a cargo de Helio, un vulgar liberto, la reconstrucción después del gran incendio se hallaba estancada; el pueblo, desamparado, sufría penurias, y entre los pretores y senadores se organizaba la caída del emperador. La sedición comenzó hace tres meses en la Galia lionesa, cuyo gobernador, Cayo Julio Vindex, se rebeló y dirigió a Nerón una carta llena de insultos en la que cuestionaba no solo su capacidad para gobernar, sino, suprema injuria, su talento artístico. Poco después, Galba, gobernador de Hispania, se sublevó, y fue seguido por Otón, íntimo de Nerón en el pasado y primer esposo de Popea, del que el emperador, a instancias de la propia Popea, su amante, se había desembarazado nombrándolo gobernador de Lusitania. Al haber perdido la confianza en sus legiones, Nerón reclutó un ejército formado de esclavos a los que les prometió la libertad si lo defendían de sus enemigos. Confiscó todos los poderes institucionales. Esa tiranía absoluta acabó de privarlo del apoyo de los escasos senadores que se habían mantenido fieles a él. Galba, el general de Hispania, juró fidelidad al pueblo de Roma y al Senado, que le dio su apoyo. Las legiones hispanas y lusitanas empezaron a avanzar hacia la Urbe. El entorno de Nerón le hizo creer que el ejército de todo el Imperio se había sublevado. La oposición aumentó en todas las castas, incluso en la guardia pretoriana, y el pueblo hambriento amenazó con una insurrección. Nerón estaba perdido. Por un instante, pensó en refugiarse en Egipto, su patria querida. Pero hace unos días abandonó su Casa dorada y, ataviado con uno de sus disfraces, se escondió en las afueras de Roma, en casa de Faón, uno de sus libertos. Desde entonces, pese a su evicción oficial por el Senado, que lo ha declarado fuera de la ley, los romanos contienen la respiración: mientras Nerón no haya expirado, mientras su cuerpo no sea quemado, su veneno continuará corriendo por la sangre de cada miembro del Imperio.
—No comprendo por qué tarda tanto en suicidarse —susurra Sempronia Orbiana, enjugando el maquillaje que resbala por su rostro—. Cualquiera diría que prefiere la ignominia de ser paseado desnudo en público, con el cuello metido en una horca, y flagelado hasta la muerte.
—Yo creo más bien que su cobardía y sus desviaciones mentales lo privan de todo sentido del honor y del bien público —contesta Faustina Pulcra—. ¡Siempre ha preferido dar muerte a los demás! ¡Matar para reinar! Cuando pienso en la cantidad de personas a las que ha empujado al suicidio, mandado matar o exiliar…
—El terror ha terminado, Faustina Pulcra… Puedes estar orgullosa de nuestro ejército, de tu marido senador y de nuestro pueblo. Hoy es Nerón quien tiene miedo. ¡Piensa en todos los que lo esperan en la morada de Hades, en el reino subterráneo! ¡Imagina su venganza!
Faustina sonríe.
—No cabe duda de que Radamantis, Eaco y Minos, los jueces de las sombras, lo condenarán a los tormentos eternos —susurra—.Y me gusta imaginar su sentencia…
Sempronia Orbiana reflexiona entre los vapores del
hammam.
—Desde hace cuatro años —dice en un tono grave—, a veces tengo pesadillas en las que veo la horrible cara de todos aquellos pintados con rasgos de animales y despedazados por los perros, o las llamas de sus cuerpos transformados en antorchas en los jardines…
—¿Los incendiarios? ¿Los miembros de la secta criminal? —pregunta Faustina, atónita.
—Sí… Ya sé que sus creencias eran peligrosas y tontas, pero dudo que prendieran realmente fuego a la ciudad.
—Sea como sea, fueron exterminados, y si quedan algunos, apuesto a que han abandonado la capital del Imperio para ir a Judea. Probablemente han incitado a los de allí a sublevarse contra Roma. En todo caso, eso es lo que dice mi marido, Larcio Clodio Antillo. Y también que Vespasiano, a la cabeza del ejército de Oriente, sabrá restablecer el orden en esa provincia y aplastar a todos los nacionalistas.
Sempronia bosteza. Seguramente la revuelta de los judíos del partido de los zelotes y la toma de la fortaleza de Masada en Jerusalén le interesan menos que la futura tortura del alma de Nerón en el Hades.
—¿Sabes que los dioses han enviado señales de la perdición de Nerón y de la extinción de su dinastía? —le pregunta a su amiga.
—¡No! ¡Cuenta!
—Hace algún tiempo, en la casa de campo de los Césares, a orillas del Tíber, a nueve millas de la ciudad, un bosque de laureles se secó de la noche a la mañana sin causa aparente…
—¡Por Perséfone!
—Al día siguiente —prosigue Sempronia Orbiana—, en esa misma residencia, todas las gallinas blancas reservadas a los sacrificios murieron de golpe… Y hoy, las puertas del mausoleo de Augusto se han abierto solas, como para acoger a un nuevo muerto.
Faustina se ha quedado sin respiración.
—Me asfixio —dice—. Salgamos de esta estufa…
Normalmente, mientras esperan a sus amas y a imagen y semejanza de estas, las encargadas del aseo y los ornamentos conversan y divulgan todos los cotilleos de la ciudad. Pero, desde hace cuatro años, la
ornatrix
de Faustina Pulcra espera siempre sola, apartada de las demás. Al principio, sus compañeras no creían que fuera muda y se metían con ella. Luego las ministras de las abluciones se desinteresaron de esa colega taciturna, que no les servía de nada puesto que no podía referir la vida íntima de su ama y de su casa. Este ostracismo no desagrada a Livia y a menudo da gracias al Señor, el cual, privándola del habla, ha levantado un muro protector entre ella y el mundo.
Al ver a Faustina Pulcra, la esclava de trece años se inclina hacia dos cofres provistos de correas de cuero, de los que no se separa casi nunca. Uno contiene sus útiles: espejos de plata bruñida, páteras, peines de madera, horquillas de marfil, estrígiles, pinzas de depilar, piedras pómez, esponjas, mondadientes, escarbaorejas, conchas y diversos recipientes para hacer mezclas, mientras que en el otro guarda sus preciados productos: afeites, tintes, ungüentos, pomadas, lociones, cabellos postizos, linimentos, cataplasmas y aceites perfumados.
Se arrodilla, coge la pátera, gran cuenco de plata poco hondo, y rocía la piel sudorosa de Faustina. Después, con el estrígil de plata dorada cuyo mango lleva grabada una escena de Venus en el baño, empieza a rascarle delicadamente la espalda. Los que no tienen esclavo pagan a un empleado de las termas para realizar esta operación. Los más modestos se frotan mutuamente o se restriegan la espalda contra el mármol de las paredes. Livia enjuaga el cuerpo de Faustina con agua caliente del
labrum
antes de sacar de una píxide de estaño una pasta elaborada con grasa de cabra y cenizas de saponaria, que ya utilizaban los celtas y los germanos, y que hace espumar sobre la epidermis de su ama con ayuda de una esponja. Por último, riega de nuevo el voluminoso cuerpo de Faustina.
Mientras las dos mujeres hacen algunos movimientos en la piscina, la
natatio
, antes de pasar al baño templado, el
tepidarium
, y a continuación al baño frío, el
frigidarium
, Livia pasa a un cuartito lateral pavimentado con mosaico y con las paredes forradas de mármol, en el centro del cual hay un banco de masaje. Abre el cofre de tesoros de plata maciza que contiene los ungüentos y afeites, la
alabastroteca
, y deposita diversos píxides, frascos de cristal opaco y finos paños sobre un taburete de madera. Luego, como es habitual en ella, espera a su ama de pie, con las manos cruzadas tras la espalda y los ojos entornados. La chiquilla ha crecido y engordado, ha recobrado fuerzas y adquirido formas femeninas. Poco a poco, su terror inicial ha desaparecido y Livia se ha acostumbrado a su nueva vida. Aunque sus amos y los demás sirvientes se empeñan en llamarla Serva, ella no ha olvidado ni su nombre ni su pasado. Pero, con el paso del tiempo, los rostros de sus difuntos padres y hermanos tienden a difuminarse. Los paganos conjuran el olvido decorando altares domésticos con máscaras funerarias, retratos pintados, bustos, medallones de metal o de mármol con la efigie de sus ancestros, que recuerdan el linaje familiar y rinden homenaje a los ascendientes. Livia no tiene otro recurso que rezar.
En el secreto de su alma, tan elocuente como muda es su boca, le habla a su madre, a su padre, a Dios, a Jesús. Varias veces al día, como una fórmula mágica, visualiza los signos arameos del mensaje confiado por María de Betania a Rafael, que se ha aprendido de memoria y que debe transmitir a Pablo. Desgraciadamente, no ha vuelto a oír hablar del apóstol de los paganos y su nueva existencia no le ha permitido encontrar a ningún miembro del Camino. En ocasiones se pregunta si Nerón los ha matado a todos y si ella es la única superviviente no solo de su familia de sangre sino también de los cristianos de Roma. A menudo piensa que los discípulos de Jesús se esconden tan profundamente que es imposible reconocerlos, o bien que se han marchado todos de la Urbe. Quizá ahora, puesto que Nerón ya no puede hacer daño a nadie, regresen a la capital del Imperio.
—¡Es absurdo! —se rebela Faustina—. ¿Por qué la guardia pretoriana permanece atrincherada en sus cuarteles y no asedia la casa de Faón? Si pudiera, le clavaría yo misma un puñal en el corazón a ese cobarde sanguinario… ¿Dónde están los ejércitos de Galba y de Otón? ¿Cuándo van a llegar por fin a Roma y a aplastar a esas bandas de esclavos y de mercenarios a sueldo de Nerón, que andan por las calles y no piensan más que en saquear, desvalijar y despellejar, como su infame señor? ¡A este paso, el terror y la anarquía no acabarán jamás! Esta espera resulta insoportable… Serva, ¿has oído algo que se me haya escapado a mí?
La esclava hace una seña negativa. Faustina suspira mientras Livia se precipita para secarla con unas toallas de suave lana. Fricciona a su ama de arriba abajo antes de que esta última se tumbe en la cama de masaje. Livia no se separa nunca de su tablilla de cera y su estilete. A veces los utiliza para comunicarle una noticia a Faustina, una información oída en la calle, donde nada se le escapa, un rumor, un murmullo que su fino oído ha captado en la casa, en el mercado o en las termas. Faustina, por su parte, se lo cuenta prácticamente todo a su
ornatrix
, de modo que Livia está al corriente de los secretos eie las grandes familias de Roma. Desde hace cuatro años, Faustina se felicita de haber comprado ese receptáculo de confidencias y emociones, discreto como una tumba, leal, probo, y que por añadidura limpia la piel, perfuma, maquilla, trenza y engalana con talento, adaptándose a todos los cambios de la moda. Ciertamente, Serva no posee todavía el arte de Alypia, su anterior
ornatrix
, pero con la edad y la experiencia Faustina no duda de que la jovencita se convertirá en la mejor de su profesión. Aunque Serva debe darse prisa, pues Faustina tiene ya cincuenta y cinco años.
Livia coge un paño fino como una gasa, lo impregna de loción y desmaquilla delicadamente el rostro de Faustina. Luego aplica una mascarilla cuya receta fue preparada por el poeta Ovidio para dar firmeza a las carnes fláccidas, a base de nitro, olíbano, mirra, goma adragante, rosa, hinojo, miel y crema de cebada. En Roma, la lucha contra las arrugas es una obsesión, el gusto por los cosméticos y las fragancias lujosas es compartido por el conjunto de la población, con excepción de algunos filósofos partidarios de la antigua República, de los judíos y de los cristianos. De vez en cuando, Livia se acuerda de las palabras de Pedro que citaba su padre cuando veían en la calle a esas coquetas cuyo perfume las precedía y las seguía largo rato después de que hubieran desaparecido: «Que vuestro ornato no sea exterior, hecho de cabellos trenzados, de aros de oro y de vestidos ajustados, sino que esté en el interior de vuestro corazón, en la incorruptibilidad de un alma mansa y tranquila». Sin embargo, Pedro y Pablo también han prescrito a los esclavos que obedezcan a sus amos como si obedecieran a Jesucristo. Así pues, a la vez que ha optado por vestir con sencillez, abstenerse de carnes especiadas o inmoladas, respetar el ayuno de los miércoles y los viernes, y llevar la piel limpia, sin perfumes o afeites, Livia se ha plegado lo mejor que ha podido a los deseos de Faustina, obstinándose en aprender el arte de la simulación y de la floritura, puesto que Dios así lo ha decidido.
Mientras la cataplasma reposa sobre el rostro de su señora y esta última se relaja, vierte en sus manos el precioso
mendesion
egipcio, preparado con aceite de ben, mirra, la buscadísima canela y resina olorosa. Después empieza a masajear el cuerpo de Faustina. Sus brazos, antes tan delgados, son ahora musculosos, y, bien tratada, bien alimentada, se ha convertido en una jovencita de contornos armoniosos. A su edad, la mayoría de las chicas ya están casadas, y a los catorce años, los hombres son mayores. Livia, sin embargo, sigue siendo una niña.