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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

La palabra de fuego (22 page)

BOOK: La palabra de fuego
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—Es el franciscano del que te he hablado —susurró Johanna.

—Viéndolo, se podría creer que la religión conserva… Parece muy en forma para su edad, ¡y desprende una bondad!

—Sí. No sé si es un efecto de su amor por María Magdalena, de la pobreza material o del estudio de la filosofía…

—¿Y Luca? ¿Está bien? —preguntó de pronto Isabelle.

Johanna se ensombreció y empezó a cojear.

—Supongo —contestó—. Hace diez días que no nos hemos visto. Tenía que venir esta noche, después de un concierto en Pleyel, pero su hijo Paolo se ha roto una pierna, así que se irá a Roma.

Con un poco de suerte, quizá lo vea el próximo fin de semana, si su violonchelo y sus retoños lo permiten. Mientras tanto, enriquecemos a las compañías telefónicas…

—¡Qué tono tan amargo, Jo! ¿Dónde está la mujer superindependiente que nunca ha soportado una relación «normal» con un hombre?

—¡Pues ya ves, con la edad cambiamos, querida Isa! En este momento me encantaría tener una relación normal con alguien normal que me acompañara y me apoyara. Empiezo a estar harta de tantas idas y venidas. Desgasta mucho.

—Por lo menos Luca está divorciado, o sea, libre, lo que representa un importante progreso en relación con…

—En relación con François, al que detestabas porque estaba casado —completó Johanna.

—¡François no me era muy simpático por razones que no tenían nada que ver con su estado civil! —objetó Isabelle.

—Lo que tú digas…, pero las cosas no son tan sencillas… Luca no está libre…, está enamorado de una mujer de un metro sesenta y ocho, de formas redondeadas, hecha de arce raro, que tiene eses, cuatro cuerdas, una púa y unas espléndidas clavijas de ébano… Te lo juro, hay momentos en que me entran ganas de imitar a su ex esposa. Luca me contó que, una vez, había intentado arrojar el violonchelo al fuego…

—Jo, no irás a decirme que estás celosa de un instrumento musical…

—No. Tengo mejores cosas que hacer —dijo ella, con los ojos clavados en el portal del colegio, en el momento en que sonaba el timbre.

Inmediatamente se oyeron las carreras y los gritos habituales. Los primeros niños salieron en tromba. Como de costumbre, Johanna esperaba nerviosa, con una mezcla de ansiedad y de alegría. Por fin, bajo el porche, vio aparecer el anorak verde manzana de Chloé al lado del grueso abrigo azul marino de su hija, que había conseguido que se pusiera quince días antes.

—¡Ahí está!

Isabelle alargó el cuello, pero no vio a la niña de la que era madrina. Cuando Johanna se dirigió hacia dos chiquillas, Isabelle las escrutó y se quedó tan estupefacta que se puso una mano delante de la boca. No había visto a Romane desde hacía casi tres meses, es verdad, pero eso no le habría impedido reconocer a su ahijada. Tan solo la identificó gracias a la bufanda y el gorro rojos, a juego con las gafas, que ella misma le había regalado. El rostro que había entre ambas prendas daba tanta pena que casi no pudo contener las lágrimas: la tez mate de la pequeña estaba amarillenta, su mirada verde esmeralda, tan apagada que parecía la de un viejo castigado por la vida. Isabelle observó que el pesado abrigo de lana flotaba alrededor de la cintura de Romane: la chiquilla había adelgazado. En ese penoso cuadro, la única nota de alegría la ponían las dos coletas de pelo castaño que escapaban a uno y otro lado del gorro. Sin embargo, comparado con la frescura traviesa que despedía su amiga pelirroja, ese elemento parecía artificial y reforzaba el aspecto enclenque de Romane.

—Hola, cariño —le dijo Isabelle, esforzándose en no dejar traslucir su pena—. ¡Qué contenta estoy! ¡Hacía muchísimo tiempo que no nos veíamos! Ven a darme un beso…

Cuando vio a su madrina, el semblante átono de Romane se iluminó. Saltó a su cuello riendo y la ahogó a besos.

—Supongo que esta jovencita es esa de la que me has hablado por teléfono, es decir, la señorita Chloé, ¿no? —preguntó Isabelle, volviéndose hacia la niña pelirroja.

—¡Sí, señora! —dijo la amiga de Romane—. ¿Y tú quién eres?

Como de costumbre, el pequeño grupo acompañó a Chloé a la panadería. Su madre había reservado una tarta de manzana para los adultos y un cerdito de mazapán para Romane. Esta última estaba contentísima de pasar dos días con Isabelle, que le hacía las veces de tía, dado que Johanna era hija única. Por primera vez desde hacía tres semanas, el trayecto hasta la casa fue animado. Romane se transformó a su vez en guía turística, ensalzando ante Isabelle la limonada de la señora Bornel, su jardín, donde Luca había instalado un columpio hecho con un neumático de camión, su nueva habitación, mucho más grande que la de París, y la chamarilería donde su madre le había comprado un flexo que era antiguo de verdad.

A las doce, desembocaron en la calle Hôpital por el callejón del Chevalier-Guérin y se quedaron sorprendidas al ver, en el umbral de su casa, a Hildeberto, que parecía esperarlas. Plácidamente sentado, el gran felino negro emitió un maullido al ver a sus amas. Romane fue corriendo hasta él. Sin moverse, el viejo minino se dejó aprisionar entre los brazos de la niña.

—Es rarísimo —constató Johanna—. Normalmente, Hildeberto no nos honra con su visita hasta la caída de la noche, para engullir unas croquetas antes de volver a irse pitando.

—Debe de tener hambre —concluyó Isabelle—. ¡Y con la llegada del invierno, seguro que también echa de menos el radiador!

—De todas formas, renuncio a comprender a este animal. ¡Desde que vivimos aquí, está rarísimo!

—Dicen que los gatos son psicopompos —susurró Isabelle para que Romane no la oyera—, que su espíritu está unido a los del más allá, conectado con las almas invisibles… Si pueden comunicarse con los muertos, tienen que ser capaces de sentir los problemas de los vivos, así que yo creo que, simplemente, Hildeberto sabe que la niña no está bien.

—Es posible. Pero en ese caso dormiría con Romane, como antes, en lugar de pasarse las noches por ahí. No nos dejaría solas con esta enfermedad.

—Johanna, esta noche estaré yo aquí. Me quedaré con ella y tú podrás dormir.

—Lo sé, Isa. Y te lo agradezco. Pero no creo que tenga ganas de descansar mientras ella no esté mejor.

El grupito entró en la casa, que olía a fuego de leña. Johanna reavivó las llamas de la gran estufa de fundición mientras Romane se quitaba el abrigo ante la mirada amarilla del gato.

—Dámelo —dijo Isabelle—, voy a colgarlo en el perchero.

—¡Espera, llevo al emperador en el bolsillo!

—¿A quién?

—¡A él! —dijo la chiquilla, exhibiendo el denario de plata antiguo—. ¡Es Tito, el rey de Roma!

—Perdona que te lo diga, pero creo que a tu rey le vendría bien ponerse a régimen… ¿Te lo ha dado Luca?

—No, ha sido Gargantúa, que no puede trabajar en su isla, que humea muy lejos, porque allí no hay ni muertos ni latín.

—¿Cómo?

—Se refiere a Tom —explicó Johanna sonriendo—. Es un espléndido regalo, la moneda data del año 79 después de Jesucristo y es de Pompeya.

—Ah, debe de tener mucho valor —contestó Isabelle—. Es un presente muy valioso, Romane.

—Sí, es un amuleto. Me gusta mucho, no me separo de él ni siquiera cuando duermo.

—Haces bien —dijo Isabelle, lanzándole una mirada afligida a Johanna—. De noche es cuando más falta hace un amuleto.

El lunes por la tarde, Johanna y Romane llegaron al hospital Necker con una hora de antelación y la chiquilla se puso a jugar con los otros niños que estaban en la sala de espera. Madre e hija estaban igual de agotadas. La noche del sábado al domingo, Isabelle había asistido, impotente, a las terribles manifestaciones descritas por su amiga: desde las doce hasta las cuatro y media de la madrugada, Romane había tosido, gemido, gritado y movido la cabeza de un lado a otro sin despertarse en ningún momento, pese a que la fiebre le había subido hasta 39,5 °C. Sudando a causa de la temperatura, su cuerpecito era sacudido por accesos de una tos seca que le destrozaba el pecho.

Una a cada lado de la cama, como hadas que hubieran perdido sus poderes, las dos mujeres observaban el fenómeno, estupefactas y abrumadas, poniendo un paño húmedo sobre la frente de Romane, cogiéndole la mano, tratando en vano de hablarle y de derribar el muro tras el cual la chiquilla estaba atrincherada, aislada del resto del mundo, sola y en suspenso.

Por fin, poco después de las cuatro y media su respiración se hizo más regular, sus gemidos y sus quejas se acabaron, la tos cesó y poco a poco la fiebre bajó. Isabelle se dejó caer en la cama de Johanna, y la madre se acostó en el colchón del despacho-dormitorio de invitados, que había trasladado junto al lecho de Romane.

Dos horas más tarde, la chiquilla se despertó. Johanna se levantó de un salto en cuanto oyó el primer roce de sábanas. Con un gesto ya cotidiano, puso la mano sobre la frente de su hija y constató que todo rastro de fiebre había desaparecido.

—Mamá, ¿por qué duermes en mi habitación? —había preguntado Romane—. Ya no soy un bebé…

—¿No recuerdas que has estado enferma esta noche?

—No, mamá, dices lo mismo todas las mañanas, pero no es verdad, no estoy enferma. ¡He estado durmiendo!

—De acuerdo. Bajemos. Despacio, no vayamos a despertar a Isabelle. Voy a prepararte el desayuno.

—No tengo hambre, mamá…

—Puede pasar, el profesor Bloch-Perrin la espera.

Johanna y su hija entraron en un despacho desordenado. Detrás de la mesa estaba sentado un hombre que llevaba una bata blanca con el logo de la Sanidad Publica-Hospitales de París, bastante joven para ser jefe de servicio. Sobre la mesa se apilaban los característicos sobres de papel kraft marrón, etiquetados y numerados, que contenían los historiales de los pacientes. Esa visión le trajo malos recuerdos a Johanna.

—Siéntese, señora, por favor. Voy a examinar a su hija. ¿Vienes conmigo, Romane?

Con gestos tranquilos y seguros, el hombre auscultó a la chiquilla, le preguntó por el colegio, por sus amigos, por algunos síntomas que Romane no recordaba, a dos metros de Johanna pero sin hacer intervenir a la madre. Finalmente, el doctor y la niña volvieron hacia la mesa y Johanna ayudó a su hija a ponerse el grueso jersey rosa.

—No tiene por qué preocuparse —dijo el jefe de servicio a Johanna—. Todo está bien.

—¿Qué entiende usted por eso?

—Creo que está claro —respondió, mirando un montón de hojas que había sacado del sobre—. Los resultados de las pruebas son muy buenos. Su hija goza de una salud perfecta. Aparte de una ligera deshidratación debida a la fiebre, que vamos a tratar con unos sobres de sal especial, no hemos detectado ninguna infección viral o bacteriana.

—¡Doctor, qué alivio! ¡Gracias! Pero, entonces…

Johanna se resistía a hablar delante de su hija, que pasaba las páginas de un libro de cuentos de Grimm sentada tranquilamente a su lado. Johanna bajó la voz y alargó el cuello hacia el médico.

—Doctor, en ese caso…, ¿cuál es la causa de sus crisis nocturnas? ¿Una malformación? ¿Un problema en el cerebro?

—Señora, acabo de decírselo, su hija está muy bien. Se le han hecho toda clase de pruebas, exploraciones y análisis, y puedo asegurarle que no tiene ninguna patología conocida, nada, en el plano físico, que pueda explicar las manifestaciones que usted ha descrito.

—¿Quiere decir que no sabe lo que tiene? ¿O que padece una enfermedad rara? Tiene una enfermedad huérfana incurable, ¿es eso?

—Señora…, se lo repito, los síntomas que nos ha descrito no corresponden a ningún cuadro clínico conocido. Físicamente, su hija no presenta ni una anomalía ni una carencia susceptible de explicar…

—¡Pero yo no lo he soñado! —lo interrumpió Johanna, a quien aquel médico sacaba de sus casillas—. ¡Venga a casa en plena noche y lo verá!

—Mamá —intervino con calma Romane—, el doctor dice simplemente que no tengo nada que falle. De todas formas, yo ya te lo había dicho: no estoy enferma.

—Yo no podría resumir mejor la situación —dijo el médico—. No obstante… Romane, ven, voy a enseñarte una cosa…

El médico llevó a la niña a un rincón de la habitación, donde puso en marcha un gran televisor que emitía dibujos animados. La pequeña se plantó delante de la pantalla y él volvió a su mesa.

—Quiero dejar claro que no pongo en duda el hecho de que su hija presente síntomas inquietantes y en ningún caso niego su sufrimiento, el de ambas. Al contrario que el adulto, que dispone de una capacidad de mentalización de sus dolencias, el niño se sirve de su cuerpo como terreno de expresión de trastornos psicológicos.

—Si descifro correctamente su jerga —repuso Johanna con ironía—, ¿está explicándome que la enfermedad de mi hija es de orden psicosomático?

—Puesto que todas las causas orgánicas han sido eliminadas y que la manifestación somática está dominada por alteraciones del sueño y alimentarias, me inclino, en efecto, por un trastorno somático psicógeno vinculado a factores medioambientales o a un problema relacional con la madre. Lo mejor es acudir a un especialista. Aquí tenemos excelentes psiquiatras infantiles. Le recomiendo a la doctora Marque], le he hablado del caso y podría recibirlas, a usted y a su hija, mañana por la mañana.

En el autobús que las llevaba hacia Montparnasse, Johanna apretaba contra su cuerpo el sobre marrón que contenía las copias de los resultados de los análisis. Se dijo que pediría una segunda opinión, incluso una tercera, en el hospital para niños Trousseau, por ejemplo, y en Port-Royal, cuyo servicio de pediatría tenía fama de ser excelente; además, estaba a unos metros de su apartamento de la calle Henri-Barbusse. En Necker podían haberse equivocado, ¡o no haber detectado un virus! No podía conformarse con el diagnóstico del profesor Bloch-Perrin, el cual había pronunciado algunas palabras que le partían el corazón: «psicosomático», «problema relacional con la madre»… ¿Era ella responsable de la enfermedad de su hija? ¿Qué había hecho mal o dejado de hacer? Aunque, en la superficie, cuestionaba el veredicto del médico, en el fondo se sentía culpable.

No conectó el teléfono móvil, en el que sabía que ya había un mensaje de Isabelle y varias llamadas de sus padres, a quienes había procurado no alarmar, pero que se asustaban de cualquier cosa que afectara a su nieta. Johanna no les había contado nada de los síntomas de Romane y había buscado mil pretextos para impedir que la vieran. Sin embargo, tendría que llamarlos. ¿Qué iba a decirles? ¿Que a la mañana siguiente llevaría a su hija de cinco años a la consulta de un psiquiatra? No lo entenderían.

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