La palabra de fuego (20 page)

Read La palabra de fuego Online

Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
11.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ama y esclava se han acostumbrado tanto la una a la otra que una sutil forma de complicidad se ha establecido entre ellas. Por la posición de su ama en la cama por la mañana, Livia sabe de qué humor se despertará, y a Faustina le basta sentir un instante las manos de su esclava sobre su piel para darse cuenta de que Serva es presa de tormentos que se niega a compartir con ella a través de la tablilla de cera. A diferencia de Livia, que conoce la intimidad de su ama, Faustina ignora la fe secreta de su
ornatrix.

Lentamente, Livia retira la mascarilla del rostro de Faustina con unos paños impregnados de agua de rosas, la ayuda a darse la vuelta y le masajea largamente el cuello, los hombros, la espalda, las piernas y los pies. Cuando utiliza esos aceites de elevados precios e ingredientes exóticos, sobre todo esencia de nardo, la más pura y la más cara, Livia piensa en María de Betania, que ungió a Jesús con ella. Entonces sus gestos se vuelven de una suavidad extrema e imagina que reproduce el acto de la santa, cuyo misterioso mensaje resuena en su interior. Olvida la coerción, la humillación de su condición, la vergüenza de su oficio, que a sus padres les habría parecido deshonroso, ellos que consideraban el lujo una corrupción y reservaban el uso de los perfumes y las fragancias únicamente al culto de Dios.

Faustina vuelve a ponerse boca arriba y Livia le embadurna la cara con una crema grasa y pegajosa. Hasta el asesinato de Popea por Nerón, «la pomada Popea» estaba de moda, pero desde la desaparición de la musa del tirano las romanas prefieren los preparados recomendados por Hipócrates, Teofrasto, discípulo de Aristóteles, Plinio, Celso o Dioscórides de Anazarba. Por eso, una vez almes Livia embadurna la cara de su ama con hígado de toro o boñiga de vaca. Hoy se contenta con aplicarle una crema de col que se supone que proporciona una tez lisa y fresca. Después pasa al maquillaje. Como toda mujer de mundo, Faustina sería incapaz de exhibirse en público con la cara desnuda. El blanco de cerusa, a base de carbonato de plomo, ha salpicado los dedos de Livia de manchas indelebles, y muchas de sus usuarias tienen el rostro irremediablemente estropeado. Aunque todo el mundo sabe que es tóxico, a nadie se le pasa por la cabeza prescindir de él y la esclava lo extiende generosamente sobre las facciones de su ama. La espesa mezcla cubre instantáneamente arrugas, manchas, granos y surcos, transformando a Faustina en estatua lisa y pálida, con aspecto de cadáver. En el hueco de una concha, Livia vierte un poco de pigmento rosa, añade unas pulgaradas de rojo intenso y lo mezcla con una pequeña espátula de plata. Entonces, como un pintor, aplica y funde el color en las mejillas, la frente y la barbilla de su modelo, cuyo rostro cobra vida. Sin temblar, dibuja las cejas y pinta los ojos con negro de galena. Luego los realza con glauconita verde, que armoniza con el rojo oscuro de la melena de su señora, cuyos cabellos blancos arranca y que tiñe cada dos semanas con una pasta de azafrán y de alheña. Termina iluminando los labios con orcaneta, un púrpura vivo y cálido que acaba de metamorfosear a Faustina en un cuadro denso y sofisticado, que la esclava tendrá que retocar hasta que su ama se acueste, momento en el que lo borrará para empezar de nuevo a la mañana siguiente.

Finalizado el maquillaje, Livia empieza con el peinado. Con precaución, libera la masa roja recogida en un gran moño, la desenreda y la unta con aceite de iris. Cuando aspira ciertos perfumes, cuando alisa los cabellos de Faustina o unta su piel con aceite de canela o esencia de nardo, Livia experimenta un placer que no tiene nada que ver con la alegría de obedecer a Jesucristo o la abnegación forzada hacia la matrona. Aunque su cuerpo sea el de una mujer, la mente de Livia es demasiado inmadura para identificar la verdadera naturaleza de ese arrebato de los sentidos. No se siente culpable de esa voluptuosidad causada por la magia de las ricas y paganas esencias. No tiene conciencia de que, en el fondo, le encanta ese oficio que dota a sus manos de la suavidad de una seda de Oriente, impregna su alma de olores sutiles y lánguidos, y despierta unos instintos que el apóstol Pablo habría calificado de concupiscencia. Separada de la asamblea de los cristianos desde hace cuatro años, su fe ha seguido siendo la creencia sincera pero ingenua de una niña, una oración clandestina y muda ligada al pasado, aislada del mundo y privada de rituales. Su credo no ha podido crecer con el desarrollo de su carne, ha permanecido agazapado en su seno, sin conocer el pecado pero tampoco la expansión, como un arbolillo sin sol y sin agua condenado a una tierra de exilio.

—No se le pide que tenga la sabiduría y el valor sobrehumanos de Séneca —dice Faustina, sentándose en la cama. Condenado al suicidio por Nerón, el filósofo no vaciló en cortarse las venas de los brazos y, ante el escaso derrame de sangre, se cortó también las corvas y los muslos, a la vez que se despedía con calma de su mujer y sus amigos. Nadie pone en duda que, de esa fuerza, Nerón está totalmente desprovisto…

Livia coge un mechón de delante, semilargo, y lo enrosca concienzudamente.

—Pero, si no es capaz de cortarse las venas —prosigue Faustina—, ¡podría tomarse la poción mortal que le sirvió a su hermano!

La esclava riza otros mechones de delante y recoge la cabellera a ambos lados de la cabeza en dos grandes rodetes. Después extrae algunas mechas para que caigan sobre el cuello y las ondula, se coloca detrás de su ama y hace finas y prietas trencitas en la nuca. A continuación, las une en un gran moño y utiliza algunas de ellas para sujetarlo. Livia examina el peinado y le parece que los bucles son demasiado escasos, tanto más cuanto que esa noche su ama y su marido están invitados a una gran cena en casa de Ninfidio Sabino, el prefecto del Pretorio, el jefe de la guardia pretoriana, el hombre fuerte del momento. Faustina debe estar perfecta. Saca del cofre, pues, unos bucles postizos que ha teñido previamente del color de los cabellos de su señora y los aplica sobre la parte anterior de la cabeza con horquillas de hueso y de marfil, a fin de que formen una diadema. Tiende un espejo de plata y espera el veredicto.

—Muy bien, Serva —dice Faustina—. Oye, antes de volver a casa, iremos al templo. Tengo que invocar a la diosa Isis para que ponga fin a la vida de Nerón. Para que le dé valor para acabar de una vez, para acelerar el viaje de las tropas de Galba y de Otón, y para que nos traiga la paz. Vamos, pequeña.

Ataviada con una larga túnica blanca, una
stola
, vestido de manga corta de color lila, y una
palla
, largo chal del mismo color, y adornados los brazos, el cuello y los tobillos con voluminosas joyas de oro, Faustina está sentada en una silla que transportan su liberto Partenio y un esclavo de la casa, junto a la cual una doncella sujeta una sombrilla sobre su cabeza. Los siguen Livia acarreando sus pertrechos, otras dos sirvientas y cuatro esclavos fornidos, encargados de defender al séquito en caso de sufrir un ataque en las calles, todavía menos seguras de lo habitual a causa de las bandas de Nerón. Faustina se dirige al templo de Isis, construido por Calígula y que se encuentra, como las termas de Agripa, en el Campo de Marte. Pese a la suavidad del aire primaveral, la atmósfera de la ciudad es la de una cloaca, consecuencia de varios meses de estado de sitio y del terror salvaje instilado por un emperador destituido. El miedo, la cólera y la escasez que causan estragos en la Urbe son visibles en el rostro de los transeúntes. Como la mayoría de los romanos, Faustina piensa que únicamente la sangre de Nerón y de sus partidarios podrá apaciguar la ciudad. En consecuencia, se dispone a derramar la sangre de un animal, a fin de reclamar la de los culpables.

Situado junto al templo de Minerva, el Iseum forma un rectángulo cuya entrada está decorada con obeliscos de granito rosa de Siena que llevan esculpidas inscripciones en escritura jeroglífica, y con estatuas de la diosa, de Osiris, Serapis, Anubis y Horus, a las que todas las mañanas engalanan con vestiduras y joyas durante una ceremonia presidida por los sacerdotes y sacerdotisas de Isis. La matrona baja de la silla de manos, se pone un gran velo de lino blanco que cubre cabeza y cuerpo, y se aparta de su escolta a fin de penetrar en el templo. Livia deja en el suelo los dos cofres y espera en el atrio. Solo los sacerdotes, los iniciados y los devotos tienen derecho a entrar en el santuario. Los cultos egipcios y orientales están muy en boga en Roma desde que fueron integrados en el panteón romano. Larcio Clodio Antillo, el marido de Faustina, es un adepto de Mitra, religión mistérica cuyos discípulos, exclusivamente de sexo masculino, se organizan en el seno de una jerarquía de siete grados y según una concepción cosmogónica del mundo.

En lo que se refiere a Faustina, fue «llamada» por la diosa durante un sueño, tal como lo exige la iniciación isíaca. Su preparación, alentada por varias de sus amigas, consistió en ayunos y enseñanzas diversas, entre las que destaca como más importante el mito de Isis. Si bien Faustina, como todos los devotos y los iniciados, se muestra discreta sobre el culto propiamente dicho, le explica a Livia que en el templo de Isis hay una hidria que contiene agua sagrada del Nilo, que Osiris es una promesa de inmortalidad y que Isis es el símbolo del amor, una diosa compasiva y poderosa que hace milagros y da a cada adepto una vida en el más allá, una existencia eterna.

Naturalmente, Livia no puede protestar, el recuerdo de las persecuciones le impediría hacerlo. Sin embargo, le gustaría decirle claramente a su ama que la salvación después de la muerte no puede provenir de aberraciones astrológicas, de sacrificios sangrientos o de ídolos burlescos nacidos de la imaginación humana, sino de un solo redentor, el hijo de Dios, que vino realmente a la tierra hace unas decenas de años para salvarlos garantizándoles la resurrección individual. Le gustaría hablarle de Pedro, el compañero de Jesús, de Pablo, de la Buena Nueva de Dios, que tan bien responde a las angustias y a las expectativas de Faustina sobre el más allá. Desgraciadamente, lejos de toda tentativa de evangelización, se limita a buscar mil trucos para no dejarse corromper: durante las comidas, esconde bajo la túnica los trozos de carne inmolada y se los da después a los perros, no acompaña nunca a sus iguales al templo de Vesta o de Júpiter y asegura que prefiere ir sola al templo de Mercurio, el dios de la elocuencia, a fin de que la cure. Solo junta las manos para rezar su oración muda por la noche, cuando todas las mujeres están dormidas.

Faustina sale del templo de Isis y, sin decir una palabra, se instala en la silla. Cuando se quita el amplio velo blanco, Livia observa sobre ella ínfimas manchas de sangre y le llama la atención la súbita ausencia de un pesado brazalete de oro en la muñeca de su ama.

—Serva —le dice la matrona a modo de respuesta—, pon los cofres a mis pies, yo me encargaré de ellos hasta llegar a casa. Tú debes ir al establecimiento de Haparonio, el
unguentarius
; quiero llevar esta noche el perfume que le he encargado. Debe de estar listo. Ve a buscarlo y luego ven a casa inmediatamente a prepararme para el banquete en casa del prefecto del Pretorio. Partenio, acompáñala y protégela. Y nosotros, ¡en marcha!

Los esclavos levantan la silla, la sombrilla se abre y la comitiva se aleja del Campo de Marte. Livia y Partenio se quedan solos. Juntos se encaminan a la
taberna
de Haparonio, un liberto que ha hecho fortuna en el comercio de perfumes, ungüentos y medicamentos. La presencia del robusto intendente tranquiliza a la
ornatrix
. Los establecimientos de los perfumeros tienen fama de albergar las citas de las cortesanas, de la juventud desenfrenada y de la gente de costumbres ligeras. Aunque Livia ya ha estado en la tienda de Haparonio con su señora y no ha observado nada sospechoso, habría temblado ante la idea de ir sola.

Partenio entra primero en la tienda. La joven lo sigue y olvida sus temores cuando el espectáculo inunda su vista y su olfato: miríadas de frascos de alabastro, plata, oro y cristal opaco procedentes de Siria o de Fenicia, de todas las formas y de colores diversos brillan bajo el sol vespertino de junio. Píxides, cofrecillos y pequeñas ánforas de arcilla en forma de almendra están alineados en el local, despidiendo un cortejo de olores que se mezclan en el aire saturado. Livia reconoce las fragancias florales que llevan los hombres: el
rhodinon
de rosas silvestres, la mejorana, el nardo de lavanda o de toronjil, el lirio… Las mujeres prefieren el perfume embriagador del estoraque y del benjuí. Las prostitutas y las pobres se rocían con esencias de junco, de retama o de caña olorosa, que repugnan a Faustina y las mujeres de su rango, para quienes la rareza del perfume es signo de riqueza. Una dama de la alta sociedad no puede rebajarse a llevar una fragancia elaborada a partir de ingredientes producidos en Italia: hay un abismo entre los perfumes de lujo de composición oriental y las copias, falsificaciones o perfumes baratos de ingredientes locales. Aunque Livia se prohíbe perfumarse, sus manos y sus brazos huelen a las esencias carísimas con las que impregna varias veces al día a su ama.

La jovencita deambula por el laboratorio, maravillada ante tanto ensueño. Se entretiene con los tarros de ungüento y de crema, los aceites esenciales de plantas, las especias y los aproximadamente sesenta aromas que se secan en una habitación contigua, al lado de las prensas de madera, y que, macerados en aceite de ben, de aceitunas silvestres o de almendras amargas, servirán para elaborar los preciosos efluvios.

En cuanto a Partenio, parece impacientarse y, haciendo caso omiso de los esclavos que sirven en la tienda, se dirige directamente hacia Haparonio, un hombrecillo moreno de rostro cuidadosamente depilado. El comerciante inclina obsequiosamente la cabeza y se dirige hacia la
ornatrix
de una de sus mejores clientas.

—¿Cómo estáis, jovencita? —Haparonio es el único que no la llama Serva—. No quería turbar vuestro paseo, aparentemente agradable, por mi modesta tienda… ¿Os habéis fijado en las novedades? El intendente de la
domina
Faustina Pulcra parece tener prisa hoy… El encargo está listo… Tened la amabilidad de seguirme, por favor.

La muchacha de ojos violetas sigue al perfumista. Partenio se queda esperando en la tienda, con la nariz metida en un frasco de esencia de cardamomo. Haparonio conduce a Livia a una especie de despacho donde, alrededor de una mesa cubierta de papiros y de tablillas de cera, destacan, sobre alfombras orientales, unos cofres de maderas preciosas.

Other books

Twin Flames by Lexi Ander
That Old Black Magic by Moira Rogers
Burn by Jenny Lyn
The Clue of the Broken Blade by Franklin W. Dixon
Before We Met: A Novel by Whitehouse, Lucie
Sheisty by Baker, T.N.
My Soul to Keep by Sharie Kohler
Romancing the Rogue by Kim Bowman