La palabra de fuego (17 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—Después, además de los vómitos, Romane tuvo accesos de fiebre, hasta 40 °C. Entonces la llevé a urgencias pediátricas del hospital de Auxerre, a cincuenta kilómetros.

—Claro. ¿Y qué?

—Temía que tuviera meningitis, aunque Romane decía que no le dolía la cabeza… El equipo de Auxerre, en cambio, pensaba que podía tratarse de un ataque de apendicitis.

—¿Cuál fue el diagnóstico?

—Gastroenteritis aguda. Le dieron un tratamiento y nos mandaron esa misma noche a casa.

—¿Y el tratamiento no fue eficaz?

—Sí, en lo que respecta a las náuseas. Romane dejó de vomitar, pero empezó a toser. Solo por la noche. Durante el día está normal, aunque se cansa. Pero las noches son terribles: tiene accesos de tos atroces, fiebre, un sueño muy agitado, le cuesta respirar, no para de dar vueltas, presa de las peores pesadillas…

—Johanna, las pesadillas son consecuencia de la fiebre.

—Tal vez. En cualquier caso, al amanecer la fiebre baja tan súbitamente como ha subido. Cuando se despierta, Romane está físicamente agotada y no sabe por qué. No se acuerda de nada, ni de sus sueños ni de la tos.

—Es muy raro, es verdad. ¿Esas crisis nocturnas no la despiertan?

—Nunca, y yo no me atrevo a despertarla a la fuerza. Duerme profundamente pese a la fiebre y la tos. Es como si su mente cayera en una especie de coma poblado de sueños feroces, mientras que su cuerpo se ahoga.

Isabelle estaba estupefacta.

—¡Es terrible, Johanna! ¡Comprendo tu angustia! ¿Has vuelto .i llevarla al hospital?

—No, he consultado al doctor Servais. ¿Te acuerdas de él? Es el pediatra que la visitaba cuando vivíamos en París.

—Por supuesto, es uno de los más reputados del distrito V.

—¡Reputado! ¡Y un cuerno! ¡Un incompetente, eso es lo que es! ¡Lo único que ha hecho es meterle antibióticos!

Hacía años que Isabelle no había visto a su amiga tan enfadada. Como madre, compartía su ansiedad, aunque estaba un poco dolida por que no la hubiera hecho partícipe antes de sus inquietudes respecto a su hija.

—Seguro que es porque Romane los necesitaba, Jo… ¿Cuál ha sido su diagnóstico?

—«Infección ORL o pulmonar.» Al principio pensó que se trataba de ataques de asma. Auscultó a Romane por todas partes, la hizo toser, soplar en una máquina, y concluyó que con toda seguridad no era eso. Después, por más que le dije que mi hija no tenía ningún grano ni ninguna otra clase de erupción cutánea, iosa que por lo demás constató él mismo, estaba empeñado en que tenía un principio de escarlatina. Lo cierto es que no sabe lo que le pasa y se ha limitado a recetarle paracetamol y antibióticos, y a mandar hacerle un montón de pruebas y análisis.

—Johanna, yo no soy médico, pero sí madre de tres críos y, por lo tanto, estoy acostumbrada a las enfermedades infantiles. Sin embargo, lo que acabas de contarme para mí es nuevo… Mira, la fiebre siempre es indicio de infección, sea cual sea la causa. O sea que, en espera de descubrir el origen, el doctor ha prescrito antibióticos para evitar que la infección se agrave. Es un reflejo, sí, pero un buen reflejo, ¿no te parece?

La cólera de Johanna se aplacó. Estaba abatida y respondió en un tono lúgubre:

—No sé, Isa. Estoy agotada. Me paso las noches mirando, impotente, cómo mi hija se ahoga mientras duerme. Confieso que ya no sé lo que podría aliviarla. En cualquier caso, los medicamentos no han cambiado nada.

—Las pruebas se las han hecho, ¿no?

—Sí, claro. Convencí a Servais para que nos consiguiera una cita en el hospital Necker, con el jefe de servicio de pediatría general. Don Importante no estaba disponible, y lo único que hizo el médico que nos vio fue prescribir todavía más pruebas. La pobre… No le han ahorrado nada… Muestras de sangre, análisis de orina, radiografía de tórax, punción lumbar y pleural, escáner cerebral, resonancia magnética, tests epidérmicos de reacción a los alérgenos… ¡No te puedes imaginar lo paciente y valiente que ha sido! Yo sufría por ella, pero a ella todo eso le parecía divertido, era casi como un juego…

—En Necker están acostumbrados, saben cómo tratar a los niños… Cuando Jules tuvo bronquiolitis, se portaron de maravilla. ¿Cuándo tendrás los resultados?

—Pasado mañana, lunes. Tenemos cita a las cuatro de la tarde con el jefe de servicio. Saldremos por la mañana para estar seguras de no llegar tarde.

—Jo, ¿quieres que os acompañe? ¿O va a ir Luca contigo?

—No, gracias, Isa, ni Luca ni tú. Perdona, pero prefiero que estemos las dos solas.

—De acuerdo. Mientras tanto, está muy bien que haya venido este fin de semana… Oye, tu vieja amiga te propone un pacto: hasta el lunes, tú dejas de atormentarte con el asunto de tu hija y, a cambio, yo me comprometo a hacer todo lo posible para distraerte. Para empezar, vamos a tomar otra copa.

—No, Isa, ya estoy medio colocada, con el cansancio no aguanto el alcohol…

—Bueno, ¿y qué?, estarás colocada del todo y eso te hará olvidar las preocupaciones. Venga, otra copa, un plato de salchichón de Morvan, y después exijo una visita guiada a la basílica. Te lo advierto, quiero que me cuentes la historia de cada piedra, con un panorama completo sobre María Magdalena, tus excavaciones, el simbolismo medieval, la política de los benedictinos y todo lo que hayan podido hacer esos dichosos monjes negros, fechorías incluidas…

Johanna jamás olvidaría la cara de Isabelle cuando le había anunciado, en la cama del hospital, que estaba embarazada. Jamás borraría de su memoria la reacción de su amiga, garantizándole su presencia y su apoyo durante la IVE, la Interrupción Voluntaria del Embarazo. Isabelle se había negado a creer que quisiera tener el niño. Johanna, sin embargo, no le guardaba ningún rencor. En aquella época tenía no solo el cuerpo destrozado, sino el corazón perdido y la mente totalmente brumosa. Había elegido la vida, pero su alma flotaba todavía entre los dos mundos.

¿Cómo iba a guardarle rencor a Isabelle, que era la encarnación del realismo y del sentido práctico? «Pragmática», había pensado en el pasado Johanna, con una pizca de desprecio. Sin embargo, durante y después de su embarazo, su vieja amiga de instituto le había proporcionado un respaldo que no se limitaba a la esfera material. Esta mujercita rubia y repleta, siempre de punta en blanco, más inclinada a disertar sobre la moda, el precio del kilo de jamón serrano o el último diente de su hija que sobre el arte románico y la datación de esqueletos medievales, le ofrecía un calor sencillo, sólido y constante del que Johanna se sabía desprovista. La arqueóloga había tomado conciencia de que hasta el momento se había preocupado más de los muertos que de los vivos, de las piedras que de los humanos, y de que había pasado al lado de su propia existencia.

—Es extraordinario —se extasió Isabelle ante el gigantesco pórtico del nártex. Este es auténticamente medieval, ¿verdad? ¿Quién lo esculpió? ¿Cuándo?

—Quién, no se sabe exactamente… ¡En cualquier caso, no Michel Pascal, el escultor de Viollet-le-Duc en el siglo XIX! Cuándo, entre 1125 y 1130.

—En el centro, evidentemente, está Jesús, un Jesús glorioso, si no recuerdo mal el catecismo, con una aureola de piedra alrededor de la cabeza —dijo Isabelle.

—Esa aureola se llama mandorla —explicó Johanna—. Simboliza la divinidad y viene simplemente de la palabra «almendra».

—Ah. Supongo que los que están a la derecha y a la izquierda de Jesús, con un libro en la mano, son los apóstoles… Pero ¿quiénes son todos esos personajes esculpidos en un tamaño más pequeño alrededor de la escena principal? Algunos tienen un aspecto muy extraño, ¡parecen monstruos!

—Es el resto del mundo, Isa, el mundo profano que los apóstoles deben convertir a la palabra de Jesús. Fíjate bien en esa procesión de pueblos, es muy interesante, nos cuenta cómo veían los hombres del siglo XII el mundo antiguo de la época de Cristo: abajo, a la izquierda, tienes el mundo conocido, es decir, los romanos y los escitas; aquí figuran los pueblos de Europa; abajo, a la derecha, el mundo desconocido y misterioso: los macrobii, unos gigantes que imaginaban que vivían en las Indias…, ese pequeño que sube al caballo con una escala es un pigmeo de África…, y allí, esos personajes con enormes orejas son los preferidos de Romane, los panotii, que al caer la noche se envuelven en sus orejas como si fueran una manta, para dormir…

—A ese escultor no le faltaba imaginación… Y aquellos de allá arriba, ¿quiénes son?

—Los judíos, los capadocios, que son siameses, los árabes, representados por un médico y su enfermo, un pueblo con cabeza de perro que vivía en el valle del Ganges…, esos con la nariz chata son los etíopes, después vienen los frigios, los bárbaros, los bizantinos y, por último, los armenios. A su alrededor están los signos del Zodíaco con los trabajos asociados a cada período del año.

—Y esa gran escultura mutilada que está allí, sobre el pilar, ¿quién es?

—San Juan Bautista. Está delante de la puerta porque él, el que bautizó a Jesús, es la llave de acceso a la Iglesia de los fieles de los penitentes y de los catecúmenos, los que aspiran al bautismo.

—Ahora comprendo mejor lo que dices de que en la Edad Media todo es símbolo… Pero, Johanna, ¡no me dirás que no es también proselitismo!

—Yo hablaría más bien de fervor. Pero no te falta razón. Ven, entremos.

La gran nave central románica impresionó a Isabelle, en particular la bicromía de los arcos de medio punto del techo y la abundancia de decoraciones esculpidas.

—Sí, la alternancia de piedras blancas y marrones en los arcos perpiaños es magnífica —convino Johanna—. Son piedras calcáreas de pueblos vecinos, el tono marrón resulta de la coloración natural por el óxido de hierro; esas son originales, ¿ves? Desgraciadamente, en la época de la restauración, Viollet-le-Duc ya no encontró ese color marrón grisáceo en las canteras locales y, por lo tanto, las claves que se hicieron de nuevo están pintadas. Pero está admirablemente reconstruida… Viollet-le-Duc solo tenía veintiséis años cuando desembarcó aquí y se enamoró de este lugar como de una mujer. A su esposa le escribió muchas veces que las piedras de la abadía eran sus amigas, y sus amantes…

—Es asombrosa la sensación de paz que se tiene aquí, esta luz suave…

—Esa es una de las virtudes del arte románico. En el siglo XII, esta nave era una de las más vastas de toda la cristiandad occidental, ¡sesenta y dos metros! Solo la de Cluny era más grande… La luz fue utilizada como un material más, exactamente igual que la piedra. Tendrás que volver en el solsticio de verano para admirar «el camino de luz».

—¿Qué es eso?

—A las doce en punto de la mañana, el sol traza un camino en el eje mediano del suelo de la nave: unas manchas de luz de geometría perfecta que conducen al coro aparecen de pronto, comopor arte de magia, simbolizando el vínculo de esta iglesia con el cosmos y, por lo tanto, de los hombres con Dios.

—¿Quién fue el maestro de obras de la iglesia románica?

—Desgraciadamente, no se sabe. Hace siglos que todos los archivos de la abadía fueron destruidos, como consecuencia de saqueos e incendios. No queda nada, como tampoco queda nada de los edificios conventuales y del castillo, vendidos como bienes nacionales en la Revolución y desmantelados piedra a piedra, igual que Cluny. El único vestigio de la gran abadía es esta iglesia.

—¡Qué pena! ¿Y se sabe qué abad mandó construir todo esto?

—Fueron varios. Cinco maestros de obras, cuatro de los cuales eran monjes originarios de Cluny, pues la gran mayoría de los trabajos fue realizada cuando Vézelay se hallaba bajo la tutela de la abadía de Cluny. El abad Artaud, el primer cluniacense de Vézelay, tomó la decisión de construirla e hizo edificar el coro y el transepto románicos muy a finales del siglo XI. El pobre, lo pagó caro…

—¿Qué quieres decir?

—Recaudó unos impuestos tan elevados para financiar las obras que los habitantes del pueblo se sublevaron y, en 1106, lo decapitaron. Una leyenda cuenta que enterraron a los monjes vivos, solo sus cabezas sobresalían del suelo, y utilizaban el cráneo del abad Artaud como bola de petanca…

—¡Es demencial!

—Sí, el asesinato de un personaje sacro en una tierra sacra provocó una vivísima conmoción, en Borgoña y fuera de ella… Los habitantes de Vézelay estaban terriblemente furiosos… y sobre todo abrumados por las cargas; no olvides que eran siervos de la abadía. Además de los impuestos habituales, estaban sometidos a lo que se conoce como manos muertas, que establecían que, si morían sin hijos, la abadía heredaba sus bienes. Y como guinda del pastel, si surgía el menor litigio, era el abad quien administraba la justicia. Tenía poder de vida y muerte sobre sus súbditos, a los que no vacilaba en hacer colgar en una de sus doce horcas…

—¡Vaya con el abad!

—Hasta la Revolución, las viudas de Vézelay no podían volver a casarse sin el consentimiento del abad… Sin pretender justificar el fervor revolucionario, en tales condiciones comprendes mejor la saña que desplegaron los habitantes de Vézelay, de Cluny y de muchos otros pueblos vasallos de una abadía al liberarse y destruirlo todo. No obstante, en el asunto del asesinato del abad Artaud, la exasperación de los habitantes había sido atizada por el conde de Nevers, Guillermo II, que codiciaba las riquezas del monasterio y no soportaba el poder de ese rival. A la muerte de Artaud, fue elegido Renaud de Semur. El 21 de julio de 1120, víspera de Santa Magdalena, el armazón de madera de la nave carolingia se incendió mientras la iglesia estaba llena de peregrinos. El armazón y el tejado se derrumbaron. Hubo más de mil muertos. Entonces, Renaud de Semur emprendió la construcción de la nueva nave, en estilo románico, con tímpanos esculpidos en uno de los cuales aparece el fantástico Jesús glorioso. Esa nave es esta en la que nos encontramos hoy. Fue el abad Alberico quien la terminó, hacia 1140. El nártex románico, con las dos torres, una de ellas la de San Miguel, es obra del último abad cluniacense de Vézelay: Ponce de Montboissier, que no es otro que el hermano de Pedro el Venerable, abad de Cluny. Bajo su abaciado, los burgueses de Vézelay, alentados a la revuelta por los condes de Nevers, no cesan de cuestionar el poder de la abadía, llegando a erigirse en «comuna» autónoma del monasterio…

—¿Ese abad también fue asesinado?

—Poco faltó. En 1155, los lugareños asaltan la abadía, la saquean y matan a varios monjes, pero el abad Ponce consigue huir y refugiarse bajo la protección del rey de Francia Luis VII, que interviene.

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