La palabra de fuego (49 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—¡Bienvenida a la casa del filósofo! —exclamó Philippe—. Ven a admirar lo que ha dado su nombre a la villa… Te presento a Ingrid, nuestra especialista en pinturas del cuarto estilo. Es danesa y habla inglés.

Johanna la saludó en esa lengua, la más empleada en los equipos cosmopolitas que trabajaban en el yacimiento. La alta y rubia joven iba manchada de pintura roja, amarilla, verde y negra. El fresco, por el contrario, estaba medio borrado. Se podía, no obstante, distinguir un grupo de personajes con toga, tendidos en camas de banquete, seis a la derecha y seis a la izquierda, alrededor de un anciano aureolado, de pie en el centro, con algo en la mano que parecía un rollo de papiro.

—¿Quién es? —preguntó Johanna examinando al viejo sabio—. ¿El propietario de la villa?

—No —respondió Philippe—. Desgraciadamente se ignora el nombre de la persona a la que pertenecía esta casa. Pero se sabe que era adepto del estoicismo, pues el personaje central de esta pintura es Zenón de Citio, el fundador de la escuela griega del Pórtico. A su derecha, sus discípulos: Cleantes de Asos, Crisipo de Soli, Diogenes de Babilonia, Antípater de Tarso, Panecio de Rodas y Posidonio de Apamea. A su izquierda, los pensadores latinos: Cicerón, Séneca, Thrasea Peto, Musonio Rufo, Helvidio Prisco y Epicteto. Están representados, por lo tanto, los maestros estoicos antiguos y modernos; al menos, modernos para alguien que vivía en el siglo I. Es un homenaje tan claro que llevó a deducir que la casa pertenecía a un filósofo estoico.

—¡Qué interesante! —dijo, entusiasmada, Johanna—. Pero… ¿no se ha encontrado el cadáver de ese filósofo?

—En 1877, cuando la casa fue descubierta, exhumaron a siete víctimas: un cadáver masculino en el establo, tres cuerpos en el atrio, un hombre en el pasillo por el que hemos entrado, una niña tendida en el jardín…, se hizo un molde del cuerpo de la chiquilla, pero fue destruido en el bombardeo de 1943…,y por ultimo un hombre que había perecido, asfixiado, en el sótano. Todos eran indiscutiblemente esclavos y…

—¿En el sótano? —lo interrumpió Johanna—. ¿Podría ver ese sótano?

Philippe frunció el entrecejo.

—Claro, pensaba enseñarte toda la villa, no te preocupes…

Ella se mordió los labios. Tenía que controlar su curiosidad y sus emociones. ¡Además, nada le permitía creer que el papiro de Livia estaba escondido en esa casa! Al contrario, si se paraba a pensar, debía admitir que era imposible que estuviese en esa villa. El sótano había sido excavado y no habían encontrado nada aparte de los restos de un esclavo masculino. Eso no encajaba… Su intuición le decía, con todo, que las palabras ocultas no se hallaban lejos. Sin duda yacían en una villa vecina… o en la zona cercana que nadie había excavado, la famosa «reserva arqueológica para las generaciones futuras». ¡Claro! ¡Eso explicaba por qué no se había encontrado nunca el mensaje! El papiro estaba oculto en algún lugar cerca de ella, enterrado bajo varios metros de cenizas y de
lapilli
que nadie había tocado desde el año 79. ¡Diantre!, si tenía razón, ¿cómo iba a arreglárselas para sacarlo? Por otro lado, si el papiro no estaba en esa casa, ¿por qué habían asesinado a los dos arqueólogos de Tom? Las excavaciones…, la solución la darían los trabajos del equipo. ¿Y si James y Beata habían empezado a hacer unas excavaciones clandestinas en el sector virgen de al lado, a unos metros, al final del callejón? ¡Excavar una tierra ciertamente prohibida, pero que se sabe que contiene tesoros, es la razón de ser de todo arqueólogo! Quizá habían dado, por casualidad, con el sótano de Livia o estaban acercándose peligrosamente a él…

—Es la residencia típica de un rico patricio —proseguía doctamente Philippe—. Detrás del fresco se escondía la zona de los esclavos. Al otro lado del atrio…, ven conmigo, voy a enseñártelo…, un comedor y un dormitorio señorial de invierno, las cocinas y la bodega, tras las cuales estaban la cuadra y el establo.

Philippe condujo a Johanna a una pequeña habitación, decorada con los restos de un templo enmarcado por dos columnas y un frontón triangular con varios nichos vacíos. Arrodillado ante el altar de mármol, un joven de largos cabellos rojos recogidos en una coleta dibujaba en un gran bloc de papel blanco.

—Este es Pablo, doctorando en Madrid y especialista en dioses antiguos. Intenta identificar a las divinidades que estaban pintadas en este larario, altar doméstico donde los romanos adoraban a los dioses, los genios del hogar y sus antepasados, representados por esculturas y máscaras mortuorias colocadas en esos nichos.

—Ya.

Philippe la llevó a continuación a una habitación intermedia entre el atrio y el peristilo, sembrada de cascotes alineados y de restos de columnas que en sus tiempos estaban pintadas.

—El
tablinum
—dijo—. Es una sala donde se recibía a las visitas. Está muy dañada… James era el encargado de hacer el inventario de los fragmentos, con vistas a una reconstrucción.

Johanna puso con suavidad una mano sobre el hombro de Philippe. Sorteando los vestigios etiquetados y numerados por el arqueólogo asesinado, entraron en el peristilo. A Johanna se le encogió el corazón al ver lo que debía de haber sido un jardín de las delicias y que, bajo el cielo claro, no era más que un campo de ruinas: a las blancas columnas corintias que sostenían el tejado desaparecido les faltaban tres cuartos de su altura. En el centro, lo único que permitía adivinar el jardín rectangular eran sus contornos de piedra. Los frondosos parterres de flores y los arbustos aromáticos no habían dejado ningún rastro, como si no hubiera existido nunca más que esa sombría y triste extensión de arena. La fuente, partida en dos, parecía querer caer en el estanque, roto pese a los pilares de apoyo metálicos que habían puesto. Tan solo los rebordes del estanque vacío conservaban parcialmente el alicatado de mosaico en forma de concha. De cuando en cuando se alzaban pedestales desnudos.

—Las esculturas de bronce que representan a Venus, Hércules y Baco, la tríada mítica asociada a la fundación de la ciudad, y la tríada capitolina encarnada por Júpiter, Juno y Minerva, diosa de las artes y del estudio, fueron recuperadas y restauradas en 1880 —precisó Philippe—. Actualmente se exhiben en el museo arqueológico de Nápoles. Estaban enterradas, como el resto de la vivienda, bajo seis metros de cenizas y
lapilli.

Lo más conmovedor eran los vestigios de las pinturas que a la sazón decoraban el peristilo: afloraban en placas en las paredes grises y agrietadas, como manchas de alegría antigua, un recuerdo de cuadros arrancados que surgieran por capilaridad de un mundo perdido. Johanna, impresionada, acarició las huellas de pájaros verdes y rojos, de flores, de faunos y de árboles gigantes, medio borrados por el tiempo.

—Beata trabajaba en su restauración —musitó el ayudante de Tom con la voz quebrada.

Apartó la mirada y se apresuró a llevar a Johanna hacia las estancias señoriales que bordeaban el peristilo. Le enseñó un cuarto de baño, un salón, un comedor al aire libre, unas cocinas y unas habitaciones destrozadas, de las que habían desaparecido las pinturas. Terminó la visita del peristilo mostrándole una curiosa sala desprovista de decoración, en cuyas paredes había alvéolos vacíos que hacían pensar en una colmena. En algunos compartimientos colgaban aún tablas carbonizadas.

—¡Parecen anaqueles! —exclamó Johanna.

—Estamos en lo que era la biblioteca —precisó Philippe—. Los rollos de papiro, los
volumina
, estaban guardados en esas estanterías cerradas con puertas de madera. Poseer una biblioteca privada era un signo de inmensa riqueza.

Antes de que Johanna hubiera podido preguntarle nada sobre los posibles libros encontrados allí, salió de la habitación y la guió a paso vivo hasta el antiguo huerto. Devuelto al estado salvaje, el jardín estaba invadido de hierbas y zarzas; el viejo pozo desaparecía bajo un manto de hiedra cuyos brazos insidiosos se extendían alrededor.

—Philippe, dime, ¿esta casa no fue enterrada otra vez después de ser descubierta?

—No. Afortunadamente, en la época esa práctica ya no estaba en boga, lo que explica los daños causados por el aire. Voy a enseñarte las bodegas.

En el umbral de las vastas bodegas subterráneas, donde la claridad entraba a través de tragaluces, Johanna contuvo la respiración. Pero no vio otra cosa que restos de ánforas y de
dolici
que siglos atrás contenían aceite y vino.

—Pese a la ausencia de prensa, se cree que el propietario, como la mayoría de los pompeyanos ricos, cultivaba olivos y, sobre todo, viñas en la zona de alrededor del Vesubio —dijo el ayudante—, lo que explica las dimensiones de las bodegas, el número de habitaciones subterráneas y la cantidad de ánforas encontradas. Es probable también que las dos tiendas de la planta baja le pertenecieran y que vendiera en ellas una parte de su producción.

Avanzaron. De pronto, Johanna dio un respingo. En un rincón oscuro, una mujer estaba en cuclillas con una pequeña máquina cuadrada que la arqueóloga reconoció de inmediato. En un entrante, vio más aparatos.

—Tranquila —dijo Philippe—, es Francesca, uno de nuestros dos especímenes italianos. El segundo, Roberto, se está retrasando, como de costumbre.

—Una cámara térmica infrarroja, un georradar, un multipolo electrostático —enumeró la arqueóloga señalando las máquinas apagadas—. En el jardín he visto también señales de sondeo y de extracción de muestras .Y Francesca está utilizando un gravímetro. ¿Por qué? —preguntó, notando que le hervía la sangre—. ¿Sospecháis que existe un hipogeo o que hay otro sótano abajo? ¿O buscáis los rastros de la construcción original?

—Prefiero que te lo explique Tom, si lo considera oportuno.

El rostro de Philippe era inexpresivo. La mancha clara que cruzaba su ojo derecho titilaba en la penumbra. Johanna sintió una opresión en el pecho, provocada por una mezcla de miedo y excitación. «Otro sótano —pensó—. Un sótano oculto que no fue descubierto durante la excavación de la villa, en 1877… ¡Pues claro! ¡Eso lo explicaría todo mucho mejor que mi teoría de las excavaciones clandestinas en la zona virgen!»—La visita ha terminado —dijo Philippe, deteniendo su avance por el sótano—. Si me lo permites, te dejo esperar a Tom fuera. Yo voy a echarle una bronca a Roberto —añadió, sacando su teléfono móvil.

Johanna comprendió que la despedía educadamente y lo siguió hasta el antiguo huerto, confiando en que Tom no tardara.

—Gracias, Philippe —dijo con cordialidad, estrechándole la mano—. Gracias por todo. Lo esperaré aquí, al sol.

El ayudante volvió al peristilo a paso de carga. Johanna se sentó sobre la hierba, se quitó el casco y sacó también su teléfono.

—¿Isa? Soy yo. ¿Cómo está Romane?

La indefectible Isabelle había dejado a sus tres hijos a cargo de su marido y su madre y, en contacto con la redacción del periódico por teléfono e internet, se había instalado en Vézelay para ocuparse de Romane. La noche anterior había sido tan agitada que, por la mañana, no había tenido valor para enviar a la chiquilla, exhausta, al colegio. Romane dormitaba en el sofá del salón, delante de la estufa, y Hildeberto la vigilaba de reojo. Como de costumbre, la fiebre había bajado súbitamente al amanecer y no había vuelto a subir. Pero las fuerzas de la pequeña disminuían de día en día. A ese paso, muy pronto no podría levantarse de la cama.

—Jo, pese a todo, tengo una buena noticia —susurró Isa a fin de no despertar a su protegida—. He convencido a Sanderman de que venga a instalarse aquí dos o tres días. Para que abandonara a sus otros pacientes, le he prometido escribir un artículo sobre él en el periódico y…

—Isa, eres fantástica, pero dudo de que…

—Si no hay ningún imprevisto, llegará esta noche. Le he preparado tu habitación. Por cierto, antes tenías prisa y se me olvidó decírtelo… Esta mañana, cuando se ha despertado, ha hecho una cosa extraña… Nada más levantarse de la cama, ha ido a tu mesa de trabajo y ha cogido un lápiz rojo y tu libro sobre la mitología grecorromana. Ha ido directamente al índice y ha subrayado varias veces el nombre del dios Saturno. Cuando le he preguntado por qué hacía eso, ha sido incapaz de contestarme. Ha parecido despertarse de verdad en ese momento, ha dejado el libro donde lo había cogido, me ha abrazado y me ha dado un beso riendo, como si no hubiera pasado nada. Y tú, ¿qué novedades tienes?

Al cabo de un momento, Johanna colgó, intrigada. Saturno. ¡Romane era demasiado pequeña para conocer a los dioses romanos! ¿Por qué había hecho eso? ¿Había actuado bajo la influencia de sus pesadillas? La historiadora intentó recordar lo que sabía de Saturno. Era un titán, uno de los primeros dioses de la tierra. Reinaba en el universo con Ops, su esposa, que era también su hermana. Enterado por un arcano de que uno de sus hijos lo destronaría, los devoraba en cuanto venían al mundo. Pero, un día, en lugar de entregarle al recién nacido, Ops lo engañó haciéndole comerse una piedra envuelta en un paño. El niño —Júpiter— creció lejos de su padre y, al hacerse adulto, se enfrentó a Saturno.

Júpiter lo venció, convirtiéndose así en el señor del mundo. Saturno se exilió en Italia, el país de los hombres sin leyes, y les llevó paz, justicia y prosperidad. Los romanos llamaron a su reinado «la edad de oro». Por eso Saturno era el dios de las cosechas y por eso todos los años, en recuerdo de la época bendita de la edad de oro, los italianos de la Antigüedad celebraban las Saturnales, en las que, durante unos días, la violencia quedaba desterrada, las ejecuciones eran aplazadas, los tribunales y las escuelas permanecían cerrados, los esclavos podían hablar y actuar libremente.

Johanna se guardó el teléfono en el bolsillo del anorak prometiéndose que le preguntaría sobre el dios a Pablo, el especialista local en mitología. Un detalle que ella ignorase podía tener su importancia…

En el momento en que llegaba al peristilo, vio la figura gigante de Tom. Se acordó del gracioso sobrenombre que le había puesto su hija, Gargantúa, y se acercó a su amigo.

—¡Ah, estás aquí! —dijo él con una amplia sonrisa—. Bueno, ¿qué me dices de mis trabajos?

—Francamente, estoy impresionada. Es tan conmovedor como apasionante. Y disponéis de unos medios que me ponen verde de envidia…

Tom no cabía en sí de júbilo. Con el invierno, su pelo rubio se había oscurecido. Le había crecido y, emergiendo del casco amarillo, un mechón le caía sobre la ancha frente. Su piel, en cambio, seguía igual de bronceada, y sus ojos azules no habían perdido su brillo singular, tan claros que parecían opalinos.

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