La palabra de fuego (53 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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Cuando Asellina entra en la biblioteca, las frases de Saturnina resuenan de nuevo en su cabeza. La aprendiz de cocina es una niña de nueve años de origen sirio. Javoleno la interroga con delicadeza, sin esperar gran cosa de ella. Para su gran sorpresa, no solo Asellina se lleva de maravilla con Livia, sino que esta última ha empezado, a escondidas y con mucha paciencia, a enseñarle a leer.

—Conmigo es muy amable —dice la morenita de ojos negros—. Dice que tengo la edad que ella tenía cuando sus padres y sus hermanos murieron y, por lo tanto, que sabe lo duro que es ser huérfana… Yo no sufro por eso, ni siquiera me acuerdo de mis padres… Me vendieron siendo muy pequeña… y mi familia, ahora, son Bambala y los demás… Pero me gusta mucho oírla hablar de Roma, del Tíber, de las colinas, de los perfumes y los maquillajes, del palacio del emperador y de las fiestas de su antigua ama, a la que adoraba aunque no siempre resultaba fácil ocuparse de ella a causa de las arrugas y de su carácter… Así que me esfuerzo en aprender a leer para complacerla, aunque no sé para qué me va a servir…

Javoleno sonríe, feliz y aliviado de encontrar por fin a la Livia que él conoce, la dulce, la singular y afectuosa Livia.

—Repíteme todo lo que te cuenta —ordena.

La esclava obedece y Javoleno no encuentra nada sospechoso en el parloteo de la niña: observa que Livia se ha cuidado mucho de revelarle las circunstancias del asesinato de sus padres y sus creencias. Se divierte con las descripciones chuscas de la vida en casa de su tía, percibe la ternura con la que la antigua
ornatrix
habla de Faustina Pulcra y duda, una vez más, de que sean ciertas las intrigas de que la acusan.

—¿Qué te dice sobre mí? —pregunta.

—Nada o casi nada, prefiere hablar del pasado.

—¿Es que no es feliz aquí? ¿Tiene motivos para quejarse? ¿Enemigos? Seguramente prefería a su antigua ama…

—¡Oh, no, señor! ¡Al contrario!

—¿Qué quieres decir, Asellina?

La esclava se sonroja hasta las orejas.

—Ella no me ha dicho nunca nada de esto, pero… Veréis, vuestra tía era un poco como su madre, mientras que vos…, aunque tengáis la edad de ser su padre, no es ni mucho menos lo mismo. En fin, yo creo que está encaprichada.

A Asellina se le escapa una risita estúpida que irrita a Javoleno. Este piensa que si Livia ha conseguido engañarlo a él, un hombre maduro gobernado por la razón, ha podido fácilmente obtener la complicidad de una niña. La interroga sobre lo que hizo el día anterior, pero Asellina asegura que no se alejó de Bambala y de la cocina desde el alba hasta el descubrimiento del robo. Declara que no vio a Livia antes de que esta última se uniera a ellos para registrar la casa. No sabiendo cómo concluir la conversación, le pregunta si no se cruzó con nadie sospechoso el día anterior, si no observó nada anormal en relación con la vida habitual de la
domus
. La chiquilla se queda pensando un rato, repitiendo a media voz las palabras del señor, y el patricio la observa haciendo desfilar la jornada fatídica por su cabecita.

—Hubo algo distinto de lo habitual —dice por fin—. Pero no fué durante el día, fue por la noche, y no exactamente dentro de casa.

—Cuéntamelo.

—Bambala estaba contrariada porque habíais rechazado la cena, así que me mandó que os trajera yo el frasco de
vesuvinum
a la biblioteca.

—Fue Bambala quien me trajo el vino.

—¡Sí! Porque yo me había quitado el delantal para estar presentable ante vos y, como soy torpe, tropecé y derramé la jarra sobre mi túnica… Bambala se puso hecha una furia y me ordenó que fuera a cambiarme, llenó de nuevo el frasco y os lo trajo ella.

—No hay nada de extraordinario en eso —constata Javoleno sonriendo.

—No, es lo que viene ahora lo que es raro… Fui corriendo a mi cuarto, me puse la otra túnica y, cuando volví a pasar por delante de la habitación de Ostorio y Bambala, oí unas voces quedas que venían de dentro. Como soy un poco curiosa, me quedé escuchando…

Javoleno aguza también el oído.

—Parecía una pelea, pero por una vez no era con Bambala, ella estaba en la cocina, y además eran voces de hombre… Así que miré sin dejarme ver. Ostorio estaba delante de la ventana y discutía en susurros con alguien que estaba fuera, en la calle.

—¿Viste al hombre que estaba fuera?

—Sí. Era Segundo, el panadero al que le compramos el pan y los bollos.

Javoleno frunce el entrecejo. ¿Por qué Ostorio no había hecho pasar al comerciante al atrio? Sin duda el intendente tenía buenas razones para haber actuado así y probablemente ese acontecimiento menor no tenía ninguna relación con el asunto de la máscara. No obstante, el señor prosigue sus indagaciones y le pide a la pequeña que le reproduzca el diálogo entre los dos hombres.

—No lo entendí todo —dice—, discutían por dinero…

—Quizá a Ostorio se le había olvidado pagar la mercancía.

—¡Uy, para que fuera eso, Segundo tendría que habernos vendido un asno! ¡O habría que no haberle pagado desde hace mil años!

—¿Por qué? —pregunta el filósofo con una súbita inquietud.

—El panadero decía que el intendente le debía «eso» por el servicio, y exigía seiscientos sestercios.

—¡Seiscientos sestercios! —exclama Javoleno—. Es, en efecto, el precio de un mulo de primera categoría…

—Y que si Ostorio no se los daba, armaría jaleo… Ostorio debió de acabar aceptando, porque se calmaron y yo aproveché para volver a la cocina antes de que Bambala encontrara otro motivo para reñirme.

Javoleno da las gracias a Asellina y le hace prometer que no le contará su conversación a nadie. Una vez solo, saca de un cofre las tablillas de cera donde figuran las cuentas de la villa. En la prolifica Campania, los productos básicos tienen un precio módico, y el menos oneroso es el pan. ¿Cómo se atreve un panadero honrado a pedir semejante suma? El señor examina las tablillas: Segundo o sus ayudantes llevan todas las mañanas veinticuatro panes de una libra y unas cuantas hogazas por un total de veinticuatro ases, es decir, seis sestercios. Según la información que Javoleno tiene ante los ojos, el intendente le paga al panadero una vez a la semana; le entrega, pues, cuarenta y dos sestercios semanales. El hecho más inquietante es que, según consta allí, Ostorio le hizo un pago a Segundo hace tres días. ¿Qué explicación puede tener que el panadero exigiera seiscientos sestercios? ¿Acaso están falsificadas las cuentas? ¿Desvía Ostorio dinero con la complicidad del artesano? En lugar de preguntárselo al intendente, Javoleno manda llamar al portero.

—¿Quién entregó el pan ayer por la mañana? —pregunta. —Segundo en persona, señor —responde el portero. De pronto, un horrible pensamiento emerge en la mente del aristócrata. Manda decir a su intendente que lo recibirá más tarde. Después convoca de nuevo al jardinero y al palafrenero.

El sol está en su cénit cuando, flanqueado por dos robustos esclavos, Javoleno llega al establecimiento del panadero. La canícula y el calor de los fogones de leña hacen que en la
taberna
el aire sea irrespirable. Medio desnudos, con el cuerpo reluciente, cinco esclavos trabajan en el horno, accionando las enormes muelas a mano, amasando sobre un gran mostrador, sacando hogazas redondas y doradas de los fogones para sustituirlas por bolas de masa blanca. Javoleno se acerca y pregunta por el patrón, Segundo. Un esclavo va a buscarlo a la trastienda. Un hombre de unos treinta años, alto y delgado, elegantemente vestido y de semblante afable aparece ante el patricio.

—Vos no me conocéis —dice este último—, pero figuro entre vuestros clientes. Mi nombre es Javoleno Saturno Vero, y delego la compra del pan en Ostorio, mi intendente.

El rostro del panadero adquiere el color de una hogaza cruda.

—¿Preferís que charlemos aquí, delante de vuestros empleados, o disponéis de un sitio más tranquilo?

Sin pronunciar palabra, con ojos de asombro, Segundo le indica a Javoleno que lo acompañe a la trastienda. Tranquilo y seguro de sí mismo, este deja a sus dos esclavos esperándolo en la
taberna
. El artesano le señala un taburete a Javoleno y se sienta enfrente, mirando el suelo de tierra batida. El filósofo observa que al panadero le tiemblan las manos cuando le sirve una copa de vino cortado con agua. Javoleno no toca el cáliz, pero Segundo vacía el suyo de un trago. Lentamente, el estoico saca de su
pallium
una bolsa de cuero y la deja sobre la mesita cubierta de harina.

—Aquí hay mil doscientos sestercios —dice—, o sea, el doble de lo que le exigisteis anoche a mi intendente.

Segundo mira la bolsa con ojos brillantes.

—Este dinero es vuestro si me decís la verdad. Evidentemente, si vuestra respuesta me resulta satisfactoria, no solo ganaréis mil doscientos sestercios, sino que no emprenderé ninguna acción legal contra vos. En caso contrario…

—¡Por Minerva, yo era ajeno a todo, os lo juro! —implora el panadero—. ¡Yo no sabía lo que contenía el saco! ¡Si lo hubiera sabido, me habría negado!

—¿Cómo sacasteis la máscara de mi casa?

—Por la ventana de la habitación de Ostorio, que da a la calle. Entregué el pan al portero, como de costumbre, después di la vuelta y esperé bajo la ventana a que él me pasara el paquete. ¡Por todos los dioses, os ruego que me creáis! No abrí el paquete e ignoraba lo que contenía… hasta anoche.

—¿Cómo te convenció Ostorio de que fueras su cómplice?

—¡Yo no era su cómplice! Se trataba solo de un pequeño favor… entre hombres, ya sabéis… un servicio gratuito. Una noche, en la taberna, me contó que una de sus amantes le había regalado un plato de bronce con un mensaje de amor grabado, que naturalmente él tenía escondido para que no lo viera su mujer. Pero temía que Bambala descubriera el regalo y le hiciera una escena… Las conquistas de Ostorio son tan numerosas como las de Júpiter, y su mujer, tan celosa como Juno. Decía que ella sospechaba algo y lo vigilaba tan estrechamente que no podía sacar el objeto de casa. Quería hacerse perdonar sus infidelidades fundiendo el plato y transformando el bronce enjoyas para Bambala, que le regalaría con motivo de su aniversario de boda… Tenía que ser una sorpresa para su esposa…

—¡El muy bribón! ¡Menudo farsante! —susurra Javoleno.

—Yo dudaba… Intentó convencerme asegurándome que haría una buena acción, y como yo seguía sin decidirme, acabó por amenazarme…, oh, amablemente…, con comprarle el pan de vuestra casa a otro panadero. Ante eso…, bueno, la competencia es dura, señor, y el negocio no es floreciente…

—Comprendo. Así que acabaste por aceptar, cogiste la bolsa pensando que contenía el plato de bronce…, por el peso y la forma podía corresponder…, y se la llevaste al joyero Fortunato Munatio.

—Sí. Sucedió exactamente así. Hasta que, ayer a última hora de la tarde, me encontré con vuestro factótum en las termas y él me habló del robo de la máscara… Inmediatamente comprendí la verdad y me di cuenta de que Ostorio me había engañado.

—Y en lugar de acudir a mí o a un magistrado, pensaste que un pequeño chantaje a mi intendente…

—¡Es que tuve miedo! —lo interrumpe Segundo con un aire lastimoso—. A mi pesar, era cómplice de un crimen, y además, necesito otro mulo para repartir el pan…, el que tengo está viejo y enfermo…

—Con esto —contesta Javoleno señalando la bolsa— podrás comprar una pareja de mulos. Tu pan es bueno, Segundo. Sin embargo, voy a tener que cambiar de proveedor.

—Entonces, ¿estáis convencido por fin de mi inocencia?

—Sí, Livia. La duda ha abandonado mi espíritu, donde nunca debería haber penetrado.

Instalada detrás del atril, Livia cierra los ojos, aliviada. Su sangre vuelve a circular por fin por sus venas. Las palabras y la mirada de Javoleno acaban de devolverla a la vida. Siente latir su corazón y se pone una mano sobre el pecho. Respira, oye, percibe de nuevo lo que la rodea. Abre los ojos y los posa sobre ese hombre al que nunca ha dejado de amar, pese a la terrible acusación. Ayer, Javoleno estaba ciego. Hoy le da vida otra vez.

—La confesión de Fortunato Munatio, en cambio, ha sido difícil de obtener —explica él, sentado en la cama de la biblioteca—. El orfebre no es como Segundo, es de otro fuste; no era cuestión de comprarlo. ¡Aunque, en fin, ya se había vendido! No lograba comprender por qué… y sobre todo cómo había conseguido Ostorio embaucarlo… Suponía que no había podido contarle la misma patraña que a Segundo… Pero mi mente fracasaba en su intento de establecer el vínculo perverso que los unía. En cuanto el joyero comprendió que no iba para recompensarlo por haber devuelto la máscara, se atrincheró. Durante más de una hora, no se apartó de su versión inicial: continuaba afirmando que eras tú quien le había llevado el objeto. Por más que le explicaba que el panadero acababa de confesármelo todo, él lo negaba una y otra vez… Pensé en hacer que llevaran a Segundo a la tienda, pero sabía que eso no serviría de nada. ¡La palabra de un pequeño artesano al borde de la ruina contra la de un gran comerciante rico, fatuo y encopetado!

La tarde toca a su fin, pero el sol es abrasador. La villa parece desierta. Las mujeres están en las termas. Javoleno ha aprovechado su ausencia para hacer encerrar a Ostorio, sin ninguna explicación, en la bodega contigua a la cocina. El jardinero, el palafrenero y el factótum no se alejan mucho de allí, preparados para saltar sobre el traidor si intenta escapar. Aspiran a hacerle pagar al intendente la suma de varios años pasados bajo su fusta. El portero es el único que permanece en su puesto, con instrucciones de impedir entrar a nadie, sin excepción. Javoleno ha ido él mismo a liberar a Livia y la ha conducido, sin mediar palabra, a su lugar habitual, el de la confianza recuperada.

—Por suerte —continúa el señor—, Fortunato Munatio estaba cerrando el establecimiento para ir a las termas cuando nosotros hemos llegado… Así pues, estábamos los cuatro solos en la
taberna
, sin testigos…

Aprieta los puños.

—Me repugna la violencia, pero ante la altanería de ese bellaco he estado a punto de abandonar la calma y pedir a mis hombres que lo convencieran de que hablase. ¡Me han entrado ganas de propinarle yo mismo una paliza!… He tenido que luchar para controlar mi cólera en el momento en que, con toda su petulancia, me ha tachado casi de ingrato, cuando él había tenido la honradez de devolverme la máscara, y me ha propuesto ir a ver al duunviro a fin de aclarar la situación… Incapaz de soportar por más tiempo la visión de ese canalla que mentía con tanto aplomo, me he dado la vuelta y he empezado a caminar arriba y abajo para recobrar la serenidad. Me movía entre las mesas atestadas de herramientas y de trabajos a medio hacer, cuando de pronto mis ojos se han sentido atraídos por un objeto familiar…

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