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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

La palabra de fuego (67 page)

BOOK: La palabra de fuego
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—Romane, te he traído una cosa… Romane, ¿me oyes?

—Sí, mamá —respondió la niña débilmente.

La arqueóloga sacó del bolsillo las cuatro horquillas de Livia. Con ternura, sujetó con ellas la masa negra de los cabellos de su hija, que se extendía sobre la almohada.

—Gracias, mamá… Estoy muy cansada…

—Duerme, cielo —dijo Johanna, acariciándole la cabeza—. Yo me quedo a tu lado. Cuando te despiertes, subiré el abeto a tu habitación y nos entretendremos decorándolo. ¿Quieres?

—Sí… ¿Papá Noel va a venir pronto? No se olvidará de mí, ¿verdad?

—¿Por qué tienes miedo de que se olvide de ti?

—Porque este año, como estoy enferma, no le he escrito la carta.

—No pasa nada, cariño, no te preocupes. La escribiremos luego. Tú me dirás lo que quieres y yo la escribiré por ti. Después se la enviaré por correo superurgente con Pegaso, el caballo alado, y la recibirá esta noche. ¿Vale?

—Vale —respondió la chiquilla con los dientes castañeteándole—. Habría que pedirle también a Pegaso que fuera a la Corte del rey a buscar el caladrius.

Johanna se quedó pálida. En el imaginario medieval, el caladrius era un pájaro blanco del tamaño de un cuervo, con cabeza de águila y cola de serpiente, que vivía en las pajareras de los castillos. Cuando un príncipe o un miembro de la Corte estaba enfermo, llevaban el ave a su cabecera. Si el pájaro mágico miraba al enfermo, era signo de curación. Si el ave de presa apartaba los ojos, el humano moría.

—No pienses en eso y trata de dormir, por favor —le dijo su madre con voz vibrante, arropándola con el edredón.

—No puedo, tengo mucho calor…

Isabelle asomó la cabeza por el resquicio de la puerta.

—Jo —susurró—, Sanderman ya se marcha…

—Voy. ¿Te quedas un momento con Isa? Voy a decirle adiós al doctor y vuelvo.

Con sus excéntricas gafas cuadradas, una pequeña bolsa de viaje y el maletín de médico al lado, en el suelo, Sanderman esperaba de pie en medio del salón.

—¡Doctor! —exclamó Johanna deshaciéndose en lágrimas.

—Lo siento muchísimo, pero no puedo estar más tiempo alejado de mis otros pacientes. Además, con Romane no puedo hacer nada mientras no le baje la fiebre. Sería demasiado peligroso, debe hacerse cargo… Déle paracetamol, que beba lo máximo posible, y llámeme cuando la temperatura haya vuelto a la normalidad.

—¿Hay alguna posibilidad de que… de que su estado mejore?

—Siempre hay una posibilidad. No desespere.

—¿Cómo quiere que conserve la esperanza? —preguntó, furiosa—. ¡No hay manera de acabar con esa maldita fiebre y sus fuerzas disminuyen a ojos vistas! Quizá debería llevarla al hospital…

—Es usted libre de hacerlo, pero yo creo que estará mejor aquí, en su universo familiar. La fiebre es alta, pero parece estabilizada. Si sube más, déle un baño frío y avíseme.

—Doctor, por favor, dígame la verdad. ¿Va a morir?

—Comprendo su angustia, pero me niego a contemplar la…

—Tenía delante de los ojos la llave de su curación y la destruí.

—La llave de su curación está en su subconsciente y en ninguna otra parte.

—¡Entonces, debe jugarse el todo por el todo y someterla a hipnosis para que me diga el nombre del asesino de Pompeya y yo le obligue a desvelarme la frase de Cristo!

—Por favor, mantenga la calma. No debe tomarse esa historia del mensaje sagrado al pie de la letra.

—¿Usted también cree que miente?

—Johanna, por favor… No se trata de mentiras, sino de complejidad de la mente humana. Nada es blanco o negro en ese terreno, no hay ninguna verdad, solo una mezcla confusa y sutil de fantasía y realidad, de imaginación y veracidad, de objetividad y culpabilidad, de pasado y presente… Todo está imbricado, embrollado, y aunque comprendo las razones por las que quiere creer que su hija se curará si usted encuentra las palabras de las que ella habla, y que quizá no existen, se equivoca. Las cosas no son tan sencillas y Romane es la única que tiene en su mano el curarse. Ya hemos avanzado mucho haciendo aflorar esa memoria traumática. En lo sucesivo, se trata de controlar los síntomas y permitir que emerja un nuevo comportamiento mediante la terapia cognitiva. Normalmente, al ofrecer un acceso rápido al inconsciente, la hipnosis lo logra modificando las perturbaciones de la conciencia. Ahora bien, el caso de su hija es más complejo, pues sus trastornos permanecen confinados en la esfera del sueño y no parecen penetrar la esfera de la conciencia más que por el agotamiento debido a la fiebre. En otras palabras, su inconsciente lucha, Romane resiste. Confío en que pronto ceda.

—¿Me está dando a entender que, inconscientemente, Romane se niega a ser curada?

—Quiero decir que, de momento, y sin ser consciente de ello, prefiere estar enferma, lo cual es distinto. Y que, a fuerza de acoger la enfermedad, de darle libre curso en su cuerpo y, sobre todo, en su mente, la patología puede… acabar teniendo graves consecuencias. Todavía no hemos llegado ahí, pero si se llegara habría que temer lo peor. Perdone mi falta de tacto.

Johanna observó a Sanderman, pero su mirada se perdía más allá del rostro del médico.

—Mire, hoy es miércoles —insistió este—, le prometo que vendré el sábado o el domingo. Y, por descontado, puede llamarme a cualquier hora del día y de la noche.

—Gracias, doctor. Le estoy muy agradecida por haber venido….

Dos horas más tarde, Isabelle se marchaba también de la triste casa. Johanna se quedó sola con su hija, el abeto sin adornos y la carta a Papá Noel en blanco. Romane se hallaba sumida en un sueño profundo y agitado del que no despertaba. El termómetro marcaba obstinadamente 40 °C. Desamparada, Johanna se limitaba a introducir, a intervalos regulares, una dosis de paracetamol en la boca de la niña y a ponerle un paño frío en la frente.

A las ocho de la tarde, el gato Hildeberto se presentó en el dormitorio y se tumbó sobre los pies de la pequeña. Maulló muy fuerte mirándola con sus ojos amarillos, como si le pidiera que despertase.

A las diez, Johanna pensó en llamar a Luca, pero cambió de opinión. Estaba en la otra orilla del Atlántico y en realidad mucho más lejos, fuera de su mundo. Sin embargo, necesitaba hablar con alguien. Lo habría hecho de buena gana con fray Pacifique, pero el viejo monje no tenía teléfono y ella no podía dejar sola a Romane para ir a la casa rectoral. Así que telefoneó a sus colegas, que estaban terminando de tomar su última cena juntos antes de las vacaciones de Navidad y la interrupción de las excavaciones.

Unos minutos más tarde, cuando Werner, Audrey y Christophe entraron en la casa, Johanna tuvo la impresión de reunirse con su familia. Por turnos y sin pedir explicaciones, se encargaron de atender a Romane para que Johanna pudiese descansar un poco.

Pese a todo, por segunda noche consecutiva no durmió. Apenas se adormiló una hora en la habitación de invitados, una hora durante la cual regresó a Pompeya: vagaba entre las ruinas, perdida en la noche de la ciudad fantasma, buscando en vano a alguien para que le indicara el camino de la casa del filósofo. Cada vez que una silueta humana se recortaba en la penumbra, ella se acercaba, llena de esperanza, pero en cuanto posaba los ojos sobre el ser familiar, este se deshacía en cenizas. Justo antes de despertar, sobresaltada, iba empujando un cochecito de bebé vacío por la calle del Centenario y la puerta de la villa había desaparecido. Desorientada, iba a parar a la zona no excavada, al final del callejón; luego Tom, Philippe y miríadas de espectros salían riendo del cochecito, para huir a toda velocidad por los viñedos jugando a pídola.

—Tómatelo antes de que se enfríe —murmuró Werner tendiéndole a Johanna una taza de café humeante—. Christophe ha hecho chocolate para Romane y le ha dado de comer a Hildeberto.

—Es muy amable —dijo ella mirando a su hija, inerte y ardiendo en su camita—. ¡Cómo me gustaría que tomara un poco! ¡Ojalá se despertara!

—Me parece que tiene menos fiebre.

—¿Tú crees? —preguntó Johanna poniendo un termómetro electrónico sobre la frente de su hija.

Christophe se asomó al dormitorio.

—Jo, terminamos esta noche, pero Laurence me propone que nos quedemos aquí y así podría examinar a tu hija.

—39,9 °C —anunció ella, retirando el termómetro—. Dale las gracias de mi parte, pero, por desgracia, es inútil.

—¿Quieres que me quede contigo? —se ofreció Audrey, que llegaba con el chocolate de Romane—. No pasa nada si voy a Lyon mañana o dentro de unos días…

—Gracias —dijo Johanna, emocionada por la solicitud de sus colegas—. Sois un verdadero encanto los tres. Pero no me perdonaría el privaros de los preparativos de Navidad con vuestra familia. ¡Ya os he robado una noche de sueño! Werner, ¿te vas a Austria?

—Sí, esta noche.

—Os deseo que paséis unas buenas fiestas. Llamadme… y cerrad bien el yacimiento. Que nos lo encontremos todo en el mismo estado el 2 de enero.

—No te preocupes —susurró Werner—, aparte de las herramientas, no hay nada que robar… desgraciadamente.

—Las piedras pueden gritar a oídos que no son los de los arqueólogos —repuso ella en un tono enigmático.

En cuanto sus compañeros se hubieron ido, llamó a sus padres. Tuvo que recurrir a toda clase de estratagemas para anunciarles, sin asustarlos, que no iría con Romane a pasar la Navidad con ellos en su casa de Fontainebleau, e impedir que se presentaran en Vézelay nada más colgar el teléfono. Les mintió, dijo que Luca había alquilado una villa en Toscana, y cuando le pidieron que se pusiera Romane, dijo que la chiquilla estaba en el colegio. Notaban algo raro en la voz extenuada de su hija, pero ella pretextó que estaba resfriada, un buen catarro, nada grave. Cuando mostraron su preocupación por que Johanna pudiera contagiar a su nieta, ella aseguró que Romane estaba estupendamente y acortó la conversación.

Se sentó junto a su hija e intentó despertarla. Romane pareció emerger de un abismo sin fondo y no reconoció a su madre. Temblando y bañada en sudor, la niña tosía y balbucía palabras incomprensibles, sonidos desprovistos de sentido. Escupió la cucharada de chocolate caliente que Johanna intentaba introducir entre sus labios y, cuando su madre quiso darle la enésima dosis de paracetamol, se debatió tanto que Johanna tuvo que emplear toda su fuerza para sujetarle los brazos y abrirle la boca. Destrozada y al borde de las lágrimas, se dejó caer sobre la alfombrilla de peluche rojo con la cabeza entre las manos.

El timbre del móvil la sacó de su embotamiento. Se levantó rápidamente para mirar a su hija, que parecía dormir profiriendo unos gruñidos extraños. Puso de nuevo el termómetro sobre su frente y, finalmente, contestó al teléfono.

—Ah, Tom, eres tú.

—¿Cómo va todo?

—No muy bien. Sigue a 39,9 °C. La fiebre no baja. Isa y Sanderman se han ido a su casa. ¿Y tú?

—Como era de prever, el superintendente ha tenido que rendirse a la evidencia. Me habría gustado que vieras su cara, y la de Philippe, en el sótano secreto… No hemos dicho nada a los demás para evitar filtraciones. El jefe ha preferido mantener la orden de suspensión de las excavaciones y dejarlo todo tal como está por una cuestión de seguridad y por miedo a los periodistas, porque de momento no quiere informar a la prensa. Hemos puesto otra losa hermética y la hemos sellado para impedir que entre alguien, y hay un vigilante apostado delante de la casa día y noche. Es una pena, pero, después de haber esperado varias décadas, puedo esperar unos días más para revelar mi descubrimiento al mundo y explotarlo como merece.

—¿Te ha felicitado?

—¡Figúrate! ¡Estaba tan estupefacto que ni siquiera me ha preguntado cómo había encontrado el tesoro!

—¿Y Philippe?

—El ha sido más curioso…, pero le he respondido con evasivas. Sospecha algo, me ha preguntado dónde te habías metido en un tono un poco raro…

—No entiendo por qué el superintendente ha decidido ocultar al público el descubrimiento, aunque sea provisionalmente.

—Es que… no te lo he contado todo, Jo.

—Te escucho, Tom. Pero, por favor, no me anuncies un cuarto homicidio.

—No. Un tercero. Desgraciadamente… no me queda más remedio que reconocer que tenías razón en muchos puntos, así que te pido disculpas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, alarmada.

—Pues que Roberto no se suicidó.

Johanna permaneció callada.

—La policía ha dicho —balbució Tom— que lo mataron alrededor de las siete de la tarde en su casa y que después intentaron hacer pasar el asesinato por un suicidio. Y ahora viene lo peor, Johanna: han encontrado en su apartamento efectos que pertenecían a James y a Beata… Sogliano cree que Roberto es el autor de los asesinatos de mis dos arqueólogos.

—En ese caso, ¿quién lo ha matado a él?

—Los carabineros también han encontrado en casa de Roberto una especie de panfletos y algunos libros que permiten pensar que probablemente pertenecía a… a una secta de fanáticos religiosos, tipo iluminados de Dios, y… han deducido que otros miembros de esa secta lo han eliminado por razones de momento oscuras, pero que…

—Entonces, mi hipótesis de que se trata de un grupúsculo extremista ya no es tan descabellada…

—No solo parece la más plausible, sino que todo indica que habías acertado. Sin embargo, eso significa que esos desconocidos andan sueltos por ahí. Por eso el superintendente ha decidido cerrar la casa y aplazar el anuncio del descubrimiento. Eso implica también, por consiguiente, que… Bueno, no le he hablado a nadie de ella, pero ya no descarto tu teoría, la visión de tu hija sobre esa famosa frase de Cristo. Se trata sin lugar a dudas del móvil de los crímenes.

—No me quedan fuerzas ni para alegrarme. Por el momento Romane es incapaz de ayudarnos a identificar a los asesinos. Sanderman insiste en negarse a someterla a hipnosis mientras siga en este estado.

—¿Ha dicho cuándo estará mejor?

—Tom, como de costumbre, no te haces cargo de la situación: no consigo hacerle ingerir ni una cucharada de agua, se resiste a despertarse, tirita de fiebre, delira y me mira como si fuese una extraña, ¡a mi, a su madre!

—Perdona… ¿Le has enseñado las horquillas de Livia?

—Claro, pero el efecto ha sido nulo. Qué desastre… ¡En el momento en que, por fin, una puerta se abre! ¡No solo no puedo hacer nada por ella, sino que mi hija es incapaz de socorrerse a sí misma! Quizá Sanderman tenga razón: quiere estar enferma… No lo superará…, cada minuto que pasa se hunde un poco más en la nada… ¿Por qué? ¡Que alguien me explique por qué!

BOOK: La palabra de fuego
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