Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
Seguían la foto en blanco y negro del díptico latino cubierto de cera y otra en sepia del vaciado en yeso de los cadáveres de los dos hombres y los cinco niños.
El hombre de la tablilla, arrodillado, intentaba proteger a los niños extendiendo los brazos sobre ellos. El otro tenía en su regazo a tres, que se cubrían en vano el rostro con las manitas.
—¡Tom! —dijo Johanna, exultante— ¡Ya está, lo tenemos! ¡El patronímico de nuestro filósofo y propietario de la vivienda! ¡Es su nombre lo que ha intentado indicarnos Romane esta mañana! ¡Saturno! J. Saturno Vero! Era el señor de Livia, de los que encontraron en la casa, y también de esos dos libertos y de los cinco jóvenes esclavos, que vivían en su villa, la casa del filósofo, en la región IX, manzana 5… La tablilla data del día del seísmo. El liberto de nombre ilegible que llevaba las cuentas de la casa pagó al panadero esa mañana en nombre de su patrón, J. Saturno Vero… Cayó con uno de sus compañeros mientras intentaba salvar a los niños huyendo de la ciudad, seguramente por orden de su patrón… Pobres criaturas… Míralos… Qué muerte tan horrible…
Tom permanecía callado.
—Tom, ¿qué opinas tú?
—Hummm… —masculló—. Por un lado, nada demuestra que ese «J. Saturno Vero» sea el propietario de la villa, nuestro filósofo. Por otro, hay algo raro… No es lógico…
—¿El qué?
Clicó en una esquina de la pantalla y se abrió un plano de Pompeya.
—Todos los que intentaron huir dieron la espalda al Vesubio, como es natural, y se dirigieron, según su punto de partida, bien hacia la puerta Marina en dirección a Herculano, bien hacia las puertas del sur, la puerta de Estabia o la de Nocera, para llegar al mar. Nuestro pequeño grupo, en cambio, pereció mientras iba hacia el norte, es decir, derecho hacia el peligro.
Johanna examinó también el plano.
—Sí, es verdad.
—El
vicolo di Tesmo
—prosiguió el especialista señalándolo con el dedo—, es una callejuela paralela a la calle de Estabia, aquí, al oeste de la región IX, en la linde de la zona no excavada. Recorriéndola hasta el final, se llega a las termas centrales.
—A una manzana de la villa del filósofo —añadió Johanna—. A unos metros de la calle del Centenario… ¡y de tu yacimiento!
—Exacto.
—Es ahí a donde iban, Tom. No intentaban escapar de la ciudad, sino llegar a su casa para refugiarse en las bodegas subterráneas, o…, ¿por qué no?…, en la cavidad clandestina construida por su señor y cuya existencia conocían.
—Volvían de la playa —siguió el pompeyanista—, donde habían visto que el mar enfurecido no ofrecía ninguna posibilidad de salir, o de otro lugar de la ciudad, y su primer reflejo fue regresar a su casa. Suponiendo, claro, que ese tal J. Saturno Vero fuera el propietario de esos sirvientes, cosa que parece coherente, y también de la casa del filósofo, cosa de la que no estamos seguros. Quizá sus esclavos y él vivían en el mismo sector, pero en otra
domus.
—Tom, te lo ruego, confía en mí, confía en los indicios desvelados por mi hija. Ese «Saturno» es el hombre que buscamos. Es el hombre recluido en el sótano secreto con Livia. Sé que tengo razón. Está… está todavía ahí con ella, con los rollos de textos de los fundadores del Pórtico y con el papiro en el que Livia escribió las palabras de Cristo. Tom, escúchame: piensa en Romane, piensa sobre todo en el fabuloso tesoro del que serás el único descubridor, ¡imagina los titulares de los periódicos, las entrevistas, la gloria, el reconocimiento no solo de nuestra comunidad sino del mundo entero! Puedes estar tranquilo, no apareceré para nada. Mi nombre no será citado en ninguna parte y nunca le diré a nadie que estaba contigo. Es tu yacimiento, tu descubrimiento. Tú serás el único en beneficiarte. A mí, lo único que me interesa es una copia del papiro de Livia. Tenemos que volver inmediatamente allí, reanudar las excavaciones esta misma noche, antes de que nos quiten los focos y los instrumentos de prospección.
Tom observó, espantado, a su amiga.
—¡Estás completamente loca! Si el superintendente se entera de que he continuado trabajando pese a su prohibición, no solo perderé el trabajo, sino que arruinaré mi carrera, todos estos años de trabajo reducidos a nada y…
—¡Prefieres desafiar a la autoridad detrás del ordenador, es más cómodo!
Tom se sonrojó.
—¡Bueno, Jo, piensa un poco, ni siquiera sabemos dónde buscar! ¡Francesca y Roberto rastrearon prácticamente todo y no encontraron nada, solo esa maldita roca volcánica, el río de lava prehistórico sobre el que está construida la ciudad!
Ante el demoledor argumento, Johanna perdió todas las esperanzas. Se alejó y se dejó caer en el sofá de terciopelo gastado.
—Entonces, todo está perdido —dijo, con los ojos empañados—. Solo me queda observar la agonía de mi hija. Y tú añadirás, en tu fabulosa base de datos, una víctima suplementaria a la erupción del 24 de agosto del año 79.
Se sirvió otro vaso de aguardiente para no dejarse dominar por el llanto. Tom, de espaldas a ella, apagó con un gesto lento y resignado el ordenador. Johanna miró el reloj y cogió el móvil.
—Las diez… —murmuró para sí misma—. Es igual, voy a llamar.
Tom se levantó y salió de la habitación.
—Hola… ¿Isa? Sí. ¿Qué? ¿El doctor Sanderman? Ah… ¿Una sesión en su cama? ¿Y qué? ¿Lo mismo de siempre?
Cerró los párpados en señal de rendición. De pronto, se quedó inmóvil y abrió los ojos como platos.
—¡Por el Arcángel…! ¡Isa! ¡Isa, por favor, déjame hablar, tengo una idea, tienes que ayudarme, ella tiene que ayudarnos! ¡Pásame a Sanderman!
—¡Tom! ¡Tom!
22.45 h. Al oír los gritos de su amiga, Tom salió del cuarto de baño con el cepillo de dientes en la boca. Johanna se había levantado del sofá y abrazaba al gigante llorando de alegría.
—¡Tom, ya lo sé! ¡Sé dónde hay que buscar! La hipnosis… Sanderman ha interrogado a Romane bajo hipnosis… Ella ha dado un indicio… Coge las llaves del coche, vamos a Pompeya. A tu yacimiento. Ya mismo.
—¡Jo, tú deliras! ¿De qué estás hablando?
—¡En el sótano secreto, a varios metros de profundidad, tenían que respirar de algún modo! Había un conducto, un conducto de ventilación. Por ahí es por donde llegaron los gases. El… él intentó taponarlo con tela, pero los vapores de ácido y de azufre acabaron por comerse el tejido y penetrar en la galería. ¿Cuánto tiempo pudieron aguantar ahí abajo? Se amaban. Ha dicho que se amaban.
—¿Quiénes? ¿Tu famosa Livia y…?
—Y el hombre que está con ella ahí abajo, sí. Romane sigue sin poder pronunciar su nombre, pero yo sé que se trata de nuestro J. Saturno Vero. No perdamos tiempo, te lo suplico. Vayamos allí. Es la última esperanza para mi hija. Acaba de perder el conocimiento. No sé cuándo se despertará.
—Pero… todo eso no me dice dónde…
—El pozo, Tom. El tubo desembocaba en el pozo. Si encontramos ese conducto, encontramos el sótano secreto.
—Yo limpié personalmente el pozo de la ceniza y los cascotes que lo llenaban hasta el borde, Johanna. Y no vi nada…
—Porque no sabías lo que había que buscar. Tú estabas buscando una sala, no un tubo. ¿Me acompañas o voy yo sola?
Como el doctor Ziegemacher y Gina casi tres meses antes, Tom y Johanna recorrieron furtivamente la calle del Vesubio y la calle Estabia, antorcha en mano, en dirección sur. Estaban a mediados de diciembre y el aire era ventoso y desapacible. Amenazaba lluvia y la noche sin luna era opaca conio un sudario. Pero los dos cómplices no temían a los espectros. Se fundían con las ruinas como violadores de sepulturas. La ciudad desierta no les asustaba. Si temblaban, era de excitación ante la idea de exhumar el hipogeo. Sin duda tenían miedo de ser sorprendidos por las autoridades del yacimiento o por el asesino. Pero ese miedo permanecía mudo, enterrado en su corazón, relegado a un rincón oscuro de su mente. Tom solo pensaba en su esperanza de hacer realidad el sueño de su vida; Johanna, en la de salvar la vida de su hija. Esa búsqueda fantástica, contaban con llevarla a buen término desenterrando cadáveres olvidados durante más de diecinueve siglos.
A diferencia del cardiólogo suizo y la prostituta italiana, se desviaron a la izquierda en la calle Noie. Bordearon el terreno negro de las termas centrales. Unos metros más allá, se adentraron en la calle del Centenario. Sin hacer ruido, Tom sacó un manojo de llaves y, como Philippe esa misma mañana, abrió el candado; una vez que hubieron entrado, volvió a cerrarlo. Johanna miró su reloj: las once y veinticinco. El día que estaba acabando figuraba entre los más largos de su existencia. Pero ella quería mostrarse indiferente al agotamiento, como hacía con el miedo. Ya no tenía tiempo de hacerse preguntas. Romane… En su corazón de madre, Romane y Livia se confundían, y tenía la impresión de ir a buscar el cuerpo de su hija, engullido por el tiempo. A no ser que esos dos seres forjaran un tercero, un personaje híbrido modelado por la Historia y las palabras del pasado, como María Magdalena. Todo aquello debía acabar. Era preciso que Livia abandonara los sueños y el alma de su hija. Johanna debía devolver a Romane a sí misma.
—Ten cuidado —susurró Tom ayudándola a trepar por los montones de escombros del
tablinum.
En las tinieblas, las columnas erosionadas y los pedestales desnudos del peristilo parecían troncos decapitados. Johanna vio la triste extensión de arena como la superficie de una cesta infernal. En una esquina, la fuente redonda, apuntalada con brazos de acero, se exhibía como la silueta ventruda del verdugo. La noche sobrenatural exponía a los mártires del Vesubio, a todas las víctimas que habían perecido en aquella casa. En la linde del antiguo huerto, Johanna creyó distinguir el cuerpo de una chiquilla acostada y sumida en un fatal sueño. La niña tenía los rasgos de Romane. A la arqueóloga le dio una arcada.
—¿Estás bien? —preguntó Tom, preocupado.
—Resistiré. ¿Hemos llegado?
—El pozo está ahí. Espérame, voy a traer cuerdas, herramientas y un foco. El material está guardado en el sótano.
—Olvídate del foco —le aconsejó ella—. Es demasiado peligroso. Está muy oscuro, alguien podría ver el resplandor. Pero si tienes una linterna más potente que esta…
—Sí. Vuelvo enseguida.
Johanna se acercó al pozo y dirigió el haz de luz hacia él. La hiedra tenía reflejos plateados. Cual una tentacular telaraña, abrazaba toda la cisterna y tejía sus ramas sobre la abertura de la anfractuosidad, a ambos lados del agujero. Apartó las ramas con las manos desnudas, pero no pudo romperlas. A simple vista, calculó que había unos diez metros de profundidad.
—Es mejor que baje yo —le susurró a Tom, que ya estaba de vuelta—. Soy más ligera que tú.
—¡Y no poco! Prefiero que lleves esto —dijo él, tendiéndole un casco provisto de una linterna frontal.
Johanna se quitó el grueso anorak, se puso el casco y sus guantes de fibra polar, se metió en los bolsillos del pantalón un cincel, un buril, un rascador y un pincel. Después dejó que Tom le pusiera un arnés con una cuerda en la cintura.
—¿No tienes un torno? —preguntó.
—El torno soy yo —contestó Tom, pasando el otro extremo de la cuerda por su cuello de toro, sus robustos hombros y su torso de atleta.
—De acuerdo, Hércules. ¿Preparado?
Tom abrió las piernas y apoyó sus enormes zapatones contra el pozo. Le hizo una señal afirmativa a su amiga y esta última se subió al brocal. Lentamente, con precaución, bajó por el abismo. Colocando los pies entre los intersticios de los mampuestos, inclinó la cabeza para iluminar los últimos metros del pozo. «El conducto de ventilación tenía que desembocar forzosamente por encima del nivel del agua —pensó—. O sea que tengo que encontrar… Aquí está la línea de demarcación. Las marcas todavía son visibles, la diferencia de color de las piedras, el liquen… El agua subía hasta esa altura, es decir, aproximadamente cinco metros desde el fondo y siete metros desde arriba. La cisterna mide…, no diez, sino doce metros, luego son los siete primeros los que importan… Veamos…, por prudencia, no debió de situar el conducto cerca del borde, ni tampoco cerca del agua…, sino entre los dos. Por lo tanto, es esa parte la que debo examinar, la que se encuentra en la mitad del pozo, a entre dos y seis metros de profundidad. Vamos allá.»Bajó soltando cuerda y rebotando en los ladrillos de la pared. A dos metros del borde, apoyó de nuevo los pies.
—¡Estoy en la zona de búsqueda! ¡Empiezo! ¿No peso demasiado? —le preguntó a Tom.
—¿Estás de broma? ¡Podrías haberte comido la pizza y quince postres, porque tengo la impresión de levantar una cucharilla de café!
—¡Muy gracioso!
Examinó centímetro a centímetro la pared que subía ante ella. La operación más delicada era dar la vuelta a la cisterna circular agarrándose a los viejos ladrillos de tierra cocida, quebradizos y friables. Por suerte, Hércules mantenía firmemente la cuerda, le dirigía algunas palabras tranquilizadoras y ella se sentía segura entre sus manazas. Sin embargo, a medida que se adentraba en el tubo, escrutando cada piedra, aumentaba la sensación de opresión en el pecho y veía surgir antiguas imágenes en la pared. Se vio seis años antes, deslizándose por una chimenea de piedra con una linterna en la boca, internándose en unas entrañas desconocidas, la piedra raspando su piel hasta hacerla sangrar. Estaba enterrándose viva. Pese al frío, empezó a sudar. Presa del vértigo, se agarró a la cuerda que la unía a Tom y apoyó la frente en la pared implorando al arcángel Miguel y a fray Román que la ayudaran. El terror le hacía perder el control. Ahí arriba… Ahí arriba… en el exterior, estaba ahí, desesperado y triunfal, al borde del abismo… Cuando levantó la cabeza, jadeando, esperaba ver que caían sobre ella piedras y cascotes que la sepultarían al fondo del pozo. Pero solo vio el círculo oscuro de la noche pompeyana. Cuando llamó a Tom, era otro nombre el que tenía en los labios. La silueta del coloso se recortó contra el disco oscuro.
—Johanna, ¿qué pasa?
—Nada, Tom. Quería asegurarme de que eras tú.
—¿Quién quieres que sea? Creo que no estás bien, voy a subirte.
—¡No! ¡Por favor! No es nada. Un ligero mareo. Se me pasará enseguida.
—Estás reventada, Jo, y, aparte del café y el alcohol, no has tomado nada desde esta mañana. Ya está bien. Vamos a olvidarnos de esta locura. Todo esto son puras elucubraciones. No quiero que te pase nada. No me lo perdonaría nunca. ¡Sube!