Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
—¡Tom, te lo ruego, ahora no! ¡Sería una idiotez! No te preocupes, estoy bien, te lo prometo…, estoy bien.
Respiró lo más profundamente que pudo, varias veces, y volvió a su tarea. El tiempo pasaba, monótono, entre ladrillos frágiles e idénticos, sin el menor rastro de tubo o conducto. A medida que descendía hacia el fondo, centímetro a centímetro, la voz de Tom sonaba cada vez más débil y lejana. Hasta que se hizo el silencio. Johanna perdió la noción del tiempo. Pensó en el chapoteo del agua, en el ruido del cubo del jardinero cayendo en la cisterna, en el canto de los pájaros en el exuberante huerto. En ese suelo fecundo, las frutas y las verduras debían de parecer las del jardín de las Hespérides. Imaginó a Saturno Vero y Livia entreteniéndose entre olivos, higueras, rosales, granados, almendros, naranjos y limoneros en flor. ¿Qué aspecto tenían? ¿Cómo era el rostro de Livia? ¿Qué edad tenía? Amores ancilares… ¿Cómo los vivían? Imaginó a una fina joven de largos cabellos negros recogidos sobre la cabeza, de piel dorada, sonrisa graciosa, ojos verde esmeralda como los de Romane. Su amo era probablemente afable y distinguido, mayor que ella, y sin duda llevaba la barba de los filósofos. Después pensó en los trabajadores dentro del pozo, excavando la pared, perforando el subsuelo para instalar el tubo. Entre otras cualidades, los romanos eran unos formidables ingenieros de puentes y caminos. El sistema de acueductos y de cloacas que habían introducido en el Imperio podría seguir funcionando hoy. El conducto de ventilación que habían instalado allí seguro que no había sido destruido por las sacudidas sísmicas y la erupción del volcán. Era preciso que el tubo hubiera subsistido, y que se hubiera conservado en unas condiciones lo bastante buenas para conducirlos a la sala secreta. Era preciso…
Cuando el cansancio empezaba a cerrarle los ojos, le llamó la atención un cambio en la uniformidad de las piedras. Estaba a cinco metros de profundidad. Se acercó: en un círculo de veinte centímetros de diámetro, el ladrillo rojizo desaparecía para dejar paso a un material claro y diferenciado, semejante al cemento. Se quitó un guante y tocó el revoque, que se desmenuzó.
—¡Ceniza solidificada! —dijo en voz alta—. ¡Ceniza del Vesubio!
Emocionada por tener en la mano el residuo mortífero de la catástrofe, lo observó, lo olió, lo pulverizó entre los dedos. Luego, cediendo a la excitación, sacó el cincel y el buril del bolsillo y golpeó la pared con todas sus tuerzas. La ceniza cedía con facilidad, pero se había acumulado hasta formar una capa compacta, de unos treinta centímetros de grosor. Finalmente, Johanna vio un agujero. Desprendió los últimos fragmentos con el rascador y retiró el polvo con el pincel. Con el corazón palpitante, se quitó el casco e iluminó con la linterna la pequeña concavidad redonda.
El tubo de plomo se extendía en horizontal en dirección al sótano, sin que fuera posible determinar su longitud ni el punto de llegada. Tal como la arqueóloga había previsto, el conducto de casi dos mil años de antigüedad no parecía dañado.
—Gracias, Romane —murmuró—. Gracias, cariño…
Agitadísima, volvió a ponerse el casco a toda prisa y tiró tres veces de la cuerda, la señal acordada con Tom para que la izara. Se elevó por los aires sonriendo; durante el recorrido hasta la superficie, sus piernas chocaban contra la pared. Se agarró del brocal con los dos brazos y el anticuario la transportó sin esfuerzo hasta la hierba. Jadeando, sin aliento, se levantó con dificultad.
—¡Ya está, Tom, lo he encontrado, el conducto está aquí abajo, a cinco metros! ¡Parece que lo hubieran instalado ayer! ¡Va directo hacia las bodegas subterráneas, en una línea perfectamente horizontal! ¡Tu suposición era correcta! ¡Es prodigioso! El pozo… ¡Romane tenía razón, Romane tenía razón!
—Jo!… Eres extraordinaria… Entonces Romane decía la verdad… Ve el pasado y lo desvela bajo hipnosis… Es inaudito… El conducto es real… Yo no me lo creía, ¿sabes?…, ni por asomo…
Tom le cogió las dos manos y las apretó tan fuerte que estuvo a punto de aplastarlas. Lloraban y reían al mismo tiempo, dándose codazos y palmadas en la espalda como amigos de infancia. Luego, desatando la cuerda que los unía, Tom se serenó.
—Johanna —dijo en un tono que deseaba que sonara firme—. El descubrimiento de este indicio decisivo confirma mi intuición sobre la existencia de la cavidad secreta, pero sigue sin decirnos dónde se encuentra. El sótano de la villa es inmenso… La habitación oculta seguramente está en el otro extremo del conducto, a cinco metros de la superficie del suelo y, por lo tanto, dos metros y medio por debajo del sótano. Pero ¿en qué zona del sótano? No tenemos ningún medio para seguir el conducto de plomo y averiguar dónde desemboca…, a menos que lo desenterremos perforando la piedra de lava, cosa de todo punto imposible tal como están en este momento las cosas. ¡No hay manera de saber a qué distancia del pozo se encuentra la sala!
Sentada en la hierba, Johanna guardaba silencio. Sacó un paquete de galletas y una botellita de agua del gran bolsón que llevaba. Rasgó el envoltorio, vació el paquete en el suelo y empezó a devorar galletas. Tom, nervioso, ardía de impaciencia.
—Jo, ¿te parece que es el momento apropiado para ponerse a comer? —dijo, contrariado.
Ella miró su reloj: la una menos cuarto.
—Ya es otro día —murmuró—. ¿Sabes, Tom? —dijo, pensando en Mont-Saint-Michael—, es curioso, siempre hago mis descubrimientos arqueológicos por la noche, a escondidas, sin permiso para excavar, pero con la barriga llena. Sírvete, por favor. Me tomaría con gusto un té caliente.
—Lo siento, señora, pero el bar del hotel está cerrado.
—¡No te lo tomes así, Tom! ¡Me limito a reponer fuerzas después de mi incursión en el pozo!
El arqueólogo se sentó a su lado y se frotó la cara.
—Disculpa, Jo. Han sido muchas emociones… Roberto, la policía, el interrogatorio, la suspensión oficial de los trabajos y, ahora, el tubo… Tantos años trabajando sin descanso, desarrollando mi teoría, soñando sin una base real… Y cuando por fin encontramos una prueba de lo que yo anticipo, ¡no podemos ir hasta el final! Esto es demasiado… ¡Fracasar tan cerca del objetivo me vuelve loco! ¡Destrozaría todos estos sótanos con mis propias manos!
—Sería mejor que me buscaras una piedrecita, un cúter, un trozo de madera en forma de Y, una goma elástica y un cordel largo. A no ser que tengas un arco y flechas.
Tom, estupefacto, la miró atiborrarse de galletas.
—¿Es que no jugabas con un tirachinas en tu lejana isla cuando eras pequeño? —preguntó ella en un tono guasón.
Desconcertado, la observó un instante antes de que se le iluminara el rostro. Se dio una palmada en la frente.
—¡Un tirachinas, claro! Jo, eres genial…
Le dio un beso en la mejilla, se levantó de un salto y se precipitó hacia el sótano de la casa. Unos minutos más tarde, mientras Johanna terminaba de tallar con su navaja suiza una rama en forma de Y que había cortado junto al tronco de la hiedra, dejó a sus pies el cúter, un rollo de hilo de nailon, una goma elástica negra y una piedra pómez.
—Mira —dijo, mostrando la escoria del volcán—, he conseguido hacerle un agujerito en el centro. No hay más que atar el hilo.
—¿De dónde has sacado la goma elástica?
—He desmontado el multipolo electrostático.
—Buena idea… ¿Cuántos metros de hilo hay?
—Veinte. Si la sala está a más de veinte metros del pozo, ya podemos despedirnos.
—No empieces otra vez a ponerte derrotista.
—¡A sus órdenes, mi capitán! —dijo Tom guiñándole un ojo.
De rodillas, Johanna ató con sus finos dedos el hilo de nailon a la piedra mientras Tom sujetaba la goma al trozo de madera.
—De pequeña —dijo la joven—, prefería las muñecas y los libros a las canicas y los tirachinas, pero intentaré hacerlo lo mejor que pueda.
—No tenemos elección, solo puedes bajar tú.
—Lo sé.
Era la una y cuarto de la mañana cuando, con la cuerda alrededor de la cintura, pasó de nuevo por encima del brocal del pozo. Llegó a la boca del tubo de plomo sin otra angustia que la de no conseguir lanzar la piedra hasta el fondo. El conducto era ancho, de unos veinte centímetros de diámetro. Pero Johanna sabía que no tenía mucha habilidad manual. Comprobó la firmeza de sus puntos de apoyo y se colocó lo más cómodamente posible entre los ladrillos, con el cuerpo pegado a la pared y los brazos en el agujero.
Puso el rollo de nailon en el borde, se acodó, sostuvo la rama con la mano izquierda, tensó la goma con la mano derecha, apuntó y lanzó la piedra. Inmediatamente, un ruido metálico la informó de su fracaso. La piedra de lava había chocado con la parte superior del conducto y se había detenido a solo unos metros del orificio. Suspiró, tiró del hilo, lo enrolló, recuperó la piedra volcánica y repitió la operación. Falló de nuevo. Esta vez, el proyectil había chocado contra uno de los lados del tubo. El tercer intento y el cuarto fueron igualmente infructuosos. Renegando, maldijo su torpeza. Le picaban los ojos y cayó en la cuenta de que debería haberse quitado o cambiado las lentillas hacía varias horas. ¡Si pudiera librarse de ellas y ponerse sus antiguas gafas! La imagen de su hija con sus gafas de montura roja surgió en la abertura. «Mamá —suplicaba Romane, tendiéndole los brazos—. ¡Mamá, por favor, haz un esfuerzo, no me dejes, no me dejes!»Johanna dejó el tirachinas y se tapó la cara con las manos, como el niño encontrado en el
vicolo di Tesmo
, junto al cadáver del hombre de la tablilla. Las lágrimas anegaron sus ojos y se quedó en suspenso unos minutos. De repente, la rabia la dominó. Sobreponiéndose, echó pestes contra el producto para lentillas que le quemaba las pupilas y se secó enérgicamente los ojos con la manga del jersey. ¡Maldita sea! ¡Tenía que conseguirlo, no podía abandonar a su hija por ser miope y no saber utilizar un simple juguete! ¡Se había colocado demasiado arriba para poder lanzar bien la piedra! ¡El conducto horizontal era un corredor, no un obstáculo! Se agarró a la cuerda y afianzó los pies de tal forma que solo la parte superior de su cara quedó a la altura del orificio. Bajó también el tirachinas y apoyó la base de la Y contra la pared. La parte superior de la horquilla emergía al borde del conducto. Fuera del tubo, su brazo ganaba en amplitud. Tensó la goma todo lo que pudo, contuvo la respiración y lanzó la piedra. Nada. Ningún sonido. Pasmada, vio desenrollarse el hilo a gran velocidad y sin encontrar obstáculos. De pronto, un íntimo ruido de caída, lejos, y el rollo se quedó inmóvil. La escoria del Vesubio había terminado su carrera al otro lado del conducto. Había caído en alguna parte, sin duda en el sótano secreto.
Lo había conseguido. Sonrió, sacó el cúter y cortó el hilo en el punto exacto donde había dejado de extenderse. Se guardó el carrete en el bolsillo y, lentamente, tiró del fino cordel para recuperar la piedra.
—¡Aaag! —dijo, saliendo del pozo—. Misión cumplida, Tom, pero odio este juego —añadió, arrojando el tirachinas al suelo—. ¡Prefiero las muñecas, ya lo creo que sí!
El la felicitó riendo y le quitó el hilo con el colgante de piedra con el que se había hecho un collar. Sacó del bolsillo un metro ultrasónico con puntero láser y midió la longitud del nailon.
—Doce metros treinta y cuatro —anunció.
—Bueno, ahora ya sabemos dónde se esconde la cavidad.
Tom estaba exultante. Midió la distancia entre el pozo y lo que quedaba de la tapia de la villa, contra la cual estaban adosadas las bodegas. Mientras Johanna bebía agua y se arrebujaba en el anorak, él introdujo los datos en el aparato electrónico. Luego, con el corazón golpeándoles el pecho, los dos arqueólogos se dirigieron a la puerta de los sótanos. Una llovizna típicamente bretona empezó a caer.
—Son las dos —susurró Tom en medio de la noche—. El superintendente llega a las ocho, o sea que nos quedan seis horas para llegar a la cavidad.
—Más que suficiente, ahora que sabemos la posición.
—Jo, te olvidas de un detalle —dijo el hombre, haciéndola detenerse en el umbral de las bodegas—. ¿Cómo vamos a abrir un pasadizo de nuestro tamaño en la sólida piedra de lava que aflora ahí abajo, los dos solos y en este mínimo lapso de tiempo? Haría falta un martillo neumático o una perforadora de las que se utilizan en arqueología submarina… ¡Máquinas de las que, ni que decir tiene, no disponemos aquí!
—Tom, hagamos las cosas por orden. Delimitemos la zona. Después ya veremos.
—Esta vez, un tirachinas improvisado no bastará…
Johanna pensó que, pese a su erudición y su complexión de atleta, decididamente Tom no estaba hecho para el trabajo de campo. Parecía desprovisto de capacidad de improvisación, así como de ese lado intrépido, incluso imprudente, que caracterizaba a numerosos arqueólogos, atraídos por la acción. Sin duda se sentía más a gusto en un laboratorio, detrás de un ordenador y de montañas de informes, lo que, en el fondo, no era un defecto.
La atmosfera nocturna del sótano era densa y lúgubre, pese a que el director del yacimiento hubiera encendido algunas linternas diseminadas por las paredes de tierra. La humedad penetraba por los respiraderos abiertos.
Las ánforas y los
dolia
rotos formaban una alfombra de teselas de color cáscara de huevo, que crujían bajo sus pies. Como un doble oscuro de la casa, las bodegas subterráneas se extendían interminablemente bajo toda la superficie de la vivienda, llenas de antiguas habitaciones derrumbadas, de rincones y recodos negros donde alguien podía esconderse sin ninguna dificultad. El asesino de James y de Beata, y acaso de Roberto, tal vez los esperaba allí, muy cerca… Johanna intentó tranquilizarse pensando en la fuerza física de su amigo. Pero ¿y si el criminal tenía cómplices, locos adeptos de una secta fanática? Si eran varios y estaban armados, ¿de qué servirían los músculos de Tom?
—Esto es siniestro —constató en voz baja.
—Francesca y Roberto odian… odiaban seguir trabajando cuando había caído la noche… Francesca está convencida de que ha visto un fantasma aquí abajo, un aparecido ataviado con un
pallium
, que llevaba una barba de varios metros de largo y… En fin, tonterías…
—¡De tonterías nada! —exclamó Johanna, divertida—. ¡Seguro que es el espectro del filósofo! ¡Pobre J. Saturno Vero! ¡Lleva tanto tiempo recluido en su escondite que debe de estar harto! ¡Lo comprendo!
—¿Tú también crees en fantasmas?