La palabra de fuego (72 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—Sí. Se hablaba ya de interrumpir las excavaciones y tenía que evitarlo. A toda costa. Se me ocurrió la idea de hacer pasar el asesinato por un suicidio para ganar tiempo, consciente de que antes o después los carabineros descubrirían que Roberto no se había matado. Escondí los panfletos que había escrito previamente con mi ordenador, así como un encendedor de oro que había cogido del cadáver de James, en recuerdo de mi victoria sobre el pasado, y el fular ensangrentado que Beata llevaba alrededor del cuello y que había caído en la vía de los sepulcros durante el traslado de su cuerpo. Me lo había guardado en el bolsillo sin pensar…

—Pero ¿por qué asesinaste a Roberto?

—No tenía otra opción. Me había visto… La noche que… la noche que Beata me enseñó la foto, Roberto volvió al yacimiento porque se había dejado olvidado allí el móvil. Me vio desde lejos salir de la casa con mi cargamento al hombro. En ese momento, oscuro como estaba, no se le ocurrió lo que podía ser, pero al día siguiente, cuando encontraron a Beata en la villa de los Misterios, ató cabos. El también intentó hacerme chantaje. Pero él exigía dinero, mucho dinero, a cambio de mantener la boca cerrada.

—¡Y lo mataste!

—Me vi obligado a hacerlo, Johanna, como me veo obligado ahora a condenarte a ti al silencio.

—¿Creías que yo también te había descubierto? —preguntó ella, palideciendo.

—No. Tu caso es completamente distinto. A ti tengo que hacerte desaparecer a causa de tu hija.

Johanna, atónita, lo observaba sin comprender.

—¿De mi hija? ¿Qué tiene que ver ella con esta historia?

—¡Ve el pasado en sueños, Jo, y no se equivoca! ¡Si posee el don de revivir acontecimientos que se produjeron en el siglo I de nuestra era, verá sin dificultad hechos que datan de hace solo unas semanas! ¡Si tu hipnotizador la interroga sobre la identidad de los asesinos de Pompeya, como tú pretendes desde hace varios días, está clarísimo que me denunciará!

—Así que es eso…

—Sí, Jo, y no puedo correr ese riesgo. Le he dado muchas vueltas, he estudiado el asunto del derecho y del revés, y no tengo otra salida. O bien elimino a Romane, o bien te mato a ti. Creo que estarás de acuerdo en salvar a tu hija, la quieres demasiado, y la pobrecilla ha sufrido ya tanto… Volverá a Fontainebleau y tus padres la criarán.

Johanna lo había escuchado pacientemente, tratando de comprenderlo, encontrando en algunos momentos circunstancias atenuantes, en particular para el asesinato de James. Pero las palabras de Tom superaban ya sus fuerzas y su entendimiento. Su cinismo calculador y su locura la hicieron estallar en sollozos de cólera.

—¡Estás completamente chiflado! —gritó, levantándose de un salto—¿Cómo puedes planear protegerte deshaciéndote de mi hija o de mí? ¡Esto no tendrá fin! ¡Encontrarás otra excusa disparatada para matar a Philippe, luego creerás que Francesca sospecha de ti, después le tocará el turno a Ingrid, después a Pablo, y si nadie te detiene, acabarás con todo el equipo! ¡Has entrado en el círculo de la violencia y seguirás haciendo correr sangre hasta que te pillen! Para mientras estás a tiempo, te prometo que te guardaré el secreto, no diré nada…

—Jo, me acusas de demencia, pero eres tú quien profiere palabras delirantes… ¿Me tomas por un niño? Deberías haberme escuchado en Pompeya, cuando te decía que preguntarle a tu hija sobre la identidad del asesino no era una buena idea. En ese caso, te habría dejado tranquila. ¡Pero, como de costumbre, no diste tu brazo a torcer! Romane vería mis crímenes, le resultaría fácil teniendo en cuenta que me conoce, y se los contaría a tu hipnotizador. Tú no lo sabías, pero su mejoría, que naturalmente a ti te alegraba, a mí me sumía en la desesperación. Porque significaba que debías morir.

Johanna tomó conciencia de que era impotente para detenerlo. Mataba por miedo de perder Pompeya, el sentido de su vida, y si se lo quitaran, moriría. Había llegado demasiado lejos para volver atrás. No lo convencería, y debía ganar tiempo para encontrar la manera de escapar. El peligro ahuyentaba el miedo, reforzaba su instinto de supervivencia y multiplicaba sus facultades.

—Tom, ¿por qué me llamaste al día siguiente del asesinato de James y por qué viniste a Vézelay a contármelo… a tu manera?

El titubeó.

—Era una carga tan pesada… Primero quería contarlo todo, desde el principio, como acabo de hacerlo. Tenía la sensación de que, si no me abría a alguien, explotaría… Sentía de alguna manera que tú eras la persona indicada. Me parecía intuir una especie de vínculo fraternal entre nosotros… Tu hija me persuadía de que tenía razón, se interesaba por mí, hacía las preguntas adecuadas, me llevaba amablemente por el camino… Pero la obligaste a que se fuera a la cama, y frente a ti, los dos solos, no pude. Esas décadas de silencio y de mentira me bloquearon… Tuve miedo, no te conocía bien, después de todo, eras una universitaria, miembro destacado de la camarilla de los bribones, temí que no comprendieras y me traicionaras…

—Tom, escúchame —murmuró ella con dulzura—. No es demasiado tarde. Puedes salir de esta. Fui una estúpida cuando viniste a verme la primera vez, pero ahora pondré remedio. Has hecho bien en abrirte a mí esta noche. Voy a ayudarte. Comprendo lo que te anima y te ha empujado a… a defenderte. Porque eso es lo que has hecho, ¡te has defendido! James era un odioso chantajista, será muy fácil demostrar legítima defensa y conseguirás un sobreseimiento. En el caso de Beata se puede alegar… pérdida pasajera de la facultad de discernimiento debida al pánico, y en el de Roberto, se puede eludir la premeditación alegando que fue un accidente. ¡Te amenazó, hubo una pelea y lo mataste sin intención de hacerlo! Créeme, con un buen abogado que cuente tu infancia, tu lucha justa y legítima, tu pasión por Pompeya, evitarás la cadena perpetua. Con las rebajas de pena y la libertad condicional, puedes salir al cabo de unos años y…

La mirada que Tom posaba sobre ella la detuvo.

—¡No pienso ir a la cárcel! —dijo, enfurecido—. Nadie me juzgará, ¿me oyes? ¡Nadie puede hacerlo, aparte de mis padres! ¡Solo ellos, cuando haya hecho todo lo que tengo que hacer, saldrán de su tumba y pronunciarán la sentencia!

Gritaba, y sus palabras se perdían en las alturas de la torre.

—¡Ya he tenido suficiente! —dijo, levantándose.

—Tom, si disparas contra mí, estás perdido. Habrá una investigación, se sabrá que acabo de volver de Pompeya y antes o después la policía acabará por descubrir que viniste a verme esta noche —argumentó, pensando en fray Pacifique.

—He tomado precauciones, Jo. He reservado el billete de avión y alquilado el coche con los documentos de identidad de Roberto. Nadie me ha visto aquí, la policía jamás llegará hasta mí.

—¡Espera! —imploró Johanna—. ¡Te lo ruego, espera! Te… tengo que decirte otra cosa, la última…

Los rasgos angustiados de Romane surgieron ante sus ojos. No vio su muerte como el fin de sí misma, la sentía únicamente en relación con la niña, una huérfana de padre que iba a perder también a su madre. No tenía derecho a abandonar a su hija, debía pensar y encontrar las palabras que hicieran retroceder a Tom, que le permitieran controlarlo o huir…

ssa.

—Estoy cansado de escucharte, Jo. Puedes inventarte lo que quieras, suplicarme de rodillas, pero eso no cambiará nada.

Estaba loco, era inútil tratar de hacerlo reaccionar como un ser mentalmente sano; al contrario, había que meterse en su patología y razonar como él.

—Acepto morir —dijo ella con firmeza.

En la mirada decidida de Tom apareció un destello de asombro.

—Se trata de una ley natural contra la que es irracional luchar —explicó la arqueóloga con aplomo—. Pero me niego a que seas tú el que me dé muerte.

—¿Qué significa…?

—Como un emperador romano, has decidido acabar conmigo. Igual que hicieron Séneca, Thrasea Peto, Petronio, Lucano y tantos otros, lo acepto. Pero exijo una muerte estoica. A la ejecución arbitraria, opongo la
libertas
. Como los partidarios de la escuela del Pórtico, reclamo la libertad de elegir mi muerte y de dármela yo misma como un último acto de libertad.

—¿Qué es esta farsa, Johanna? ¿Te burlas de mí?

—En absoluto, Tom. No es momento de burlas. Piensa en Livia y en el filósofo J. Saturno Vero, que tuvieron el valor de morir dueños de sí mismos, como los autores griegos de los papiros del sótano. Exijo una muerte digna, un fin honorable. Me niego a que mi hija se entere de que su madre fue asesinada. De la misma forma que siempre he elegido mi existencia, deseo decidir sobre mi muerte. Como el padre de Romane, prefiero suicidarme.

Tom, desconcertado, sondeaba los ojos de Johanna intentando adivinar si era sincera.

—Tom, te ruego que me concedas este último favor. Hazlo en recuerdo de nuestra búsqueda común en la casa del filósofo, del tesoro que exhumamos juntos, de nuestra amistad, que entonces era perfecta.

—Jo, eso nunca lo olvidaré, es inútil que…

—Entonces, concédeme lo que te pido.

Ella lo miró también directamente a los ojos, sin pestañear. Su discurso parecía haber surtido efecto. Tom vacilaba.

—No soy tan tonto como para darte el revólver…

—No quiero tu arma de bárbaro.

—En ese caso…, ¿qué sugieres?

Ella levantó la mirada hacia las tinieblas de la torre.

—Treinta y ocho metros de altura, Tom. Es el punto culminante de la basílica y de la colina. Arrojarme desde la cima de la torre de San Miguel, mi Arcángel, al atrio de la abadía sería una hermosa conclusión para una existencia consagrada a las piedras románicas y a los símbolos medievales.

—Me tomas por idiota —balbució Tom.

—No tengo manera de escapar, Tom. Tú vendrás detrás de mí hasta arriba, apuntándome con la pistola, y si no me tiro por encima de la balaustrada, no tendrás más que empujarme tú al vacío. No puedo enfrentarme a tu fuerza y no tengo ninguna posibilidad de sobrevivir a semejante caída.

Él seguía titubeando, sopesaba los pros y los contras, buscaba la trampa oculta en la proposición de Johanna. Finalmente, le hizo una seña indicándole que aceptaba.

Johanna se levantó despacio. Había conseguido ganar tiempo, retrasar unos minutos el fatal desenlace. Pero no tenía ni la menor idea de cómo salir de aquella. Cuando puso el pie en el peldaño de madera, él le clavó el cañón de la pistola entre las costillas.

—Sube —ordenó—.Al menor intento de resistencia, disparo.

Ella contuvo la respiración y empezó a subir la frágil escalera, peldaño a peldaño, cojeando. Tom llevaba la linterna en la mano izquierda y la pistola en la derecha. Johanna no veía más allá de dos metros por delante de ella. Sin embargo, tenía una ventaja sobre él: había estado dos o tres veces en la torre. Intentó recordar la configuración del lugar buscando una escapatoria y rezando a san Miguel para que acudiera en su ayuda. A medida que subían, el ascenso era cada vez más peligroso. Faltaban algunos peldaños, y en un momento dado la escalera se convirtió en una simple escala. Unos carteles amarillos anunciando «peligro» estaban sujetos a las enormes campanas suspendidas de las vigas y acompañadas de una impresionante maquinaria.

Se agarró a los barrotes y tomó impulso. Se aventuró a volver la cabeza hacia él. Tom tenía dificultades para agarrarse a los trasvesaños de madera. Sujetó la linterna con la boca, pero siguió empuñando la pistola. Johanna se dijo que una patada enérgica y dada en el sitio adecuado podía desarmarlo o hacer que se tambaleara. Pero no… No había ninguna posibilidad. Si caía, arrastraría consigo la escala podrida y al mismo tiempo a ella. Era una mala idea. Tenía que encontrar urgentemente otra. Pese al frío y la humedad, empezaba a sudar. La angustia le impedía pensar. Notaba el cuerpo pesado, agarrotado, las piernas rígidas, y le resultaba cada vez más difícil subir. Tenía la impresión de que los clavos que llevaba en las caderas le comprimían la pelvis, mientras que en su cabeza la esperanza se desvanecía. Otra frase de Jules Roy le golpeaba las sienes: «Vézelay es un lugar privilegiado, pero un cementerio… Es un lugar donde se muere, no donde se vive», susurraba el enamorado de la colina.

A medida que se acercaba a la cima, el caos apocalíptico de la tormenta le llegaba más claramente. Los rugidos roncos de los truenos y el galope de la lluvia la sacaron de su glacial letargo. «No te des por vencida ahora, Jo. Debes intentarlo todo, hasta el final. Por Romane. Es posible que el arma no esté cargada. O que se le haya olvidado quitar el seguro. No recuerdo haberle visto quitarlo. Puedo estar equivocada, pero es mi única posibilidad. Cuando llegue arriba, a la balaustrada, me encaro con él y me abalanzo con todas mis fuerzas sobre la pistola.»Unos minutos más tarde, el dificultoso ascenso acabó. Con prudencia, Johanna asió unas cadenas oxidadas y empujó hacia el exterior una gran trampilla de madera carcomida. El chirrido quedó ahogado por el ruido de la tormenta, que la azotó con violencia. Se cubrió la cara con las manos para protegerse, mientras Tom la empujaba hacia el camino de piedra que bordeaba el pretil.

En cuanto pusieron el pie junto a la balaustrada cubierta de liquen, quedaron calados hasta los huesos. El viento los empujaba hacia atrás, hacia el tejado. Johanna recordó que en varias ocasiones había caído un rayo sobre la torre de San Miguel y esperó que una bola de fuego se abatiera sobre la cruz que coronaba el edificio. Pero el cielo no la escuchó. Se agarró al antepecho de piedra caliza y escrutó el paisaje negro. En la oscuridad infinita, buscó su casa y la habitación de Romane. Solo vio débiles puntos amarillos que titilaban en la agitada noche. Reprimió las lágrimas que le formaban un nudo en la garganta. Habría dado cualquier cosa por besar a su hija y estrecharla entre sus brazos. Vio un resplandor en la ventana de fray Pacifique, justo enfrente, pero, aunque lo llamara en medio de las tinieblas, el viejo monje no podría hacer nada por ella. Sintió una mano grande y firme sobre su hombro. Se volvió.

—Jo! —gritó Tom bajo las furiosas ráfagas—. ¡Ha llegado el momento de ser libre! ¡Vamos, salta!

Ella asintió con la cabeza. Su semblante descompuesto chorreaba de agua y de miedo. Apoyado en la trampilla, él la apuntaba con el arma y la linterna.

Johanna bajó los ojos hacia el cañón. Estaba a un metro. Si no acertaba, recibiría un disparo a quemarropa. Con un poco de suerte, la bala no alcanzaría ningún órgano vital. Muy lentamente, se volvió hacia el vacío, se agarró con las dos manos al murete e hizo como si fuera a levantar la pierna derecha.

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