La palabra de fuego (75 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—Es curioso, parece que haya algo dentro…

Observó y se dio cuenta de que un objeto claro estaba escondido en el interior. El gato se puso a maullar y a rascar el capitel con frenesí.

—¿Tú qué crees que es? —preguntó la chiquilla.

Romane cedió a la curiosidad e intentó cogerlo.

—No puedo. Mamá me reñirá, pero da igual, ¡me muero de ganas de ver qué es!

Agrandó el agujero arrancando unos pétalos de madera, que, frágiles por efecto del tiempo y de la carbonización, se desprendieron fácilmente.

—¡Ya está! —exclamó, extrayendo el objeto de la base maciza del ábaco.

Perpleja, examinó el pequeño rollo de pergamino. Al desenrollarlo cayó algo. Se trataba de un hueso como los que había a veces en su plato, cuando su madre había terminado de quitar toda la carne de las costillas de cordero. Con la diferencia que este hueso era más grande, negro como un trozo de carbón, y tenía unos extraños dibujos grabados en las dos caras.

—¿Qué puede ser esto? —le preguntó a Hildeberto, que, súbitamente calmado, se había sentado sobre el trasero sin apartar los ojos de la niña.

Romane observó atentamente los pequeños signos de grafismo cuadrado y después se acercó la costilla de cordero a la nariz para comprobar si olía a carne asada. Todo su cuerpo empezó a temblar. No soltó el hueso ni siquiera cuando sufrió unas violentas convulsiones. Tumbada boca arriba en el suelo, se puso rígida, se contorsionó, presa de una especie de ataque epiléptico. De pronto, se quedó inmóvil. Apoyándose en los codos, la niña se sentó y contempló de nuevo el objeto. Entonces, unas lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas, por su cuello, sin que ella pudiera detenerlas.

El barco estaba perdido en medio de la tempestad. Las velas habían sido arrancadas por el viento del norte, el aquilón; el mástil, partido; el timón, desajustado, y los elementos se desataban sobre el pequeño velero. Sumergiéndose en la cresta de las olas, saliendo de nuevo penosamente a flote, lastrada por golpes de agua que inundaban la cubierta, la embarcación se debatía en vano contra el mar embravecido. Simon se había alejado del barco a nado después de haber esbozado un gesto de adiós con el sombrero y haberse puesto, encima de la capa, el único chaleco salvavidas. Johanna se quedaba sola en el velero, que empezaba a hacer agua. Estaba mareada. Agarrada a la borda, lívida, empapada, tiritando de frío, luchaba contra su corazón, que quería escapársele por la boca al igual que todos los demás órganos de su cuerpo. Desesperada, extenuada, no podía seguir batallando. No quería seguir resistiéndose. «Salta —se decía, azotada por las violentas ráfagas—. ¡Vamos, Jo, ya es hora de acabar, de ser por fin libre! ¡Pasa por encima de la cuerda y salta!»Se aferró a los cabos que bordeaban el velero, intentó levantarse y pasar una pierna por encima de la borda. En ese instante, dos brazos la asieron por detrás y la sujetaron firmemente. Volvió la cabeza y vio a un hombre que vestía un hábito negro con capucha y escapulario.

El monje benedictino, cuya tonsura estaba rodeada por una corona de cabellos gris claro, tenía la frente despejada, nariz aguileña y labios pálidos, como su piel. Sus ojos eran de color piedra, cuya tonalidad antracita recordaba el granito, y sus finas manos estaban manchadas de tinta y de su propia sangre. Estrechando a la mujer entre sus brazos, el monje se balanceaba en la cubierta sin perder el equilibrio, indiferente al oleaje y al movimiento de montaña rusa. Mudo, la observaba sonriéndole con ternura. Johanna lo reconoció y le devolvió la sonrisa. Entonces, de las profundidades del agua subió un increíble canto en latín. Cual ángeles o sirenas invisibles, múltiples voces, masculinas y femeninas, agudas y graves, jóvenes y viejas, salmodiaban en diferentes tonos:

—«
Prociil recedant somnia, et noctium phantasmata.
» (Lejos de nosotros los sueños funestos y los fantasmas nocturnos.)Las voces de ultratumba repetían sin cesar:

—«Procul recedant somnia, et noctium phantasmata.»El velero continuaba su avance caótico, y de pronto, en el centro del mar, Johanna vio una isla. En la cima de la montaña se distinguía una especie de castillo en torma de pirámide, una construcción oscura que se alzaba entre la bruma y de donde escapaba un sonido de campanas echadas al vuelo que acompañaba el cántico acuático del ejército de los difuntos. Agarrada al monje, Johanna escrutaba el horizonte, incapaz de recordar si la fortaleza era la abadía de Mont-Saint-Michael o la de Vézelay.

El velero llegó a la playa de la isla, donde un hombre con barba y túnica oscura estaba en cuclillas. Con el dedo, escribía algo en la arena. Junto a él, de pie, estaba una mujer de la que Johanna solo veía la espalda y los largos cabellos rojos, los cuales, movidos por el soplo del viento, acariciaban su cuerpo desnudo. El benedictino retiró los brazos, Johanna se liberó, saltó a la arena y se acercó al desconocido: había desaparecido. Buscó a la mujer pelirroja, pero ya no estaba. Miró a su alrededor, desconcertada, y vio a una niña de cabellos negros, piel dorada y extraños ojos de color violeta. Johanna corrió hacia la chiquilla, pero esta se desvaneció. Estaba sola en la orilla. Las voces del más allá se habían callado. Las campanas ya no sonaban. El monje se alejaba en el barco, navegaba en medio de un tremendo ruido de motor.

—¡Por favor, no me dejes aquí sola! —gritó Johanna.

Pero fray Román se había ido. Ella bajó la cabeza: en la arena, las olas lamían el mensaje del hombre.

—¡No! —gritó Johanna—. ¡Todavía no! ¡Tengo que leerlo!

Las palabras desaparecían, arrastradas por la resaca.

—¡Nooooooooo!

Johanna se encontró sentada en su cama, con los ojos abiertos. Tendido de lado, Hildeberto ronroneaba tan fuerte que la joven reconoció el motor del barco. Se frotó la frente y, haciendo un esfuerzo, volvió a la realidad. Una barra de metal parecía clavarse en sus sienes y taladrar el interior de su cráneo.

—¡Aaayyy! —gimió—. ¿Quién me manda a mí beber tanto aguardiente? ¿Qué hora es?

Los acontecimientos de la noche volvieron de golpe a su memoria.

—¡Simón! —exclamó—. ¡Romane!

Se levantó precipitadamente y fue a la habitación de la pequeña. Eran las siete de la mañana. La luz de noche estaba sobre la alfombrilla, la lámpara brillaba junto a la cabecera de la cama, iluminando el pequeño agujero de la pared. La cama de la niña estaba vacía.

Johanna avanzó, muda de terror, y no respiró hasta que descubrió a la chiquilla en una esquina de la habitación que la puerta abierta le ocultaba. Al verla, hizo un imperceptible movimiento de retroceso y reprimió un grito.

Romane estaba de rodillas, con la cara pegada a la pared como si hubiera intentado incrustarse en ella. Con la cabeza levantada, los ojos cerrados y los brazos doblados, estaba completamente inmóvil. Junto a ella, en el suelo, estaban las horquillas de madera y hueso de Livia. Durante una fracción de segundo, Johanna tuvo la impresión de estar de nuevo en Pompeya, en la estancia secreta, ante el cadáver petrificado de la joven romana. La posición del cuerpo y de las horquillas era exactamente la misma.

Vio el busto de María Magdalena y un rollo de pergamino sobre el parquet. Sin prestarles atención, se precipitó hacia su hija. Oyó su respiración suave y regular. ¡Romane no estaba muerta, dormía! Era prodigioso: ¡la chiquilla dormía! Le tocó la frente. Estaba templada, sin rastro aparente de fiebre. Al ir a buscarle el pulso, se fijó en un pequeño objeto negro que sobresalía de la mano izquierda de Romane, que esta mantenía, como Livia, apretada contra el corazón. «No es posible —pensó Johanna—. No puede tratarse del papiro. ¿Qué tiene en la mano?»Se vio en Pompeya, abriendo a la fuerza los dedos de Livia, cogiendo la hoja, que se desmenuzaba y caía convertida en polvo. Despacio, con ternura, cogió a su hija en brazos y la llevó a la cama. La acostó boca arriba, le quitó las gafas y estiró el camisón hasta cubrirle las piernas. En el momento en que se disponía a asir la muñeca izquierda de Romane, la niña se volvió hacia un lado y se colocó en posición fetal, con la mano escondida bajo la pierna.

Johanna soltó un suspiro de frustración, subió las mantas y le tomó la temperatura a su hija. Para su sorpresa, no quedaba ni rastro de fiebre. En ese instante, Hildeberto entró en la habitación, maulló y fue a apostarse junto a la escultura de madera. Tranquilizada sobre el estado de su hija, pero inquieta por lo que podía esconder en su mano, Johanna observó al gato con recelo.

—¿Qué significa todo esto? —susurró—. ¿Has sido tú el que ha hecho caer la escultura desde ahí arriba?

A modo de respuesta, el viejo felino puso una pata sobre la cabeza de roble.

—¡Déjame ver, criatura del demonio! —dijo, acercándose y cogiendo la figura dañada.

Entonces vio los desperfectos que la escultura había sufrido al caer, especialmente el agujero en el ábaco. Con gestos profesionales, examinó el escondrijo, la peana, y un principio de respuesta empezó a abrirse paso en su mente. De rodillas en el suelo, miró a su hija, que, con expresión apacible y labios sonrientes, dormía como una bendita. Observó al gato, luego la escultura rota. Tenía que haber sido forzosamente el animal el que la había precipitado al vacío. Su mirada se posó a continuación en el pergamino. Lo cogió con delicadeza y fue hasta el viejo pupitre. Acercó la lámpara y examinó el rollo. No podía datarlo con precisión sin efectuar análisis, pero, a primera vista, le pareció muy antiguo, muy anterior a los del período románico que estaba acostumbrada a estudiar. Su factura era tosca y rudimentaria, la gruesa piel parecía de cabra y no había gozado de los cuidados expertos de los monjes. No obstante, su curiosidad de arqueóloga despertó de inmediato.

Volvió a su habitación en busca de una lupa y un par de guantes finos. Lentamente, desenrolló el manuscrito. El mediocre pergamino crujió, pero no se resquebrajó. Una escritura densa. Apretada. En latín.

Provenza, quinto año del reinado del emperador Vespasiano

Estoy vieja y enferma, muy pronto abandonaré esta tierra. Esta mañana, Maximino ha llegado de su ciudad de Aix. Ha subido hasta la gruta en la que vivo desde hace tres decenios y me ha hecho comulgar el cuerpo y la sangre del Señor. Dentro de unas horas le diré adiós y luego me marcharé, sola, a la montaña, para morir en un lugar todavía más apartado que mi caverna, desconocido para todos salvo para los animales. Así no encontrarán mis restos. Soy una pecadora y no una santa…

Johanna levantó la cabeza. ¿Quién había escrito esa carta? Buscó con la mirada el final del documento y dio un respingo de sorpresa.

Era asombroso. Se trataba de un manuscrito de María de Betania, ¡María Magdalena!

—¿Mamá?

Las nueve de la mañana. De espaldas a su hija, inmóvil detrás del pupitre de su infancia, Johanna contemplaba el día que había visto nacer. Los postigos estaban entreabiertos. El espejo había vuelto a ocupar su sitio en la pared. Aquel 22 de diciembre, un cielo lechoso cubría las piedras con su blancura mate. Quizá nevara en Navidad. Sería maravilloso. Johanna echó un vistazo al pergamino enrollado sobre el escritorio, acarició a Hildeberto, que dormitaba en el sillón de mimbre, y se levantó. Sus ojos estaban hinchados y enrojecidos, sus cabellos, revueltos, su rostro, ojeroso. Sin embargo, irradiaba alegría y luz.

—Mamá, ¿estás bien? ¡Tienes un aspecto… raro!

—«Sabbat de amor, a la vez que mañana de resurrección» —citó la madre.

—Mamá, ¿qué dices?

Johanna rió, se acercó a la cama y abrazó a su hija.

Digo que la llave de Pompeya estaba aquí, en Vézelay, delante de nuestros ojos. Yo la miraba todas las noches sin verla… ¡Pero tú la has encontrado, cariño! Tus pesadillas han terminado, Livia se ha ido. ¡Estás curada, Romane, definitivamente curada, puedes levantarte, jugar, correr!

Sin comprender, la chiquilla se sentó en la cama.

—¡Ay! —exclamó, frotándose la pierna.

Atónita, levantó el brazo izquierdo, abrió la mano y descubrió un hueso negro con unos extraños signos grabados en las dos caras.

—¿Qué es? —preguntó—. ¿Qué hace esto aquí?

—¿No te acuerdas? Es un secreto, Romane —respondió su madre—. Un secreto muy importante.

La chiquilla se puso las gafas y contempló la costilla de cordero abriendo como platos sus ojos verde esmeralda.

—¿Qué es lo que hay escrito? —preguntó, haciendo un mohín—. ¿Qué quiere decir?

—No tengo ni idea. Se trata de un objeto muy viejo y de una lengua muy antigua.

—¿Tú no sabes leer lo que pone?

—No. No es ni latín ni griego, sino arameo. Y yo no conozco el arameo.

—¡Ah, vaya, entonces este secreto no sirve para nada! Y si el hueso es tan viejo, ¿ni siquiera podemos dárselo al perrito de la señora Bornel?

—No, Romane. No podemos.

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó la chiquilla, angustiada.

—Pedirle consejo a alguien muy sabio.

—La persona más sabia que conozco es mi amiga Agathe. Pero no sé qué va a poder hacer con un hueso.

—Pues yo conozco a alguien más sabio todavía que Agathe —repuso Johanna sonriendo—.Y voy a ir a verlo dentro de un rato… Mientras tanto, ¿qué te parece tomar un buen desayuno, cariño?

—¡Sí, sí, tengo mucha hambre! ¡Como la Bella Durmiente del Bosque cuando se despierta!

—¿Te preparo un tazón de chocolate y unas tostadas con mermelada?

Romane sonrió con aire travieso meneando la cabeza.

—No, mamá. Quiero paté de minotauro y una gárgola asada con mandrágora.

Y se echó a reír.

Epílogo

De rodillas en su celda, con la puerta cerrada, fray Pacifique no oía el extraño silencio que anunciaba la nieve. Con la espalda encorvada, no veía el cielo de un blanco opaco y permanecía sordo a la súbita quietud que caía sobre los tejados, las viñas y las calles. Aterrorizado, sudando pese al intenso frío, no reparaba en los copos que se estrellaban contra la tierra fértil de Vézelay y la envolvían en un sudario blanquecino.

Ajeno al mundo, el monje contemplaba alternativamente dos objetos puestos sobre la mesa de madera y la cruz clavada en la pared. Sus manos salpicadas de manchas de vejez estaban juntas, pero su mirada errante, alucinada, perdida, no lograba alcanzar la calma inmóvil de la oración.

Johanna había salido de la habitación una hora antes, todavía bajo la conmoción de los sucesos de la noche pasada, pero exultante por la súbita curación de su hija y el tesoro exhumado de la escultura de María Magdalena. No había podido disimular su decepción cuando el franciscano le había dicho que, por desgracia, él tampoco sabía arameo, la lengua de Cristo. No obstante, tal vez podría descifrar algunos signos gracias a obras ancestrales que se llenaban de polvo en sus estanterías.

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