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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

La palabra de fuego (68 page)

BOOK: La palabra de fuego
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—Jo, si pudiera ayudarte de algún modo…

—No me dejes sola. Vuelve a llamarme esta noche. Escucharte me sienta bien.

—Te lo prometo. Hasta luego. Un beso.

Pensativa, dejó el teléfono sobre el pupitre de madera.

—¿Mamá?

Johanna se volvió. Con los ojos turbios pero abiertos, Romane la observaba.

—¡Te has despertado! ¡Fantástico! ¿Cómo te encuentras, cariño mío?

—Estoy muy cansada y tengo mucha sed. Me gustaría beber limonada de la señora Bornel.

Al cabo de un momento, Johanna volvía a la habitación con una jarra de cerámica.

—Aquí la tienes, tesoro. ¡La ha hecho expresamente para ti! ¡Puedes beber toda la que quieras!

—¿No tendré cólico?

—¿Cólico? No…

Sonriente, Johanna llenó el vaso, puso unas almohadas detrás de la cabeza de su hija y la ayudó a ingerir el líquido amarillo claro.

Una hora más tarde. Johanna retiró el termómetro de la frente de su hija y profirió un grito de alegría.

—¡39,2 °C! ¡Ha bajado! ¡Por san Miguel, si la fiebre pudiera seguir bajando! Toma, bebe más limonada…

—No, ya no tengo sed. Mamá, ¿qué es esto?

Romane tiraba de las horquillas del pelo que adornaban su cabeza.

—¿No te acuerdas? Te las di ayer, cuando llegué —respondió ella, quitándoselas para enseñárselas a su hija.

—No me acuerdo. Son bonitas. ¿De dónde han salido?

—De… de Pompeya.

—¿Qué es Pompeya?

—Una… una ciudad, en Italia.

—¿Donde vive Luca?

—No, Romane. Está… en otro sitio, más al sur. En Campania.

—Ah. ¿Es ahí donde estabas cuando te marchaste?

—Mmm…

Johanna no se atrevía a hablar. ¿Debía callarse o aplicar una especie de electrochoque haciendo un relato de su visita a la ciudad, del drama, del descubrimiento del cuerpo de Livia? ¿Había que arriesgarse a decir que Pompeya era también el lugar al que Romane iba cada vez que se ausentaba de la realidad?

—Mamá, tengo frío.

Johanna se apresuró a subir la temperatura del radiador eléctrico y añadió un edredón de plumas a la cama.

Mediodía. Romane dormitaba mientras su madre decoraba el árbol de Navidad en un rincón de la habitación. La fiebre había bajado ya a 38,7 °C. Johanna fue a la cocina. «Si pudiera hacerle comer algo consistente —se decía, abriendo un tarro de crema de castañas con vainilla—.Tengo que llamar a Sanderman y a Isa para decirles que la fiebre está bajando… Por fin surte efecto el paracetamol… A menos que sean… las horquillas de Livia… Después de todo, ¿por qué no? Quizá apacigüen el recuerdo y calmen el espíritu de Livia, de la misma forma que la moneda con la efigie de Tito los despertó. La temperatura ha empezado a disminuir esta mañana después de varios días de fiebre y de delirio, y se las había puesto en el pelo ayer… Su estado ha parecido mejorar después de eso… Sí, ahora que lo pienso, justo después de la llamada de Tom… ¿Podría ser que su voz hubiera actuado favorablemente en ella, de la misma forma que su visita, en octubre, parece que fue el desencadenante de todo esto?»Cuando volvió a subir a la habitación con la bandeja, Romane seguía adormilada. Abrió los ojos al entrar su madre.

«No pierdo nada por probar —pensó Johanna cogiendo el teléfono—. En el punto al que he llegado, si un charlatán me diera un talismán, se lo pondría alrededor del cuello sin pensarlo dos veces.»—Hola, Tom, ¿te llamo en buen momento? Te paso a mi hija. ¿Puedes hablar un poco con ella, por favor?

Johanna le tendió el teléfono a la niña.

—Romane, es Gargantúa. ¿Te acuerdas de él?

La chiquilla asintió con la cabeza y cogió el aparato. Johanna no sabía lo que Tom le decía, pero la pequeña sonreía.

—Gracias —le dijo a su amigo cuando Romane le devolvió el móvil.

Pero Tom ya había colgado. La joven suspiró, observó a su hija y empezó a darle de comer. Romane tomó una cucharadita de crema de castañas y volvió a dormirse.

17.00 h. La fiebre había bajado a 38,3 °C. «Si la temperatura continúa bajando —pensó Johanna—, Sanderman podrá someterla a hipnosis e interrogarla.»Le dejó un mensaje al médico y otro a Isabelle.

Por la noche, cuando Romane se despertó, su madre estaba encajonada detrás del pupitre de su infancia, frente a la ventana. Movía los labios mientras miraba una curiosa escultura de mujer puesta sobre el pequeño escritorio.

—Mamá, ¿qué haces?

—Rezo…, bueno, me parece que rezo —contestó, levantándose y poniendo una mano sobre la frente de su hija.

—¿Como la madre de Chloé en misa?

—Supongo…

—¿Por qué?

—Para que te siga bajando la fiebre y te pongas mejor.

—¿Le pides eso a la cabeza de madera?

—La «cabeza de madera» se llama María Magdalena, Romane —explicó, pensando en el personaje desconocido y misterioso que la escultura le evocaba—. María Magdalena vivió hace mucho tiempo, hizo… hizo cosas buenas, por eso la gente dice que es santa y le reza.

—Ah. ¿Y da lo que le pides, como Papá Noel?

—A veces, si crees en ella.

—Pero… ¿María Magdalena está muerta, mamá?

—Sí, Romane, está muerta. Pero el hecho de que uno esté muerto no quiere decir que…, bueno, que ya no exista —respondió Johanna, un poco aturullada—. Es complicado, después te lo explico…

La pequeña frunció el entrecejo, enfrascada en una intensa reflexión.

—Entonces, ¿mi papá todavía existe? —preguntó—. ¿Dónde está?

Johanna se quedó pálida. La chiquilla nunca mencionaba a su padre desaparecido y su pregunta la puso en un aprieto.

—Pues está… aquí —dijo, poniendo una mano sobre su corazón—, en mis recuerdos, ¿comprendes? Existe porque pienso en él a menudo.

—Pero yo…, ¿qué tengo que hacer yo, si no lo he visto nunca de verdad? —preguntó con expresión de sufrimiento—.Yo no lo conozco…

—Voy a buscar el álbum de fotos.

Johanna salió de la habitación, desconcertada por la angustia de Romane. ¿Por qué le preocupaba su padre? Probablemente la hipnosis, al hurgar en el inconsciente, había hecho emerger ese trauma…, ¿o era normal que a una niña de casi seis años, enferma, le afectara la ausencia paterna, pese al amor de su madre, y deseara aclarar el misterio de sus orígenes? Johanna se sintió culpable por haberle ocultado a su padre. Ese secreto, ese silenciamiento quizá era el desequilibrio fundamental causante de su patología. Sin embargo, ¿cómo contarle la verdad a Romane?

De rodillas en su dormitorio ante un viejo arcón de hierro, cogió con mano trémula un pequeño álbum negro. Lo abrió y la pirámide de Mont-Saint-Michael le saltó a la cara. Cerró los ojos. Los muros de granito gris se superpusieron a los escombros de Pompeya y los engulleron. Una frase del Evangelio de Lucas le vino a la memoria: «Si ellos callan, las piedras gritarán». La sentencia daba vueltas en su cabeza, entre imágenes de criptas, capillas subterráneas pertenecientes al Monte y a Vézelay, y sótanos pompeyanos. Era como si las piedras de las profundidades quisieran decirle algo. Pero ¿qué?

Abrió los ojos y pasó las páginas. El rostro de Simon Le Meur, su amor difunto y el padre de Romane, le sonrió. La foto en color databa de hacía apenas siete años, pero presentaba los reflejos sepia y las posturas anticuadas de otro siglo: en su tienda de antigüedades marinas de Saint-Malo, junto a viejos mapas, diarios de a bordo, baúles de piel e instrumentos de navegación obsoletos, Simon posaba como un poeta romántico del XIX, con terno, abrigo de tweed y una elegante pipa en la mano. Sus cabellos negros y rizados un poco largos, sus ojos verde esmeralda y su piel olivácea —su padre era bretón, pero su madre era española— eran idénticos a los de Romane. Solo los labios y la expresión del rostro diferían. Johanna había declarado a la niña de padre desconocido, pero cualquiera que hubiese conocido al comerciante de antigüedades no podía por más de reconocer a Simon en su hija. Johanna pasó los dedos por la fotografía y recordó los momentos mágicos que había compartido con aquel hombre. Al pasar la página, vio la fachada de la casa de Simon en Mont-Saint-Michael, junto a las murallas, con su gárgola de piedra, su porta faroles herrumbroso, su glicina, su jardincillo silvestre y la vista del islote de Tombelaine. Un olor de tilo y de tabaco dulzón inundó sus fosas nasales. ¿Por qué no le había descrito nunca a Romane el salón con la imponente chimenea y el globo celeste del siglo XVIII, la cocina con fogones de loza y las cacerolas de cobre, los baúles medievales y las habitaciones con armarios normandos esculpidos? Habría podido hablarle del temperamento novelesco y apasionado de su padre, de su belleza, de su afición a las leyendas y los cuentos, que Romane también tenía… Su relación solo había durado unos meses, pero ni antes ni después Johanna había sentido por otro hombre lo mismo que por Simon. Desgraciadamente, en aquella época, obsesionada por sus excavaciones y su búsqueda de un fantasma, no había sido consciente de ello y lo había estropeado todo. Porque era ella la que había dejado a Simon, una noche de abril. Había huido, sin dar ninguna explicación, tras una violenta discusión durante la cual él le había reprochado que prefiriera los muertos a los vivos y que no abriera su corazón. Por primera vez, Johanna rememoró la escena que había querido olvidar durante todos aquellos años. Las últimas palabras de su amante restallaron en su cabeza. Había huido eludiendo su amor por aquel hombre, indiferente a los remordimientos de Simon y sus intentos de reconciliación, desconocedora del regalo que, pese a ella, pese a él, había dejado en su vientre y que ya crecía. Si hubiera escuchado a su cuerpo y sabido que estaba embarazada, tal vez aquella funesta noche de junio no habría existido. Como en el pozo de Pompeya, Johanna revivió las horas inmediatamente anteriores a su accidente. Se puso en pie y se dirigió hacia la habitación de Romane apretando el álbum contra su pecho oprimido, comprendiendo el peso que le había transmitido a su hija, tomando conciencia de la carga que, a causa de su silencio, pesaba sobre la niña. Debería haber reflexionado hace mucho sobre su responsabilidad en el suicidio de Simon, sobre su desaparición voluntaria en el mar, que no había devuelto su cadáver. Y en lugar de eso, había huido, escondiendo la verdad en el fondo de su alma cerrada a cal y canto, enteramente consagrada a un ser al que ocultaba lo esencial. Debería haber encontrado las palabras apropiadas para conjurar el fantasma de Simon y revelar su secreto a su hija sin herirla, antes de que Romane resultara lastimada por un secreto que pertenecía a otra y que la devoraba como un parásito. Sanderman tenía razón. La palabra perdida de Cristo quizá no era más que un símbolo inventado por el inconsciente de Romane para representar, en una alegoría sublimada, las palabras que Johanna había ocultado. La llave de la curación de Romane la tenía su madre, pero el sótano que contenía el verbo liberador no estaba en Pompeya. Estaba allí, en Vézelay, en ese álbum, en el corazón de Johanna, donde un espectro emparedado se hallaba enterrado bajo varios metros de cenizas.

Entreabrió la puerta y entró en la habitación. Romane esperaba, sentada en la cama, mirando la escultura de María Magdalena.

—¿Quién hizo esa cabeza, mamá? —preguntó—. ¿Un amigo de la santa que la quería mucho?

—Nadie lo sabe, Romane. Mira, te he traído las fotos de Mont-Saint-Michael y de tu padre. Voy… voy a intentar contarte toda la historia. Ya es hora de que…

El teléfono sonó. Johanna suspiró y leyó el nombre que aparecía: Tom. Dejó el álbum sobre el pupitre, al lado de la escultura medieval, se sentó en la cama y contestó. Eran las ocho y diez.

—¿Diga? Sí, Tom. Está mejor, la fiebre ha bajado prácticamente a 38 °C. Creo que estamos en el buen camino y espero que de aquí a mañana la temperatura se haya normalizado del todo.

—¡Es maravilloso! Tu hipnotizador podrá oficiar de nuevo…

—Sí, me prometió que vendría el sábado o el domingo, o sea, dentro de dos días.

—Oye, hay novedades. Agárrate.

—Me temo lo peor —murmuró Johanna, saliendo de la habitación de Romane.

—Por una vez, es una buena noticia. Examinando los archivos borrados del disco duro del ordenador de Roberto, el informático de la policía ha encontrado un documento extraño que ha conseguido restaurar. Como en el cuerpo de los carabineros nadie identificaba la lengua en la que estaba escrito el texto, me han llamado para que los ayudara.

—¿Y qué?

—Pues resulta que es una lengua semítica semejante al hebreo o el árabe, pero que no es ninguna de las dos. Es arameo, Jo, no cabe duda.

El estupor dejó a Johanna boquiabierta en el descansillo.

—Yo soy capaz de reconocer los signos arameos cuando los veo —continuó Tom—, pero, desgraciadamente, no puedo descifrarlos. Sin embargo, he conseguido que me den una copia impresa del texto con la excusa de que podré traducirlo. Me han dado cuarenta y ocho horas. Enseguida he pensado que…

—Que podía tratarse de una copia de la carta de Livia escondida en el sótano, es decir, del mensaje oculto de Jesús.

—Exacto.

—¡Es asombroso, Tom! —exclamó Johanna—. ¡Había acabado por creer que esa frase era una invención de mi hija!

—Pues, una vez más, Romane estaba en lo cierto: no estaremos absolutamente seguros hasta haber descifrado el texto, pero es posible que tu teoría sea la correcta y que…

—¡Necesito ese documento! ¡Tengo que enseñárselo a Romane, aunque sea en arameo! ¡Envíamelo ahora por fax, o escanéalo y házmelo llegar por correo electrónico!

—Johanna, no puedo correr semejante riesgo. Si tenemos razón sobre el origen de esa sentencia, ¿te das cuenta de las implicaciones de ese descubrimiento? ¡Es una bomba! ¡Al lado de eso, mis papiros en griego son cuentos para niños! No le he dicho nada a la policía, tranquila. Te lo debo, después de lo que has hecho por mí. Pero no puedo dejar que este documento ande por ahí, es demasiado arriesgado, los cómplices de Roberto podrían…

—Me es imposible reunirme contigo por el momento, Tom —lo interrumpió Johanna—. No quiero volver a dejar a Romane, y…

—Puedo coger un avión mañana, Jo.

—¿Harías eso por mí?

—Por supuesto. Por ti y, sobre todo, por tu hija. Lo más sencillo sería que nos encontráramos en Roissy, en la terminal del enlace Nápoles-París. Hay tanta gente en ese aeropuerto que pasaremos inadvertidos. Y en el tiempo que se tarda en ir y volver, los carabineros no se darán cuenta de mi ausencia.

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