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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

La palabra de fuego (71 page)

BOOK: La palabra de fuego
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—Pero tú no.

—No. A mí me asqueaba el olor de los corderos, que se me pegaba al cuerpo y que no conseguía eliminar. Yo estaba contaminado por Pompeya y, día y noche, pese a mis decisiones, no pensaba más que en ella, en la delicadeza de los frescos antiguos, en el modo de vida refinado de la gente que había vivido allí, en la riqueza compleja de la mitología y de la lengua latina, en el prodigio de la naturaleza y de la historia, que había petrificado a los seres en su agonía, en las excavaciones, fabulosa búsqueda de tesoros, que se realizaban en esa maravillosa ciudad en ruinas congelada en el tiempo. Pompeya… esa ciudad que jamás vería… ni tocaría…

«Habla de la ciudad fantasma como de una mujer, de una amante», observó Johanna, de vuelta a la realidad. Cuando se calló, absorto en su pasado, estudió la posibilidad de escapar. Tom estaba de espaldas a la puerta. En el tiempo que ella tardara en levantarse y correr hasta la salida, él podría disparar de sobra. Esperó, pensando en la manera de arrebatarle el revólver.

—Mi obsesión era alimentada por los libros que me había legado el mayor —continuó—. Cada momento de libertad que tenía, lo dedicaba a devorarlos, me impregnaba totalmente de ellos, me los aprendía de memoria. Mis padres me dejaban hacer, puesto que me limitaba a viajar mentalmente. Por las noches, soñaba con Pompeya. Durante el día, me imaginaba entrando en la calle de la Abundancia a lomos de mi caballo, una mañana de mercado, en su época de esplendor…

—¿No… no pensaste nunca en casarte, en tener hijos, para… para tener otra cosa en la mente?

Tom rompió a reír de nuevo. Pero esta risa era franca y afable, aunque no estaba totalmente desprovista de sarcasmo.

—Jo, ¿te burlas de mí, tú, la brillante medievalista que, antes de tener a tu hija… por accidente, solo te interesabas por monjes benedictinos y piedras románicas, por las que sacrificaste a todos los hombres que se te acercaron?

—Ahí tienes la prueba de que somos iguales, contrariamente a lo que tú piensas —dijo ella.

—¡Eso es falso! —repuso Tom con vehemencia—. ¡Falso de arriba abajo! ¡Nosotros no tenemos nada en común, nada! ¡Tú formas parte de los privilegiados que llevan la vida que han escogido, naturalmente, sin tener que luchar!… ¡Tú no tienes ni idea de lo que es estar en una prisión sin barrotes, tener a tus propios padres por carceleros y esperar su muerte, desear su muerte para acceder, por fin, a la libertad! ¿Cómo puedes imaginar, tú, niña mimada que tiene éxito en todo, la asfixia cotidiana del espíritu, el hambre que te corroe, que te consume y que no puedes saciar, la indigencia intelectual en la que sobrevives, solo, apestando a estiércol, sin poder hablarle de tu sufrimiento a nadie, la lucha constante por no clavarle un cuchillo en la espalda a tu madre, a tu padre, la culpabilidad de desear que mueran, ahí mismo, en el acto, cuando tú lo eres todo para ellos, cuando tú también los quieres y por ellos te inmolas a cada instante?

En efecto, los sentimientos de Tom eran un misterio para Johanna. Su incapacidad patológica para cortar el cordón umbilical, su obediencia, sii odio y su renuncia le parecían absurdos. Se preguntó si habría precipitado la muerte de sus padres.

—¿Cuándo murieron tus padres? —preguntó.

—Papá sufrió una caída montando a caballo el día que yo cumplía veinticinco años. Murió quince días después, padeciendo atroces dolores. Su pérdida me afectó mucho. Me quedé solo con mamá. Ella me dejó cinco años más tarde.

—Entonces, a los treinta años eras por fin libre…

—Era atroz. Estaba perdido por completo. Lo que más ardientemente había deseado se hacía realidad y yo no experimentaba ninguna alegría, ni el menor alivio. Tardé varios meses en liquidar mis negocios y vender la granja. Después me marché, aterrado. Me fui de Nueva Zelanda, adonde decidí no volver jamás. Por primera vez, visité Pompeya, donde todo era como en los libros del mayor… Era… era…

La emoción lo dejaba sin habla.

—Me prometí hacer realidad mi sueño y convertirme en el mayor especialista en esa ciudad. Me fui a Estados Unidos, a San Francisco. Tenía mucho dinero gracias a la venta de la finca. Me matriculé en primer curso de historia, como oyente libre, en una universidad buenísima y muy cara.

«San Francisco, de donde era originario James», pensó Johanna, cuya mente funcionaba de nuevo, pese al miedo.

—Fue un fiasco total —prosiguió él, torciendo la boca de rabia—. ¡Nada que ver con lo que yo había imaginado! En las clases no aprendía nada, yo sabía más que los profesores sobre el mundo romano, las demás materias no me interesaban. En cuanto a los estudiantes… Yo tenía unos doce años más que ellos y no me aceptaban. Yo era su oveja negra, yo, el antiguo pastor… Soporté de todo: el vacío, las pullas, las bromas de mal gusto, la humillación… Si no hubiera tenido esta complexión y estos músculos de campesino que les impedían atacarme físicamente, estoy seguro de que habrían llegado más lejos…

La historiadora comprendía ahora el origen de la animosidad y la altanería de Tom con los universitarios.

—Al final de aquel curso terrible, paralizado por los nervios, suspendí todos los exámenes y decidí no volver a poner los pies en la facultad. De todas formas, no me hacía falta, podía comprarse/»me todos los libros y pagarme todos los viajes a Italia que quisiera… sin necesidad de tener que ganarme la vida. Además, internet introducía un cambio a mi favor. Tomé clases particulares de informática, se me daba muy bien. Empecé mi base de datos sobre Pompeya y luego… —Sonrió con un aire triunfal—. ¡Luego me hice yo mismo mis diplomas pirateando los sitios de las facultades norteamericanas! Vuestros sacrosantos pedazos de papel, sin los cuales uno no tiene derecho a poner las manos en la tierra, a tocar las piedras, a existir, aunque sepa más que todos vosotros juntos…, pues bien, ¡yo también los conseguí! ¡En tres años había recuperado el tiempo perdido, reparado la injusticia, me había convertido en vuestro igual!

Exhibía su victoria y la arrojaba a la cara de la arqueóloga en un tono de superioridad arrogante.

—Después de eso, solo tenía que instalarme en Europa, hacerme un nombre, frecuentar vuestra pequeña casta elitista, publicar y demostrar mis aptitudes. Tenía treinta y tres años y mi verdadera vida empezaba entonces. Me establecí en Roma, después en Lyon y finalmente en París. Allí conocí a Matthieu, a Florence y, a través de ellos, a ti.

Johanna reconstruyó la historia y recordó las lagunas de Tom sobre el terreno, que había interpretado mal. Todo se aclaraba ahora…

—Debo confesar que trabajé como un burro y que aquel período fue largo y pesado. Siempre me he sentido más a gusto delante del ordenador que entre el fango. La tierra me traía malos recuerdos… Su contacto me repugnaba y todavía hoy me repugna. Pero excavar en Pompeya era el objetivo de mi vida, y nada ni nadie me habría impedido conseguirlo, especialmente mi pasado. Así que me entregué a ello en cuerpo y alma. Después de cientos de artículos, trabajos de laboratorio y una multitud de excavaciones en Herculano, en Pompeya y en toda Europa en una posición subalterna, por fin, tras doce años de aprendizaje, en febrero, hace once meses, obtuve la consagración: a los cuarenta y cinco años, fui nombrado director del proyecto de restauración de la casa del filósofo.

Sus ojos brillaban en las semitinieblas de la torre. Levantaba la cabeza con un orgullo que Johanna conocía. Una parte de sí misma no podía evitar sentir compasión por ese hombre frustrado, por el niño infeliz que había sido, por el ser determinado en que se había convertido. Su amor sin límites por Pompeya y su trabajo denodado encontraban eco en ella, y la arqueóloga comprendía su frenética obstinación en hacer realidad su sueño infantil, aun cuando el acto criminal seguía resultandole inconcebible e injustificable.

—Las excavaciones empezaron en marzo y durante cinco meses todo fue de maravilla —prosiguió Tom—. Philippe me secundaba en todo. Sin que él se diera cuenta, lo utilizaba para paliar mis pequeñas deficiencias sobre el terreno, nadie cuestionaba mis capacidades, disfrutaba cada segundo de estar allí como jefe. En secreto, elaboraba mi teoría sobre el tesoro escondido de la villa y los papiros griegos, dedicaba a ello todas las noches. Durante el día, dirigía los trabajos de restauración. Fue el período más feliz de mi vida.

—Y entonces apareció James —dijo Johanna.

—En julio, en lo más fuerte de la canícula, James se incorporó al equipo y estuvo a punto de echarlo todo a rodar.

—Te reconoció, ¿no?

—El verano transcurrió sin tropiezos. Le había encargado la limpieza y la reconstrucción del
tablinum
. En septiembre, observé que su actitud hacia mí cambiaba. Me observaba de un modo extraño, como dando por sobreentendido algo, evitaba dirigirme la palabra. Yo no lo había reconocido, ¿cómo iba a acordarme de un estudiante de primer curso de la facultad de historia de San Francisco, con quien no me relacionaba en la época y al que no había visto desde hacía quince años?

—¿No erais amigos entonces?

—Yo nunca he tenido amigos aparte del mayor Harrison y quizá tú, en cierto sentido. James formaba parte de aquel grupo de ricachones esnobs y ariscos que no me soportaban y soñaban con partirme la cara porque no pertenecía a su mundo de fantoches superficiales y deplorables, que se pasaban el tiempo jugando al golf, destrozando coches de cincuenta mil dólares y seduciendo a rubias platino después de haberse metido polvo blanco en la nariz.

—Pero al menos James fue capaz de obtener el diploma de arqueología…, mientras que tú…

Johanna se mordió los labios y se arrepintió de haber hecho ese comentario. Tom apretaba sus enormes puños, afortunadamente lejos de su rostro.

—No quiso reconocerlo, pero estoy seguro de que su padre le compró el título haciendo una enorme donación a la universidad. ¡Su familia hacía y deshacía a su capricho en Frisco! ¡Su puesto en Pompeya, en mis excavaciones, lo había conseguido también gracias a la pasta y las relaciones de su querido papá, estoy convencido!

El odio enrojecía sus mejillas y tensaba sus músculos impresionantes. Johanna se asustó.

—¿Cuándo reconociste a tu antiguo enemigo? —preguntó.

—Demasiado tarde —respondió, calmándose—. Me di cuenta demasiado tarde de quién era. Sabiendo de dónde venía, debería haber desconfiado, pedido informes, negarme con cualquier pretexto a que se incorporara a mi equipo. Pero yo estaba en mi nube, obsesionado con la idea de la cavidad secreta en la casa del filósofo. Fui estúpido y negligente. Una noche, el 28 de septiembre, me llamó por teléfono. Yo estaba en casa, en Nápoles, era domingo y el yacimiento estaba cerrado. Dijo que había hecho un descubrimiento sensacional y exhumado un objeto extraordinario excavando clandestinamente en la zona intacta de la región IX. Quería enseñarme su hallazgo enseguida y en secreto. Le propuse que nos viéramos en Nápoles, pero se negó. Ese cerdo me citó en el lupanar a medianoche.

—¿No te pareció extraño?

—Ya me conoces, Jo. Tocó mi punto sensible, el hallazgo arqueológico… Cuando llegué, me esperaba, sonriente, sentado en una litera de piedra. Ante mi sorpresa por no ver ningún objeto antiguo, se echó a reír. Entonces lo reconocí. No había oído aquella risa sardónica y abyecta desde hacía quince años.

—¿Sabía lo de tus… lo de tus diplomas?

—Se lo había imaginado, puesto que había sido testigo de mi fracaso al final del primer curso, aunque no tenía pruebas. Me propuso un trato que no me dejaba elección: o bien lo tomaba como ayudante reemplazando a Philippe, o bien se lo contaba todo al superintendente. Yo estaba anonadado. Mi universo se derrumbaba. Salí a tomar el aire, al borde del desmayo. El me esperaba dentro, riendo, ironizando, repitiendo los apodos humillantes que me habían puesto en aquella época… En la oscura calleja, yo caminaba de un lado a otro tirándome de los pelos, incapaz de tomar una decisión. Si cedía, ¿qué exigiría después? ¿Mi propio puesto? De pronto vi en el suelo un adoquín suelto. La solución apareció ante mis ojos, simple, luminosa, evidente. Cogí el adoquín, lo escondí tras la espalda y entré en el lupanar.

—Sé lo que sigue, Tom. ¿Por qué la referencia al Evangelio de Juan?

—No lo sé a ciencia cierta. Mientras me ensañaba golpeándole el cráneo con la piedra, esa frase de Jesús, que mi madre repetía con frecuencia, me obsesionaba: «El que de vosotros esté libre de pecado arrójele la primera piedra». Como sonámbulo, escribí la referencia en la pared…

—Sin duda intentabas justificar a ojos de tus padres y del mundo lo que estabas haciendo, convencerte de que era él, James, el pecador, el impostor, y no tú, que permanecías puro.

—Tal vez. ¡En cualquier caso, no podía dejar que ese chantajista robara la obra de mi vida, destruyera lo que había tardado más de quince años en construir!

—¿Por qué mataste a Beata? —lo interrumpió Johanna.

—Una noche, cuando los otros tres se habían marchado, mientras yo sondeaba el jardín de la villa del filósofo, vino a hablar conmigo. El asesinato de James la había impresionado mucho y se le había metido en la cabeza resolverlo. Con la experiencia que le daban sus treinta años dedicada a la arqueología, había rastreado el pasado de James y, en el sitio de internet de la universidad donde había estudiado, había encontrado una cosa que quería enseñarme. Sacó del bolsillo un papel… Era una antigua foto de promoción, tomada al principio del curso, concretamente al principio del primer curso…

—James estaba allí y tú también —adivinó Johanna.

—La imagen estaba mal impresa, James aparecía en un extremo de la foto y yo en el otro, la fotografía databa de hacía quince años, pero aun así se me reconocía. En todo caso, Beata me había reconocido… y se hacía preguntas… Me hacía preguntas… No sé qué me pasó… Perdí por completo la sangre fría. Arranqué del suelo un puntal de acero y la golpeé con todas mis fuerzas. Después quise alejar el cadáver de mi yacimiento, llevarlo lo más lejos posible de mi casa, envolví su cuerpo y lo llevé a la villa de los Misterios. La elección de la sibilina sala de los misterios dionisíacos y la referencia evangélica a Mateo se impusieron por sí solas, después de nuestra conversación en Vézelay, en octubre. Si tú pensabas en una secta esotérica, los carabineros también lo creerían. Y tenías razón.

Johanna reprimió una mueca de asco.

—Si no me equivoco, mataste a Roberto justo antes de ir a buscarme al aeropuerto.

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