La palabra de fuego (74 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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Un gemido la sacó de sus reflexiones. Dejó el espejo sobre el sillón y se acercó a la cama de su hija. Le puso una mano en la frente. Romane estaba ardiendo. Se olvidó en el acto del escultor y sus misterios y le tomó la temperatura a la niña: 38,7 °C. La fiebre había subido una décima más. Johanna se asustó al ver que la mejoría del día anterior había sido pasajera. El estado de Romane empeoraba de nuevo. Sentada en el borde de la cama, rompió a llorar.

«Tom no se atrevió a hacerle nada a ella —pensó—, la dejó al margen, pero sus pesadillas van a acabar matándola. Quiere estar enferma… Se niega a volver, prefiere quedarse allí, bajo el volcán, en el sótano, con Livia y el filósofo… El mensaje de Cristo no existe… La frase en arameo oculta que podía salvarla… es una pura invención… He querido creer que era real, pero no lo es… ¡Es fruto de la imaginación de Romane! Y aun cuando mi hija dijera la verdad, aun en el caso de que Livia hubiera escrito las palabras secretas de Jesús, se han perdido para siempre porque yo las he destruido. Nada podrá ahora curar a mi hija… Nada…»A través de las lágrimas, levantó los ojos hacia la escultura de María Magdalena, que seguía junto a los tubos de neón apagados, apenas iluminada por la luz de noche que estaba sobre la mesita.

—Primer testigo de la resurrección, apóstol de los apóstoles —susurró muy bajito—. Amiga de Jesús, quizá Louise tenga razón. Aunque yo sea una pagana, una agnóstica empedernida, seguro que tu espíritu y tu corazón me ayudaron hace un rato en tu iglesia. Te doy las gracias. Pero, te lo suplico, ven en auxilio de mi hija. Arcángel Miguel, príncipe de las milicias celestes, a ti, que velaste por mí hace seis años, a ti, cuyo ardor guerrero ha guiado la mano de mi salvador esta misma noche, en tu torre, gracias también. No me abandones nunca. Ahora te imploro que prestes tu fuerza a mi hija. San Miguel, permite que Romane, como yo, no entre ahora en tu reino, el de los muertos. Dale el coraje y el vigor necesarios para vencer al dragón que vive en ella y devora su alma. Fray Román, nombre de mis sueños de infancia, ayuda a la niña que lleva tu nombre. Fray Román, constructor de la Jerusalén celeste, pasión de mis luchas, hermano de sangre, fantasma vivo, alma liberada, inclínate sobre ella. Tú, cuya alma fue el sepulcro de Moira, libera a Livia, cuya tumba es el alma de Romane. Libera a mi hija. Libérame. Libérame.

—Miau…

Johanna se volvió hacia Hildeberto. El gran gato, sentado, observaba la escultura con su mirada fosforescente, las orejas erguidas y la cola oscilando sobre el edredón como un incensario negro.

—Miau…

Johanna puso de nuevo la mano sobre la frente de Romane. Seguía estando muy caliente, el cuerpecito era sacudido por espasmos y accesos de tos. Negándose a resignarse, Johanna repitió los gestos que se habían vuelto habituales: intentó en vano hacer beber a la niña, le pasó un paño húmedo por la cara, la acarició, la besó susurrando palabras cariñosas que la chiquilla no oía.

—Te quiero, Romane —susurraba—.Te quiero más… más que a nadie, más que a mí misma…

Un ruido sordo procedente de la planta baja la interrumpió. Parecía la aldaba de la puerta de entrada. Inquieta, consideró prudente ir a ver. Salió sigilosamente de la habitación, bajó la escalera, atravesó el salón-comedor, encendió el farol exterior y echó un vistazo por la mirilla. Nadie. Sin embargo, habría jurado que habían llamado… Descorrió despacio el pestillo y entreabrió la puerta. No, estaba claro que no había nadie. Pero encima del felpudo había un sobre. Se agachó, lo cogió y notó un pequeño objeto dentro del envoltorio. En el sobre no había escrito ningún nombre. Salió y miró a uno y otro lado.

Alguien acababa de dejarlo en ese momento, porque no estaba cuando había vuelto de la casa vecina. ¿Qué extraño cartero repartía el correo a las cuatro y media de la mañana? Cerró la puerta, encendió una lámpara y se sentó en una butaca, dominada por el miedo.

Abrió el sobre y sacó una cadena de la que colgaba una cruz de oro. No era la cruz de Cristo. Lívida, con ojos de asombro, sujetaba entre los dedos un símbolo que reconoció de inmediato, aunque no había visto ninguno similar desde hacía seis años: era una cruz de cuatro brazos iguales, en los cuales estaban grabados los símbolos de los cuatro elementos —el agua, el fuego, el aire y la tierra—, que nacían de cuatro círculos que representaban la muerte y el renacimiento del alma. Lo que Johanna tenía en la mano era una cruz celta.

Sin respiración, cerró la mano sobre el objeto y miró el interior del sobre. Sacó una hoja de papel recorrida por una escritura familiar que identificó inmediatamente y cuya visión estuvo a punto de hacerle perder el conocimiento.

Johanna:

Esta vez te doy esta cruz como una prueba de vida, de renacimiento y, sobre todo, de amor. Sé que nunca me perdonarás, pero, aun así, he intentado, como he podido, redimirme. No temas, te dejaré en paz. Solo te pido una cosa: por favor, dile todos los días a mi hija que la quiero tanto como te quiero a ti.

SIMON

Johanna se precipitó hacia la puerta, la abrió de par en par y llamó a Simon en la noche. Gritó entre las tinieblas, plantada en medio de la calle, pero la única respuesta que obtuvo fue de Louise y de Jerémie, preguntando qué ocurría asomados cada uno a su ventana. Johanna los tranquilizó, les pidió disculpas y entró en casa con la misma celeridad con la que había salido.

Durante unos minutos, creyó que iba a desmayarse. Intentó controlar los temblores convulsivos que agitaban su cuerpo bebiendo unos buenos tragos de aguardiente de Borgoña directamente de la botella. Su cerebro se resistía a admitir lo imposible: Simon no había muerto en el mar. Simon había sobrevivido a la Mancha, a la desesperación. ¡Simón Le Meur vivía! ¡El padre de Romane, su amor perdido, estaba vivo!

Entonces reconoció el olor que había notado un rato antes en el estudio: ese perfume singular no era de puro, sino del tabaco de pipa que impregnaba la ropa de su antiguo amante.

Puso un rostro de cabellos negros y ondulados, ojos verdes y piel mate al escultor que ocultaba sus facciones bajo un gran sombrero. Creó un cuerpo para la sombra incierta que la espiaba en Vézelay. Dio nombre a la persona que esa noche se había enfrentado a Tom y le había salvado la vida. Era él quien la había protegido, espectro invisible y bueno. Finalmente comprendió por qué su misterioso vecino había elegido la habitación que lindaba con el dormitorio de Romane, por qué había agujereado la pared y las había observado a hurtadillas, a ella y a su propia hija, durante todo ese tiempo. Había entrado varias veces en su casa, en la abadía, donde esa noche le había trazado un camino de luz. Había robado el retrato de Johanna y su hija para tener cerca su imagen. ¿Por qué no se había dejado ver nunca? ¿Qué temía? Johanna no había divulgado la verdad en su momento, había guardado el secreto de Simon y seguía guardándolo, ¡no delataría ahora a su amor resucitado, al padre de Romane! ¿Cómo estaba? ¿De qué vivía? ¿La había seguido hasta Pompeya? Estos últimos meses estaba junto a ella, tan cerca… a unos centímetros. Al otro lado de la pared. Justo detrás del espejo. Detrás del espejo que no reflejaba, pero que, como una pantalla de cristal, le mostraba a Johanna y a su hija, a las que miraba sin atreverse a tocarlas.

Se dio cuenta de que, desde su puesto de vigilancia clandestino, Simon había estado informado de su cita con Tom en la iglesia. El ruido que había oído mientras contemplaba la nave era él, era Simon entrando en la basílica. Sin duda había asistido a toda su conversación con Tom escondido en las tribunas, detrás de la puerta de la torre de San Miguel. Después había entrado… Debía de haber vaciado su habitación a toda prisa y huido en coche mientras ella se recuperaba allá arriba, en lo alto de la torre. Luego había vuelto sobre sus pasos… ¿Había presenciado, emboscado en las tinieblas, la expedición de Johanna a su estudio? ¿Qué lo había impulsado a quitarse la máscara? ¿Dónde estaba ahora? Sabía que era inútil ir en su busca. Si no quería que ella lo encontrara, no tenía ninguna posibilidad de descubrirlo. Seis años…

Durante seis años había creído que Simon había perecido y que su hija era huérfana. Seis años de ausencia, de silencio, de soledad, de mentira… Maldiciéndose por no haberlo reconocido o forzado a salir a la luz, observó la cruz de oro que acababa de regalarle. A continuación releyó la breve carta. Una inmensa cólera la invadió.

—Simon, no has cambiado —masculló entre dientes—. Sigues siendo igual de cobarde que antes. Prefieres disfrazarte antes que enfrentarte a la realidad y a las consecuencias de tus actos. Sigues viviendo en tus leyendas medievales y la nostalgia del pasado. ¿Qué voy a decirle a tu hija? ¿Que finalmente su padre no está muerto, pero que ha decidido espiarla por un agujero en lugar de estrecharla entre sus brazos? ¿Que por segunda vez ha escapado como un bandido y nos ha abandonado? ¿Y yo? ¿Has pensado en mi vida? ¿Cómo voy a poder mirar a Luca a la cara ahora? ¿Cómo voy a amar a un hombre sabiendo que tú existes, que tú estás ahí, en la sombra, pero vivo? ¡Simon Le Meur, amor mío, te odio! ¡Si supieras cómo te odio!

Una hora más tarde, Johanna había acabado de vaciar la botella de aguardiente. Titubeando, se aseguró de que Romane dormía. Acurrucada en postura fetal, la chiquilla sudaba, con los ojos cerrados, los labios entreabiertos, las mejillas ardiendo de fiebre. Johanna apartó la masa negra de cabellos, que le daba calor, y la extendió sobre la almohada. Sin ninguna contemplación hacia el gato, que dormitaba a los pies de la niña, retiró una manta de la cama. Humedeció la cara de su hija con una manopla fresca, la cubrió de besos y de lágrimas. Luego, tambaleándose, ebria de alcohol y de cansancio, abrió de par en par la puerta de la habitación y se fue a la suya. Se echó sobre la cama como un peso muerto, completamente vestida. Dos minutos más tarde, roncaba. Eran las seis menos veinte de la mañana.

Sin hacer ruido, cuatro patas de terciopelo negro avanzaron por el viejo parquet y se metieron en el dormitorio de Johanna. Hildeberto subió de un salto sobre el cuerpo de su ama y, con las orejas y la cola erguidas, rozó los labios de la mujer con su morrito húmedo. Unos prodigiosos ronquidos escapaban de la boca y la nariz de la criatura humana. El animal bajó al suelo y regresó a la habitación de la niña. El gato se sentó sobre la alfombrilla, dirigió sus ojos amarillos hacia la chiquilla, que emitía notas débiles y agudas desde las profundidades de su sueño desasosegado. Se subió a la mesita, atestada de cosas, y tiró, sin querer, la luz de noche y las gafas rojas, que cayeron sobre la alfombra sin romperse. Vaciló, como si estuviera calculando la distancia, y dio un salto hasta el pupitre de madera, donde se quedó sentado. Desde allí, el viejo minino subió con dificultad al pequeño armario blanco que se alzaba junto a la puerta. Desde arriba del armario, saltó a la cornisa de los tubos de neón.

Andando a diez centímetros del techo como si pisara huevos, Hildeberto dio lentamente la vuelta a la habitación y se apostó junto a la escultura de María Magdalena, situada tres metros por encima de la cabeza de Romane. Con prudencia y gracia pese a lo rollizo que estaba, pasó por encima de la escultura sin tocarla. Luego, como un equilibrista en la cuerda floja, dio media vuelta y empujó con la cabeza la figura de la santa sobre la estrecha cornisa de estuco. Milímetro a milímetro, el rostro de madera se deslizó por la superficie horizontal y, poco a poco, se alejó de la cama de la niña. El gato se detuvo, movió la cola, emitió un pequeño maullido y colocó su cuerpo negro contra la pared, detrás de la santa. Empujó. El busto de madera cayó y fue a estrellarse contra el duro suelo de roble con un ruido de leño partido por el hacha.

Romane oyó el ruido, pestañeó y se despertó frotándose los ojos. Encendió la lámpara de la mesita de noche antes de buscar en vano sus gafas y la mano de su madre.

—¡Miau!

El felino acababa de aterrizar en la cama sobre sus cuatro patas, pese al salto de tres metros. Se acercó a Romane, que tosía, y se frotó contra su cara ronroneando.

—¡Ah, eres tú! ¿Qué ha sido ese ruido? ¿Dónde está mamá? ¡Tengo calor! —se quejó.

Prestando atención, oyó los fabulosos ronquidos que escapaban de la habitación contigua.

—Está durmiendo, Hildeberto, chisss…, no la despiertes. ¿Qué haces? ¿Adonde vas?

El gato saltó a la alfombrilla, cogió con la boca un objeto de plástico rojo y subió de nuevo a la cama.

—Ah, mis gafas. Gracias. No me encuentro bien del todo… Me duele la cabeza…, me duele mucho…

Con todo, se puso las gafas y vio, a su izquierda, la escultura partida que yacía en el suelo.

—¡Hala! ¡María Magdalena se ha caído! ¡Está rota! ¡A mamá no le va a hacer ninguna gracia!

Precedida por Hildeberto, salió con dificultad de entre las sábanas, tosió, se mareó y se agarró a la mesita de noche. Una vez pasado el mareo, se precipitó descalza hacia el objeto, ante el cual se arrodilló. El gato rascaba el rostro dañado con la pata.

—Hildeberto, para, vas a arañarla. Mamá no quiere…, ¡uy, está destrozada…! ¿Cómo ha podido caer?

Delicadamente, cogió el viejo busto de madera con sus manitas. Era la primera vez que lo veía tan de cerca. Pasó los dedos sobre los ojos rasgados, sobre la nariz rota por la caída y sobre los cabellos, cuya onda estaba seccionada en varios sitios. Acarició los hombros, uno de los cuales, el izquierdo, estaba astillado, y descendió hacia los extraños motivos del capitel ancestral, que constituían la túnica de la mujer herida. Varios animalitos, medio pájaros, medio monstruos familiares, se habían desprendido de la peana y estaban tendidos, como fulminados en pleno vuelo, sobre el parquet. Cuando Romane tocó la vegetación medieval, una rama con hojas que parecían de castaño se separó del antiguo ábaco y se quedó en su mano.

—¡Ostras! —exclamó la pequeña—. ¡Hildeberto, la hoja se ha caído, la he roto! ¡No lo he hecho aposta! ¡Hay que pegarla, y tengo que reparar también los pájaros y la nariz antes de que mamá se despierte! La cola… está en mi pupitre…

Sudando a causa de la fiebre, Romane intentó levantarse para ir a buscar la cola, pero otro mareo se lo impidió. Suspiró, respiró fuerte y esperó a que pasara un acceso de tos apoyándose en la escultura. Se percató de que, con su torpeza, había hecho un agujero donde antes estaba la hoja. Metió los deditos en la raja mientras el gato daba vueltas a su alrededor, rozando sus piernas y la escultura mutilada.

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