La palabra de fuego (59 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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Por fin ve la calleja; luego, a la derecha, la vasta
domus.
Abre la puerta de una patada y se precipita al pasillo que va a dar al atrio.

Al caer sobre el pavimento de mosaico, suelta a Asellina. Cuando consigue levantarse y poner a la niña en pie también, se da cuenta de que ha tropezado con el cuerpo inanimado del portero. Por primera vez desde que ha empezado el seísmo, el pánico se apodera de ella. En su furor por reunirse con el ser amado, no ha imaginado que su casa, su refugio adorado, pudiera sufrir también los estragos de la catástrofe. Olvidando el cansancio, el peligro e incluso a la niña, se quita la mordaza y se precipita al atrio. El pequeño estanque cuadrado está lleno de
lapilli
y ceniza que caen impetuosamente del tejado destinado a recoger el agua de lluvia. A uno y otro lado del
impluvium
, como un río desbordado, la masa mórbida rebosa y alcanza una altura cada vez mayor, cada vez más deprisa. La parte derecha del tejado del
compluvium
se ha derrumbado. De los escombros del dormitorio señorial de invierno, del larario, del comedor de invierno, de las cocinas, de la bodega, de la cuadra y del establo sobresalen brazos y piernas inertes.

—Javoleno! —grita Livia, arrodillándose junto a los cadáveres.

—¡Livia! ¡Alabado sea tu Dios y todas las divinidades del universo! ¡Estás sana y salva!

Ella vuelve la cabeza. El está de pie al otro lado, junto al fresco resquebrajado de sus maestros estoicos. Rápidamente, se acerca a ella y la abraza.

—Javoleno, creía que no iba a volver a verte —murmura la joven sollozando, sin advertir que, por primera vez, lo llama por su nombre y lo tutea.

—¡Deprisa, vayamos a la cavidad secreta!

—¡Asellina! —dice ella.

El señor coge a la niña en brazos, tira de Livia e intenta avanzar hasta el peristilo. Las columnas del
tablinum
están en el suelo y los cascotes obstruyen el paso.

—Helvia… —dice Livia llorando—, Helvia ha muerto. ¡No he podido hacer nada!

—El palafrenero ha sido aplastado por los caballos mientras intentaba calmarlos —jadea el filósofo trepando sobre los bloques de mármol—. El tejado se ha derrumbado sobre el factótum y las dos mujeres de faenas… El portero ha muerto asfixiado por las emanaciones sulfúreas… No sé dónde está el jardinero, no lo he encontrado… Les he suplicado a Barbidio y Escílax que bajaran a la cavidad con los niños, pero, llevados por el pánico, han escapado hacia el sur, ¡espero que estén vivos! Por lo menos se han llevado a los cinco pequeños… Ojalá hayan logrado llegar al mar… Yo no podía irme sin ti, ¿comprendes? Prefería morir aquí, solo, en el atrio, junto a los restos de los míos, que refugiarme en el sótano sin ti…

—Lo sé…, yo también he…

—¡Vuelve a ponerte la tela sobre la cara, te lo suplico, trata de respirar lo menos posible!

El peristilo es un campo de ruinas y piedras ardientes barrido por el viento y la lluvia sulfúreos. La ceniza le llega a Livia hasta la cintura. El ácido que contiene el aire quema los ojos, la piel, las mucosas, los pulmones. El olor de huevo podrido es insoportable. Una bruma amarillenta cargada de vapores mortíferos se abre paso en algunos puntos del cielo. Livia no puede evitar lanzar una última mirada a la biblioteca medio derruida, a las paredes del jardín de las delicias donde grandes grietas negras desgarran los pájaros verdes y rojos, las flores gigantes, los faunos risueños y los árboles pintados de la naturaleza ficticia, que muere, también ella, bajo los golpes funestos de la naturaleza real. Las imágenes del pasado feliz desfilan a toda velocidad por su cabeza, como una ensoñación o un preludio de la muerte. «Es el fin del mundo —piensa—. No sobreviviremos al fin del mundo…»A la altura del huerto, medio desvanecida, se apoya en la espalda de Javoleno. Este se detiene. Con gestos de una delicadeza infinita, deposita a Asellina sobre un lecho de escoria blanca y le indica a Livia que la chiquilla ha sucumbido. Inmediatamente, como un ogro antropófago, la ceniza ardiente devora el cuerpo de la niña. Livia ya no tiene fuerzas para llorar. Se agarra al brazo de su amado. Nota que este la levanta del suelo. Haciendo un esfuerzo supremo, le rodea el cuello con los brazos y apoya la cabeza en su hombro. Respira su piel, su barba, sus cabellos, su sudor y, en su semiinconsciencia, sonríe pensando en los reproches de Helvia. Conteniendo la respiración, Javoleno se arrastra en medio de la tormenta pulverulenta que le obstruye la visión. Su cuerpo está hundido hasta la cintura. El instinto le ayuda a llegar finalmente a las bodegas subterráneas. La puerta está abierta de par en par, y el hueco, medio tapado por un montón de polvo. Es una suerte, pues la ceniza no le habría permitido accionar el picaporte.

En el interior, la onda malsana se ha metido por los respiraderos. En las paredes de la entrada, varias antorchas están encendidas, como si alguien hubiera previsto su llegada.

Javoleno mira a su alrededor y ve sobresalir la mano del jardinero, que reconoce por la sortija de hierro adornada con una cornalina, entre un montón de piedras y ánforas rotas. El vino, mezclado con la ceniza, desprende un curioso olor de mosto, miel, plantas aromáticas y azufre. Javoleno coge una antorcha y avanza por el pantano de vino del Vesubio hasta la habitación desde la que se accede al segundo sótano. Aparta los
dolía
que ocultan la entrada de la caverna, levanta la tapa de mármol con la palanca, se deshace de la antorcha y deja, junto a la abertura, bien a la vista, la perforadora. Después de haber vuelto a poner en su sitio la trampilla de piedra, baja los oscuros peldaños con su carga humana.

Abajo, el recinto está sumido en la oscuridad. Javoleno pone la mano sobre el corazón de Livia y se permite respirar. Traga ávidamente aire negro antes de dejar a su amada sobre el suelo frío. A tientas, enciende un velón. El halo amarillo ilumina la caverna de piedra de lava, atestada de miles de objetos, provisiones y todos los tesoros de la villa.

—¡Livia, ya hemos llegado! —exclama—. ¡Livia, estamos salvados!

Coge un ánfora y vierte vino en una jarra de plata batida. Acerca el recipiente a los labios de la joven y la obliga a tragar el líquido púrpura y puro. Un acceso de tos, seguido de vómitos, sacude el cuerpo de la joven.

—Ya está —dice Javoleno con voz queda, sosteniéndole la cabeza—. No temas…, el horror ha terminado, amor mío… Ha terminado… ha terminado…

Mientras Livia vuelve lentamente en sí, un pensamiento terrible hace a Javoleno ponerse en pie de un salto. ¡El conducto! ¡No solo el tubo extiende el aire viciado por el sótano, sino que, al otro lado, el pozo debe de estar completamente taponado por la ceniza sulfúrea! En un abrir y cerrar de ojos, coge todas las telas y mantas que encuentra y, de rodillas, tapona el tubo.

—¿Qué haces? —pregunta débilmente Livia, apoyándose en los codos.

—Impido que los vapores mortales invadan la cavidad —responde él—. Los gases ya han penetrado… Pero, si los detengo ahora, queda una posibilidad de que no hayan envenenado todo el recinto… Hay que quemar incienso y perfumes… Sí, vierte vino, fragancias y especias para purificar la atmósfera y expulsar las exhalaciones tóxicas.

—Pero… pero ¿cómo vamos a respirar, si suprimes la única entrada de aire?

Javoleno se deja caer al suelo, dominado por la impotencia.

—Nos hallamos ante una elección funesta —dice con una voz lúgubre—. O bien perecemos asfixiados por el hálito siniestro del Vesubio, o bien nos exponemos a morir ahogados por la falta de aire, si la erupción se prolonga…

—Tienes razón —dice ella con un suspiro—. Hagamos lo que hagamos, probablemente estamos condenados.

—¿Por qué he pensado en todo salvo en esto? ¡Tu sueño era clarísimo! Fuego, lluvia de piedras, calor intenso… ¿Por qué no he pensado en la posibilidad de una erupción volcánica? Habríamos tenido mil veces tiempo de salir de la ciudad, de la región, de refugiarnos en cualquier sitio, lejos de…

—No te reproches nada, Javoleno. Nadie hubiera podido imaginar este desastre. Hasta el gran geógrafo Estrabón creía el volcán extinguido para siempre.

—Pero la ciudad está construida sobre una corriente de lava tan antigua que nadie la recuerda, nadie sabe cuándo despertó el Vesubio la última vez… En nuestra sinrazón, hemos olvidado la verdadera naturaleza de la montaña… Hemos cultivado sus laderas, nos hemos agazapado alrededor de ella como cándidos niñitos alrededor de una madre nutricia… Y luego, para explicar los temblores de tierra, hemos inventado ese cuento pueril de gigantes encerrados en el monte… ¡Qué locura!… Ahora, la madre mata a sus hijos…

El silencio del sótano es angustioso, tanto como el estruendo que reina en el exterior.

—Javoleno —susurra Livia—, ¿crees que ahí arriba… quedan supervivientes? ¿No hay alguna esperanza de que el volcán se haya aplacado y…?

—He perdido la conciencia del tiempo, como tú —responde él, abrazándola—. Todo se detuvo hace un rato, esta mañana, en un instante. El pasado se derrumbó, el futuro se hundió… Solo contaba el momento en que volvería a verte, aunque fuera la última vez… No creo que el Vesubio se haya callado. La violencia de la erupción es tal…, los muertos tan numerosos…, los daños tan tremendos… No sé cuándo va a acabar todo esto, pero dudo que esta vez la ciudad vuelva a levantarse… ¡Qué atroz agonía!… Ojalá Barbidio y Escílax hayan conseguido escapar por el mar, es la única salida…

De pronto, un nuevo pavor asoma a sus ojos.

—¡Saturnina! —grita—. ¡Mi hija! ¡Mis nietos, mi yerno! ¡El Vesubio puede haber engullido la isla de Aenaria!

—Javoleno, estoy segura de que están vivos… Seguro que el mar los ha protegido… El fuego no puede cruzar el mar, ¿no? ¡Por eso Barbidio, Escílax y los niños han ido hacia el mar!

—La naturaleza, en su furia destructora, puede desencadenar un maremoto y…

—Si esto no es el fin del mundo, están con vida —lo interrumpe Livia en el tono más firme de que es capaz—. Están vivos. Estoy segura. Tienen que estarlo.

—Si pudiera retirar estas telas que taponan el tubo sin temer que los gases aprovechen la ocasión para colarse, oiría los ruidos del exterior, intentaría averiguar si todavía ruge, si podemos tratar de abrirnos paso…

—Acabas de afirmar que no había ninguna posibilidad de que el volcán se haya calmado ya.

—¡Tengo que arriesgarme! —replica él, levantándose—. ¡Debemos intentar sobrevivir, Livia! Mira, tengo una idea: vamos a esperar aquí mientras el aire que contiene este sótano nos lo permita. Tenemos, en cuestión de alimentos, todo lo que necesitamos. Cuando tengamos dificultades para respirar, subiré, levantaré la placa de mármol y…

—¡No, te lo suplico, sería un suicidio! No hagas eso, amor mío, te lo ruego, si la lluvia infernal ha proseguido su obra, la ceniza lo habrá cubierto todo, como una capa hermética… ¿Esperas nadar entre esa ceniza ardiente cargada de azufre, como si se tratara de agua inofensiva? ¡Ni siquiera podrás apartar la tapa de mármol! ¡No cometas esa temeridad! ¡No me dejes sola!

El la abraza con una ternura infinita.

—Tienes razón —admite, vencido—. No tenemos ninguna esperanza de salir… Debemos resignarnos a morir.

—¿Sabes?, no tengo miedo.

—Lo sé…, gracias a tu proteta. Vas a volver a ver a los tuyos en tu paraíso y a vivir una vida eterna y deliciosa junto a tu Dios.

—No tengo miedo porque voy a morir entre tus brazos, contigo —lo corrige ella—. No temo nada porque te quiero. No siento ninguna pesadumbre, he tenido una existencia maravillosa. Estoy en paz porque, antes de perecer, habré amado a un hombre con la misma fuerza, la misma confianza y el mismo abandono con los que amo a Cristo.

Nada más pronunciar estas palabras, un destello de inquietud aparece en sus ojos.

—Dios mío —susurra, presa del pánico—, casi lo había olvidado …

—¿El qué? ¿Sientes algún pesar?

—No es eso… La frase en arameo…, el mensaje oculto de Cristo…, mi promesa…

—No entiendo nada.

—Es una vieja historia. Voy a contártela.

Sentada sobre una preciosa tela de seda, apoyada en la negra pared, cogida de la mano de su amado, Livia confía su secreto a Javoleno. El la escucha atentamente sin interrumpirla.

—Ahora ya lo sabes —dice la joven a guisa de conclusión—. Esas palabras de Jesús que María de Betania quería hacer llegar al apóstol Pedro y que me fueron confiadas por un moribundo, a fin de que yo las transmitiera a Pedro o a Pablo, no las he revelado nunca a nadie y me esfuerzo por conservarlas dentro de mí desde hace quince años… No he sido capaz de transmitir este mensaje desconocido y sagrado…, he fracasado… Al final de mi vida, te lo ofrezco a ti.

—¿No has averiguado lo que significa la frase?

—No. Simplemente he comprendido, al hacerme mayor, que podía ser peligrosa. Si no, Maria de Betania y Rafael no habrían tomado tantas precauciones. Pero nunca he llegado a descifrarla. Si al menos hubiera aceptado transmitírsela al Anciano, en Roma, como Haparonio me exhortaba a hacer… Ahora, el mensaje está irremisiblemente perdido para toda la comunidad de los cristianos.

—Quizá no —replica él, frunciendo el entrecejo.

—¿Qué quieres decir?

Los ojos dorados de Javoleno contemplan las paredes del sótano, recorren los jergones de paja, las telas y mantas, las herramientas que debían garantizarles su providencial salida, la estufa de bronce, el candelabro provisto de velones, la comida, las ánforas de
vesuvinum
, las joyas, la valiosa vajilla, las bolsas llenas de oro, todo ello cosas que, en el umbral de la muerte, parecen vanas e inútiles. Luego su mirada se posa sobre las máscaras del larario y sobre la de Gala Minervina. Por último, sus ojos se detienen en los cofres que contienen sus cuentas y, sobre todo, sus queridos
Volumina.

—Si un río de lava nos cubre —responde por fin— y penetra en el sótano, justo encima de nosotros, probablemente el calor se propagará hasta aquí y fundirá las tablillas de cera. Así que, si yo fuera tú, escribiría el mensaje en un papiro.

Livia, atónita, menea la cabeza.

—Javoleno, estamos enterrados en un sepulcro secreto, sepultados al fondo de una caverna invisible que solo nosotros conocemos, aparte de unos albañiles que, a estas horas, deben de estar lejos si es que siguen con vida! ¡Nadie podrá encontrarnos cuando hayamos expirado! Tu hija te buscará entre los escombros de la casa, en el sótano, pero nadie nos encontrará aquí… ¡Este lugar es nuestra tumba para siempre!

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