Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
Livia contiene la respiración.
—Sobre un banco de madera —dice con la voz quebrada—, había una gruesa pulsera de oro cincelado en forma de serpiente, con aguamarinas a modo de ojos… La conozco muy bien porque la he visto muchas veces en la muñeca de mi hija… En un primer momento, he pensado que se trataba de una coincidencia, que Saturnina, al igual que su madre, era cliente de Fortunato Munatio. No había nada reprensible en eso. Pero mi corazón latía acelerado, mi mente recordaba su obstinación en desconfiar de ti y mi razón me susurraba un curioso mensaje… Me acerqué al felón y, en un tono de indiferencia fingida, le he preguntado si conocía a Saturnina y qué hacía su pulsera en su taller.
Con un gesto infinitamente cansado, Javoleno se enjuga la frente antes de proseguir:
—Inmediatamente he sabido, por su actitud… Se ha limitado a explicar que, efectivamente, Saturnina le hacía a veces encargos y que, en este caso, la pulsera estaba allí para ser reparada. Pero su semblante repentinamente pálido, su voz trémula, su mirada huidiza, la pérdida brutal de su arrogancia…, todo delataba que había visto la única cosa que no debía ver, que esa joya no estaba allí por casualidad y que era precisamente el vínculo que me faltaba, la razón que se me escapaba…
Sudando, profundamente trastornado, Javoleno bebe una copa de vino. La emoción —o la cólera— le hace jadear.
—Después de eso, no ha tardado mucho en confesar… Yo estaba dispuesto a todo para averiguar la verdad y, puesto que se trataba de mi hija, esta vez no habría vacilado en pegarle si hubiera intentado escurrir el bulto. Pero se ha sentido perdido… y me lo ha contado todo.
El señor hace otra pausa. Livia quisiera ayudarlo. Hace ademán de ir a levantarse, pero él reanuda su relato y ella permanece inmóvil.
—Mi hija…, mi única hija…, la carne de mi carne, mi propia sangre —dice en un murmullo—. Me costaba creerlo… La mujer más bella, la más afortunada de Pompeya, que posee cerca de mil esclavos, unos hijos perfectos, una casa sublime y el amor de su marido… Un ser de noble cuna y de educación esmerada, la mujer más envidiada por todas y todos… ¡trama un complot con mi intendente, soborna a un joyero e insulta la memoria de su propia madre para llevar a la perdición a una esclava!
La conmoción que sufre Livia es tremenda. Siempre ha sospechado de Ostorio, pero jamás imaginó que la altiva Saturnina pudiera odiarla hasta el punto de comprometerse en una conjura contra ella.
—Yo… yo tampoco lo entiendo… —susurra.
—¿La insultaste alguna vez cuando la acicalabas? —pregunta con una expresión de dolor.
—Señor…
—No hace falta que respondas, Livia. Sé que es imposible. Me parece conocerte mejor que a mi propia hija… En cuanto a ella, busco en vano el móvil de sus celos, de un rencor tan deletéreo… El temor de perder su herencia, de ver mis bienes en manos de otra no es sino un pretexto en el que no creo. Ella sabe que jamás la desposeería de una fortuna que, por lo demás, no necesita en absoluto. En la ociosa opulencia que la rodea, ¿tan desocupada está su alma orgullosa que ha actuado así para conjurar el aburrimiento, para divertirse?
Livia reflexiona y su corazón enamorado le inspira una respuesta que inmediatamente lamenta.
—Señor, sin duda su alma no peca de indolencia, sino que sufre. A buen seguro no ha visto en mí lo que soy, es decir, una esclava inofensiva y devota, sino más bien una mujer que pasa mucho tiempo con vos…, es decir, una rival.
Javoleno, atónito, alza los ojos al cielo.
—Pero ¿cómo se puede confundir el amor de un padre por su hija con la amistad entre dos seres humanos? ¡Es disparatado!
Livia se sonroja y baja los ojos. La palabra «amistad» le hace daño. Sin embargo, sabe que debe, no solo conformarse con eso, sino ver en ello la muestra de un apego singular, más allá de todo lo que podía esperar.
—Porque el amor de una hija por su padre —dice muy bajito—, en particular cuando esa hija se ha quedado sin madre y ese padre opta por seguir viudo, se vuelve tan grande y exclusivo que no tolera ningún apego por otra mujer, aunque se trate de una simple amistad… Pienso que realmente ha creído que yo era una intrigante, una cortesana, y que quería ocupar el lugar de su difunta madre.
—La culpa de todo esto la tengo yo —concluye Javoleno, sumido en una gran aflicción—. Estaba tan encerrado en mi duelo que no me he ocupado de ella… Pensaba que su marido y sus hijos cubrirían todas sus necesidades… He vivido con una muerta y he dejado de lado a los vivos. En cuanto a ti, eres muy generosa por sondear el corazón de tu enemiga, sin odio y sin cólera. Por mi parte, cualesquiera que sean las razones que han empujado a Saturnina a cometer un acto semejante, yo sé qué conclusiones sacar. Es inútil que se explique, no quiero escuchar nada. A partir de hoy, le prohíbo cruzar el umbral de mi villa. Fortunato Mimati o guardará silencio sobre el robo, es el primer interesado en hacerlo. De esta forma le evito el escándalo público a mi hija. No la repudio, no la desheredo, pero solo volverá a verme en mi lecho de muerte. En cuanto a Ostorio…
La rabia seca y fría con la que ha hablado de Saturnina se transforma en ardiente impetuosidad.
—Ese va a saber lo que es, esta misma noche y de mi propia mano, la fusta con la que os amenazaba a todos, antes de ser entregado a la justicia y de que mi querido amigo el duunviro, en el mejor de los casos, lo envíe a galeras hasta el final de sus días, si estos no son interrumpidos por la pena capital… ¡Y si quiere demostrar su cobardía denunciando a mi hija, nadie lo creerá! Pero, antes, voy a dar gracias al espíritu de mi esposa y de mis ancestros por haberme iluminado, a decir al portero que deje entrar a las mujeres y a pedirle a Bambala, a la pobre Bambala, una copiosa cena que tomarás conmigo, en el comedor.
Sin pararse en barras, el filósofo se levanta y se dirige al atrio. Antes de que haya podido salir de la biblioteca, Livia se precipita hacia él y se arroja a sus pies.
—¡Señor, os lo suplico, no hagáis eso! ¡Perdonad! ¡Perdonadlos a los dos! ¡No les inflijáis tales suplicios, no lo merecen, os lo ruego!
Pasmado, Javoleno se detiene.
—Livia, ¿qué dices? ¿Acaso has perdido el juicio? ¿Deseas que renuncie a hacer justicia y que perdone a dos seres que han estado a punto de hacer que te condenen a muerte?
—Señor —suplica Livia, sollozando—, vuestro castigo no es otra cosa que venganza, y la venganza solo pertenece a Dios. No les deseo a Ostorio y a vuestra hija el mal que ellos han querido infligirme. Los perdono, sí, los perdono. Vuestra hija ha actuado únicamente por amor a vos y por la memoria de su madre; os quiere tanto que ha querido protegeros… En cuanto a Ostorio, os ha creído en peligro y ha intervenido por deber, por fidelidad hacia vos… ¡Os suplico que no rompáis las relaciones con vuestra hija, eso no haría sino profundizar sus heridas y las vuestras! ¡No denunciéis a vuestro intendente, no provoquéis a conciencia su muerte, no destrocéis su vida!
Javoleno, confuso, frunce el entrecejo. La esclava levanta la cabeza hacia su señor. Quisiera confesarle que su hija no estaba equivocada en todo. Si bien su inclinación por él es sincera y se halla exenta de las maniobras codiciosas que Saturnina ha creído ver, se siente culpable por el hecho mismo de que exista esa inclinación.
Su alivio por quedar exculpada del robo de la máscara se ve enturbiado por esa mezcla de culpabilidad y vergüenza que, inconscientemente, la lleva a instar a Javoleno a mostrarse indulgente, en particular con Saturnina.
—¿Quién habla por tu boca y te hace pronunciar unas frases tan irracionales? —pregunta el filósofo—. ¿Es de nuevo tu famoso profeta?
—«Amad a vuestros enemigos…» —cita ella—. En la cruz, antes de morir, Jesús dijo: «¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que se hacen!». Si Jesús perdonó a sus verdugos, ¿cómo podría yo perseguir a mis adversarios? No siento ningún odio, porque los comprendo. Su acción era mala, pero su motivación era buena, era amor. El castigo por su pecado no me corresponde a mí… Solo Dios es capaz de juzgarlos. Yo los perdono.
Desconcertado, Javoleno se agacha, coge a Livia por los brazos y la levanta. Su rostro está tan cerca del de la joven que esta puede sentir su aliento caliente cuando respira, su respiración cuando habla. Livia tiene la impresión de que va a desvanecerse.
—Tus palabras, las de tu profeta, no son muestra de ningún tipo de sabiduría humana —dice el filósofo—. Pero me siento conmovido por la persona que me suplica que perdone a sus perseguidores.
Tiende la mano derecha y, delicadamente, seca con sus dedos las lágrimas de Livia.
Al sonar la campana que hace tintinear Barbidio, el portero se despierta en su alojamiento, en la entrada de la
domus
, mientras que en la zona de la servidumbre se produce una desbandada: el palafrenero se dirige a la cuadra, el jardinero corre a binar el huerto, Helvia, Asellina y los niños se precipitan a la cocina, el factótum y las dos mujeres de hacer faenas invaden la zona señorial armados con paños, escobas de brezo y de arrayán, plumeros, cubos, escaleras para llegar a los techos y varas con esponjas atadas en un extremo. Mientras extienden serrín por el suelo del atrio y se disponen a emprenderla con las columnas del
tablinum
, Javoleno sale precipitadamente de la biblioteca, donde trabaja en compañía de Livia.
—Dejad de hacer todo ese ruido —susurra—. ¡Vais a despertar a mi invitado, duerme aquí al lado, en mi
cubiculum
de invierno!
—Señor, no lo sabíamos…
—La primavera se acerca, pero las noches todavía son frescas y sus pulmones frágiles —contesta él en voz baja—, por eso he preferido evitarle las corrientes de aire de los dormitorios del peristilo… Id a comprobar que su estufa no se haya apagado.
—Bien, señor.
Barbidio se adelanta a ellos y, de puntillas, entra en el dormitorio señorial de invierno. El nuevo intendente y su hermana Helvia, la cocinera, son primos de Escílax, el administrador de las tierras. Más de siete meses antes, pese a las súplicas de Livia, Javoleno azotó a Ostorio y lo echó de la casa en la que el liberto había nacido y donde siempre había vivido. Sin embargo, no lo entregó a la justicia. A Bambala le propuso quedarse, pero ella, fiel, orgullosa o enamorada hasta el final, optó por marcharse con su esposo y no contempló la posibilidad de divorciarse. Nadie sabe qué ha sido de ellos. Ante la cólera fría y la irracional clemencia de su padre, Saturnina tuvo la decencia de no tomarlos a su servicio. Perdonar a su hija ha sido una prueba para Javoleno. Pero el tiempo, los lazos de la sangre y la alegría de ver a sus nietos han acabado por imponerse a su resentimiento. Si bien el filósofo va con regularidad a la suntuosa villa de Saturnina, esta última evita la casa de su padre. La visión, la presencia oculta, incluso la evocación de Livia le resultan insoportables, y le ha pedido a Javoleno no volver a abordar el espinoso tema. Considerando esa demanda atinada y sensata, el filósofo ha accedido. Con todo, Saturnina no ha podido dejar de notar un sutil cambio en su padre, una felicidad nueva que él trata de disimular, pero que se trasluce en su mirada, en sus gestos, en una placidez desprovista de la melancolía y la lasitud que lo acompañaban hasta entonces. Recelosa pero prudente, no disponiendo ya de un espía en la villa de su padre, se prohíbe preguntarle a él sobre la causa de ese cambio radical. Ofrece sacrificios a los dioses, rezando para que esa beatitud sea fruto únicamente de su reconciliación, y no de los oscuros designios de la perversa criatura a la que desea con todas sus fuerzas ver perecer.
—Javoleno Saturno Vero, amigo mío, se diría que el exilio te favorece y que has descubierto el elixir de la juventud! Cuatro años hace que no te había visitado, y mientras que había dejado a un ser sombrío, abrumado y recluido, encuentro a un hombre rejuvenecido, alegre y sereno… Sé generoso con tu viejo amigo de salud precaria: ¡comparte conmigo tu receta de juventud!
Recostado en la cama de la biblioteca, Javoleno ríe. Frente a él, al otro lado del trípode de bronce donde descansa la jarra de agua del desayuno, está tendido un hombre de unos cincuenta años, bajo y enclenque, de tez grisácea, que ocupa un escaño en la Curia y que llegó el día anterior de Koma.
—Querido Valerio Popilio Grifo —contesta Javoleno sonriendo—. El clima de esta región y sus aguas termales te resultarían sin duda benéficos, si te dignaras venir más a menudo. Pero estoy seguro de que mi
vesuvinum
, mis vinos olorosos y medicinales, en especial el
minis
con mirra, canela, azafrán y nardo, el
mulsum
, el
passum
de uvas pasas o el
Faecula Aminea
, recomendado por los médicos, curarían tus pobres bronquios si consumieras las ánforas que te envío.
—Por desgracia mi estómago se está volviendo tan indisciplinado como mis pulmones, amigo mío, y me veo obligado a controlar mi gusto por el vino. Te confieso que tengo dificultades para asimilar todo lo que bebimos anoche.
—¡Había que celebrar tu llegada y animarte a que me hablaras de las obras del Coliseo, del nuevo impuesto para los judíos, de la reorganización del ejército, de la censura de Vespasiano y del último complot desmontado!
—Desde luego… Pero, si el aire fétido y las intrigas de la Urbe son sin duda responsables de una parte de mis afecciones, no me convencerás de que el sol, el vino, ni siquiera tus preceptos estoicos, han curado las tuyas. Te conozco desde hace demasiado tiempo, Javoleno… Sé que tu herida es demasiado profunda para que se cure con tales vendas…
El filósofo se sonroja.
—No sé qué decirte, Valerio… Simplemente me gusta vivir en Pompeya, estar al aire libre, leer, trabajar. Aquí descanso del mundo.
—Descansas del mundo, de acuerdo, pero por primera vez pareces también en paz contigo mismo y con tu duelo. No creo que los responsables sean los libros.
—Seguramente tienes razón, Valerio. Quizá «la» responsable sea otra…
—¡Lo sabía! ¡Y te atreves a ocultármela!
—No es lo que tú crees. Es… esclava y… se trata simplemente de amistad, de complicidad intelectual.
Valerio se incorpora y observa a su compañero.
—¡Me inquietas, Javoleno! ¿Una amistad «intelectual» con un esclavo, y por añadidura hembra? ¡O estás más encaprichado de lo que haya estado nadie jamás, o la ceguera de tus sentidos es completa!