La palabra de fuego (48 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—¡Vivan los gustos artísticos de las cabezas coronadas! ¿Y Pompeya?

El experto hizo un mohín.

—Hay que esperar diez años más para que el rey Carlos ordene realizar trabajos arqueológicos en Civita. Obreros y presidiarios excavan las cenizas no lejos del cruce de las calles de Noie y Estabia. Encuentran un fresco, un casco romano, unas lámparas de aceite…, más tarde el primer esqueleto: un hombre que intentaba escapar con una bolsa llena de monedas con la efigie de Nerón y Vespasiano.

—¡Por fin!

—Desgraciadamente —se lamentó Philippe—, en aquella época la ausencia de rigor científico y la avidez por apoderarse de las riquezas desembocan en un desastre… No solo creen haber descubierto Estabia y no Pompeya, sino que excavan de forma esporádica y anárquica… Encuentran el anfiteatro y, como no contiene ninguna estatua ni oro, lo abandonan para trabajar fuera del recinto de la ciudad, junto a la puerta de Herculano. Allí, por casualidad, dan con una villa que piensan, equivocadamente, que es la casa de campo de Cicerón, retiran los frescos y los objetos de bronce, y vuelven a cubrir la cavidad. En 1750, las excavaciones de Civita son abandonadas. Cuatro años más tarde, construyendo una carretera, unos obreros exhuman unas tumbas. Se reanudan las excavaciones, pero se sigue ignorando que Civita es Pompeya. En 1755, cerca del anfiteatro descubren la suntuosa villa de Julia Félix y, según la costumbre de la época, la saquean, destruyen a golpes de pico las pinturas consideradas indignas de entrar en el museo real y vuelven a enterrarla. No será redescubierta hasta 1952. Finalmente, el 16 de agosto de 1763, después de innumerables peripecias, gracias a una inscripción se tiene la prueba de que Civita es Pompeya y se le devuelve el nombre a la ciudad. Desde entonces, aquí nunca han vuelto a interrumpirse las excavaciones, salvo en período de guerra.

—Creo recordar que fue Winckelmann, pionero de la arqueología, quien reveló Pompeya a Europa e inició la moda de la antigüedad.

—En efecto. En 1762, el alemán se subleva contra la anarquía de las excavaciones y publica el primer informe de los descubrimientos, el cual, traducido en toda Europa, suscita un entusiasmo prodigioso. Winckelmann se hace famoso de un día para otro. Por desgracia, no le hacen mucho caso en la corte de Nápoles y será asesinado…

—¿Asesinado? —lo cortó Johanna—. ¿En Pompeya?

—No, en Trieste. Es acribillado a puñaladas en un hostal por un vulgar bandido que quería desvalijarlo.

Philippe se ensombreció, seguramente porque la alusión le recordó el asesinato de sus dos colegas.

—Al igual que Herculano jamás habría sido descubierta de no ser por las tres estatuas femeninas del príncipe de Elbeuf —prosiguió—, Pompeya no sería nada de no ser por tres mujeres ile carne y hueso, tres mujeres inteligentes y apasionadas, arqueólogas adelantadas a su tiempo que lucharon denodadamente por la resurrección de la ciudad: la primera es la princesa María Amelia Cristina, hija del rey de Polonia, a quien el rey Carlos conoce en Dresde cuando va a comprar las tres estatuas del conde de Elbeuf. Carlos no consigue adquirir las esculturas, pero se enamora de la hija del rey y la lleva a Nápoles. María Amelia será un elemento determinante para el descubrimiento de Pompeya. La segunda es la archiduquesa Carlota de Habsburgo, la hermana de María Antonieta. A los quince años, se casa con el débil rey Fernando de Borbón, soberano de las Dos Sicilias. Al llegar a Nápoles, se hace llamar Carolina… Se entusiasma por las excavaciones y les da un impulso decisivo. Por último, Carolina Bonaparte Murat, la hermana de Napoleón, se erige en auténtica directora de yacimiento.

—Es interesante —dijo Johanna—. Las excavaciones eran eminentemente políticas y dependientes de la voluntad de los que ocupaban el trono.

—Ni más ni menos. En esa época, Pompeya es un vasto teatro al aire libre para cabezas coronadas y visitantes ilustres, un centro de atracción de lujo donde salen a escena los «macabros hallazgos»: se prepara un descubrimiento en honor de los invitados y se pone a los edificios exhumados el nombre del visitante. Por aquí desfilaron Goethe, Luis de Baviera, varios emperadores de Austria, la reina Victoria, el rey Leopoldo de Bélgica, Madame de Staël, Stendhal, Flaubert, Chateaubriand…

—¡Y Alexandre Dumas! —exclamó Johanna.

—¡Por supuesto! Este escritor es nombrado director de las excavaciones por Garibaldi, en 1860, en agradecimiento por haberlo ayudado a expulsar a los Borbones. Sin embargo, Dumas es tan impopular entre los napolitanos que su entusiasmo decae rápidamente.

—¿De cuándo data el advenimiento de la ciencia y las excavaciones racionales en la zona?

—Precisamente de esa época. Tras la caída de los Borbones, la anexión de Nápoles al Piamonte y la marcha de Alexandre Dumas, Giuseppe Fiorelli sucede a este último. Por primera vez, redacta un diario de excavaciones técnico y preciso, divide Pompeya en nueve regiones, con sus manzanas y sus números de identificación, según una cuadrícula que se sigue utilizando en nuestros días, deja en su sitio las pinturas y los frescos, y procede a tomar las primeras medidas de protección de los descubrimientos. Le debemos una invención genial: inyectar yeso líquido en los cadáveres, para evitar que los cuerpos quedaran reducidos a polvo. Al endurecerse, el yeso oculta los huesos, pero fija para siempre los cuerpos y los rostros en su último gesto y su expresión final. Este método nos ha permitido ver su horror, reconstruir el drama humano que tuvo lugar aquí y que se hace presente, muy presente…

Johanna, pensativa, cayó en la cuenta de que, desgraciadamente, esa técnica no era aplicable a las víctimas recluidas en los sótanos y, por lo tanto, no afectadas por la ceniza. Esos cuerpos mostraban sus huesos, no su rostro… Habría que realizar una reconstrucción de los tejidos y de la carne en el laboratorio…, lo que no permitía recuperar la última actitud de la persona… Lástima…

Naturalmente, Philippe evitó la visita al lupanar, donde James había sido asesinado, y el sector de la villa de los Misterios donde habían encontrado a Beata. Johanna se prometió que iría sola. Por el momento, el anticuario llevó a la medievalista al barrio de los teatros. Junto a los vestigios derruidos del cuartel de los gladiadores, donde habían desenterrado sesenta y cinco cuerpos, le describió la atroz agonía de los prisioneros encadenados y la guió por el templo de Isis, donde se habían descubierto piezas de fruta carbonizadas pero intactas, los restos de un animal sacrificado a la diosa, estatuas y los esqueletos de los sacerdotes que estaban comiendo en el momento de la catástrofe, uno de los cuales, emparedado vivo, intentaba en vano abrir un paso con un hacha.

—¿Había adeptos de Jesús en Pompeya? —preguntó Johanna.

—Durante mucho tiempo se ha querido creer que sí, pero hoy sabemos que la presencia de cristianos en Pompeya es improbable. Al menos no se han encontrado rastros tangibles e indudables…

—O quizá esos rastros no existan —completó Johanna—, puesto que los primeros cristianos, perseguidos, se escondían.

—Quizá…

En la calle de la Abundancia, Philippe y Johanna giraron a la izquierda y se adentraron en la calle de Estabia, que subía hacia el norte y su siniestro soberano: el Vesubio. Ese día la montaña estaba oscura, pelada y amenazadora. Resultaba difícil imaginar una colina verde cubierta de cultivos y de viñas hasta la cima, refugio de Baco y promesa de pacífica prosperidad.

—Desde entonces se han producido una treintena de erupciones —continuó Philippe, sorprendiendo la mirada de Johanna—, algunas de ellas más mortales aún que la más célebre.

—Pero nadie se va.

—La gente de aquí es pobre —explicó él—, fatalista y muy creyente. Cada vez que hay una sacudida o una erupción, igual que sus antepasados suplicaban a los dioses del panteón, los campamos levantan la cabeza de su patrón, san Genaro, frente al volcán y organizan procesiones.

—¿El yacimiento ha sido dañado por los seísmos posteriores?

—Sí, desde luego. El terremoto de 1980, sobre todo, lo puso en peligro. Pero fue en 1943 cuando Pompeya estuvo a punto de ser arrasada por segunda vez.

—¿Una enorme erupción?

—En absoluto —respondió Philippe con una amarga sonrisa—. Esta vez, la responsable no era la naturaleza. El 24 de agosto de 1943, o sea, día por día, 1.864 años después de la erupción de 79, los norteamericanos piensan que unas tropas alemanas se refugian en las excavaciones de Pompeya y la aviación estadounidense bombardea la ciudad. El museo de los moldes de Fiorelli es destruido, el director de las excavaciones, herido. A mediados de septiembre, unos refugiados italianos se esconden de verdad entre los escombros, la aviación aliada los toma por nazis o partidarios de Mussolini y ciento cincuenta bombas caen sobre Pompeya… No obstante, al final del conflicto un mayor americano hace reparar los daños. A su izquierda, las termas Estabianas. Aquello es el antecedente de la cafetería, un
thermopolium
. Esto, una panadería.

—Supongo que los dos millones de turistas anuales y los estragos del tiempo plantean problemas en lo referente a la conservación del yacimiento.

—¡La conservación de las ruinas es el problema más grave dePompeya desde fines del siglo XIX! —rugió el anticuario—.Actualmente, la cuestión es crucial, porque algunas casas se derrumban, como el cuartel de los gladiadores. Cuando se tiene dinero y suerte, más que excavar, se restaura. O se hacen las dos cosas al mismo tiempo, como nosotros ahora. Dos quintos de la ciudad no son excavados deliberadamente, a fin de constituir una reserva arqueológica para las generaciones futuras. El resto es reparado, mejor o peor, por equipos internacionales, sirve de escuela de excavaciones, es objeto de estudios repetidos hasta la saciedad. En la actualidad hay menos interés por las villas que por las actividades artesanales e industriales de los pompeyanos: en la región I están explorando antiguas curtidurías. En cuanto a la superintendencia que gestiona el yacimiento, se dedica a organizar actividades para los turistas: en primavera y verano, paseos por la ciudad en bicicleta, visitas guiadas nocturnas, «arqueorrestaurante» con vistas a las ruinas… En la casa de los Castos Amantes, descubierta en 1987, el público puede observar a los arqueólogos y los restauradores en pleno trabajo; la guinda del espectáculo le corresponde ponerla a la villa de Julio Polibio, donde el antiguo propietario, en forma de holograma, recibe a los visitantes y anima unas instalaciones multimedia.

—No es una mala idea que haya un poco de pedagogía para los turistas.

—Yo me niego a convertirme en educador o en guía turístico —repuso Philippe con vehemencia—. No es mi oficio. Y no soportaría que me observaran mientras trabajo.

A Johanna le sorprendió la amargura despreciativa de Philippe. ¡Parecía tan abierto, tan amable!

—¡Pues de guía es de lo que está haciendo en este momento! —constató ella.

—No es lo mismo, usted es una profesional.

—¿Sus trabajos se encuentran amenazados por ese tipo de… de exhibición al público?

—No, no hay ningún riesgo de que ocurra eso. ¡Están más bien bajo la amenaza de una pura y simple suspensión, en vista de los acontecimientos!

—Tom me lo ha contado todo.

Philippe se detuvo en la esquina de la calle de Estabia y la calle de Noie. Miraba en silencio a lo lejos.

—Johanna, como colegas y compatriotas, ¿no prefiere que nos tuteemos?

—Encantada, Philippe.

—¿Por qué has venido aquí justo ahora?

La medievalista no se esperaba una pregunta así. Sin embargo, era, a fin de cuentas, natural. ¿Qué podía responder?

Notaba que Philippe se había esforzado para no parecer agresivo, pero, en el fondo, era tan posesivo como Tom, y como ella misma años atrás, en todo lo referente a sus excavaciones. No quería contarle los asesinatos del Monte. Así que se ciñó a la amistad que la unía a Tom, así como a su carácter ansioso y protector, y lo exageró para hacer su presencia plausible. Philippe pareció creerla.

—Ya casi hemos llegado —dijo, girando a la derecha en la calle de Nole—. Región IX. Un rincón tranquilo, alejado del centro. La manzana 4, a tu derecha, está totalmente ocupada por las termas centrales, que estaban en construcción en el año 79. No se utilizaron jamás. Nuestro equipo está en la manzana 5. En la manzana 8 se alza una de las villas más bonitas de Pompeya: la casa del Centenario. El centro y el lado este de la región IX no están excavados y se prolongan por las regiones III, IV y V, que constituyen la mayor parte de la reserva arqueológica virgen de la que te hablaba antes. La parte desenterrada de la región IX fue extraída a finales del siglo XIX bajo la dirección fasta de Michele Ruggiero, arquitecto y antiguo colaborador de Fiorelli.

Johanna contempló el extraño panorama: a los dos lados de la calle de Noie, detrás de las ruinas grises con la cima desgastada, con columnas que partían a la conquista del cielo, se elevaba, a varios metros de altura, un montículo cubierto de hierba y de cultivos, coronado por una vasta pradera donde crecían, perfectamente alineadas, coles, flores y cepas de vid. Se estremeció al pensar que bajo la colina agrícola, en las profundidades de la tierra sulfúrea, se alzaban paredes entre las que yacían cadáveres intactos.

Philippe giró a la derecha en la calleja del Centenario. En la esquina entre la calle de Nole y la callejuela se alzaba el vestigio muy dañado de un antiguo altar público. Un bloque de piedra permitía cruzar la calleja a pie enjuto. El
vicolo
del Centenario terminaba en una pared al otro lado de la cual se extendía terreno cultivado: la parte virgen de la región IX. El ayudante sacó una llave y abrió el candado que cerraba una verja de hierro, idéntico al que protegía la mayoría de las casas en proceso de restauración. Un cartel de prohibición del paso a las personas no autorizadas y de obligatoriedad de llevar casco estaba colgado de los barrotes. A ambos lados de la puerta, Johanna reconoció escombros de talleres.

—Desde… desde lo que les pasó a James y Beata —susurró Philippe—, nos encerramos. No sucedió aquí, pero…, además de al asesino, tememos a los periodistas y los curiosos.

—Comprendo.

«El equipo debe de estar aterrorizado —pensó—, y es legítimo.» Unas imágenes del pasado surgieron ante sus ojos. Tuvo que hacer un esfuerzo para coger sin temblar el casco que Philippe le tendía. Pensó en las crisis de su hija, en el sótano, en el mensaje que tenía que encontrar, y los recuerdos se borraron. Levantó la cabeza. La casa estaba a cielo abierto. Todo rastro de tejado había desaparecido. Avanzó por un estrecho pasillo pavimentado con finas teselas de mosaico blancas y negras, que desembocaba en el atrio: en el centro, el tradicional estanque cuadrado estaba vacío. A la derecha, los vestigios de varias habitaciones medio derruidas. A la izquierda, una mujer rodeada de botes multicolores, trapos y pinceles estaba en cuclillas ante un inmenso fresco que se esforzaba en restaurar.

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