Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
—«Bienaventurados los humildes», decía Jesús —contesta Livia, herida por la conclusión de su amo—. Bienaventurados los que creen en vez de razonar. Sienten con su corazón cuando otros se pierden en el orgullo de la mente. En efecto, mi religión es la antítesis de vuestra vanidosa y elitista filosofía. Se dirige a las personas sencillas… como yo.
—No quería ofenderte, amiga mía…
—¿Mediante qué ecuación resuelven vuestro Zenón y vuestro Crisipo el problema de la muerte? —pregunta Livia con brusquedad.
—Bien…,somos un fragmento del cosmos, pues la muerte no puede ser un fin; en el universo bien regulado y eterno, pasamos de una forma a otra en el seno de la Naturaleza, según el orden querido por Dios.
—Entonces, según vuestro destino ciego, ¿volvéis a la vida en forma de puerro, de dátil o de rana?
Javoleno rompe a reír con jovialidad.
—¡Ah, Livia! ¡Eres incorregible! Pero te lo agradezco… ¡Hacía tanto tiempo que no reía!
Todavía apoyada en la mesa, Livia deja ver sus dientes perfectos. Su rencor hacia Javoleno se ha esfumado.
—¡Reconoceréis, con todo —insiste—, que la respuesta de Jesús es más… atrayente que la de vuestros maestros!
—¡Te lo concedo, queridísima mía, sí, en ese punto ganas tú! Ja, ja, ja! ¡La invención de tu iluminado, la resurrección, es todo un hallazgo!
Livia se ensombrece de nuevo. Sin que haya podido controlarlo, el pesar surge de pronto de las profundidades de su alma.
—No es un juego —susurra—. «Si la resurrección de los muertos no se da, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana nuestra fe», escribió Pablo a los griegos de Corinto. Mis padres, mis hermanos, Magia y yo morimos simbólicamente en una fuente del Tíber y resucitamos a la vida auténtica de la mano de Pablo, el autor de estas palabras, a través de lo que nosotros llamamos el bautismo. Desde entonces formamos parte de una comunidad, la de los seres destinados a la eternidad, ya no tememos la muerte porque sabemos que un día volveremos a reunirnos. ¿Comprendéis lo que eso significa? ¡Que si Cristo regresó de entre los difuntos, mi familia no pereció por nada, vive hoy en la mayor de las dichas junto a Dios!
Javoleno ya no ríe. Se levanta y se acerca a Livia, cuyos ojos están empañados de lágrimas. Le coge las manos y las aprieta fuertemente entre las suyas.
—Comprendo muy bien —susurra con voz trémula—. Sé que tus convicciones te ayudan a vivir y a mantener la esperanza. No puedo adherirme a esas creencias, que para mí son erróneas. Pero comparto tu dolor, Livia, créeme… ¡Si yo pudiera estar seguro de volver a ver un día a mi difunta esposa!
La noche de ese día de Pascua, Livia está de rodillas, de espaldas a la puerta de su celda. Después de haberse lavado en un pequeño barreño colocado en un rincón, celebra la última cena de Jesús. Piensa en el Señor lavando los pies de sus discípulos, en el anuncio de la traición de Judas, en la futura negación de Pedro, y parte el pan susurrando:
—«Tomad, este es mi cuerpo».
Come un trozo. Alza ante sí una copa de madera llena de vino puro susurrando:
—«Esta es mi sangre derramada por vosotros, la sangre de la alianza que será derramada por muchos».
De un trago, vacía el cáliz. Un poco aturdida por el vino sin cortar, junta las manos, esas manos que su señor ha tocado por la mañana, ha estrechado entre las suyas. Ese pensamiento la hace estremecerse, y recurre al que quisiera sentir como el único habitante de su corazón:
—Señor Jesús, ten piedad de mí… Hijo de Dios vivo, ayúdame… me arden las entrañas… Ayúdale, líbralo de su pesadumbre… Cristo… Estoy contenta y triste… Quisiera amarte solo a ti… Cristo…, que tu soplo se apodere de mi espíritu… Cristo… Ten piedad…, ten piedad…
Hay lugares en los que sopla el espíritu —pensó Johanna recordando las primeras palabras de la famosa novela de Maurice Barrés
La colline inspirée
—. Lugares que sacan al alma de su letargo, lugares rodeados, bañados de misterio, elegidos para la eternidad: la pradera de Lourdes, la montaña de Sainte-Baume tan querida por María de Betania, la de Sainte-Victoire, la colina de Vézelay, la landa de Carnac, los bosques de Brocelianda, el Mont-Saint-Michael… Barrés habría podido citar Pompeya, aunque la ciudad fantasma no está en Francia… ¿Por qué no evocó Pompeya al referirse a ese soplo sobrenatural?»Bajo el pálido sol de diciembre, caminaba por la calle de la Abundancia con un plano en la mano, descubriendo el Foro, la poesía de las ruinas y la atmósfera extraña que bañaba el lugar. En ese período del año había pocos turistas y, en el silencio, las piedras de Pompeya le hablaban a esa mujer que sabía escucharlas. «Porque el misterio que se desprende de esta ciudad —pensó—, aun siendo igual de hechizador, es completamente distinto del de Mont-Saint-Michel o Vézelay… Aquí, la emoción no es de orden místico… No percibo ninguna inspiración celeste y trascendente… No. La sensación es trágica e inmanente, se desprende de esas columnas rotas, de esas villas arrasadas y de los cadáveres moldeados, momificados en el sufrimiento. Las escaleras de las casas no conducen al cielo, sino a la nada… Esa esencia no es espiritual, es cruel y bajamente humana… Es como si Dios hubiera muerto brutalmente una mañana de agosto… Las piedras proclaman eldolor, el fin de la esperanza, la caída definitiva de la felicidad… Aquí, la muerte está desprovista de redención. El tiempo permanece paralizado en el segundo supremo y atroz. Es eso lo que atrae a la gente, lo que fascina a las masas…,la concretización del sueño universal de la suspensión del tiempo…, de la eternidad del presente… y mejor aún si todo se detuvo en una pesadilla… ¿Nos sentiríamos tan hechizados si las agujas del reloj se hubieran parado en escenas de alegría y de bienestar? La dimensión patética, el efecto sorpresa, el horror palpable hacen más inteligible la inmovilidad del instante… En ninguna otra parte ha vencido el hombre la impermanencia del mundo. Aquí, el Vesubio, paralizando el tiempo, nos da una idea del infinito.»Sin embargo, no era eso lo que Johanna había ido a buscar a Pompeya. Había llegado la noche anterior y Tom la había llevado del aeropuerto a su casa, en Nápoles, en el último piso de un viejo inmueble desvencijado, entre el Palazzo Reale y el Castel Nuovo, desde donde se veían los ferrys que zarpan para las islas de Isquia, Procida y Capri. En el coche, las angustias de Johanna habían afluido con la densidad de la circulación, el estruendo de la metrópolis mediterránea, sus olores desconocidos, su suciedad y su mala fama. Agarrotada en el asiento, estrangulada por la ansiedad, no había podido explicarle a su amigo las razones de su visita imprevista. Pero, en el balcón de hierro forjado, con una copa de vino del Vesubio en la mano, frente a la bahía invadida por la noche, las luces y las sirenas de barcos, había intentado convencerlo de que había ido a ayudarlo: estaba segura de que el asesinato de los dos arqueólogos y las excavaciones de Tom estaban relacionados. ¿Quién sino ella misma podía comprender lo que sentía, apoyarlo en esa prueba y echarle una mano para identificar al asesino?
—Jo, es una locura —había objetado Tom—. De buenas a primeras, ¿abandonas tu yacimiento para venir a hacer el trabajo de la policía italiana?
—Werner se las apañará muy bien sin mí. Tranquilo, no pienso sustituir a los carabineros, solo quiero olfatear la atmósfera y el ambiente de tus excavaciones, conocer a tu equipo… Dado que he vivido acontecimientos similares, estoy segura de que puedo descubrir cosas que a vosotros se os escapan.
—¿Y tu hija? Me dijiste que estaba enferma… ¿Y Luca?
—Luca está de gira por Estados Unidos, no lo veré antes de Navidad. En cuanto a Romane, ya se encuentra mucho mejor —mintió Johanna, que no le había contado a Tom nada de las sesiones de hipnosis y no tenía intención de informarlo sobre la verdadera razón de su presencia—. Isabelle se ocupa de ella.
—Te lo advierto, Jo, no pienso dejar que te inmiscuyas en nuestro trabajo y que toques ni una herramienta. Es mi yacimiento y…
—No temas, Tom. Estoy aquí únicamente por amistad, porque tengo miedo por ti y quiero evitar que te pase lo mismo que a mí. O peor…
Conmovido por ese argumento, el anticuario había aceptado, a regañadientes, llevar a Johanna a Pompeya a la mañana siguiente.
Al llegar a la puerta Marina, le había pedido que lo esperase porque tenía una cita en las oficinas de la superintendencia arqueológica. Ella había contestado que aprovecharía para descubrir el yacimiento y perderse en el meandro de calles, templos y villas, que visitaba por primera vez. Tom le había facilitado un plano en el que había señalado el lugar de sus excavaciones con un círculo trazado en negro. La medievalista había dicho que se encontrarían allí y se había dirigido hacia los vestigios pensando en Romane, en el papiro en el que la misteriosa Livia había escrito la palabra secreta de Cristo, la llave que liberaría a su hija de sus mortales obsesiones y que estaba escondida —Johanna ya no tenía ninguna duda de eso—, en algún lugar de esa ciudad, seguramente donde Tom estaba realizando las excavaciones o cerca de allí. Presentía que esas palabras desconocidas eran la causa del asesinato de James y de Beata, pero salvarían a Romane. Debía arrancárselas a esas ruinas a toda costa, aunque para ello tuviera que sacrificar su vida. La antigua Johanna, la arqueóloga guerrera, obstinada y pasional renacía de sus cenizas.
—Perdone…, ¿es usted Johanna de Vézelay?
Le sonrió a un hombre de unos treinta años, reprimiendo las ganas de responder que en ese momento se llamaría más bien Johanna de Mont-Saint-Michael.
—Soy Philippe, el ayudante de Tom —dijo el pompeyanista estrechándole la mano—.Acaba de llamarme para pedirme que la reciba y la guíe por este laberinto…
—¿Es usted francés?
—¡De Montmartre! Trabajo aquí desde hace dos años.
Philippe era atractivo: moreno, de pelo rizado, ojos negros, tez dorada y con barba de tres días, una cara agradable y simpática, pese a una curiosa mancha en el ojo derecho.
—Creo que habría encontrado el camino sola con este plano —dijo—, pero, ya que está aquí, me aprovecharé de usted. La Antigüedad no es mi especialidad. ¿Cómo es posible que Pompeya y Herculano hayan sido olvidadas durante dieciséis siglos y después convertidas en objeto de semejante entusiasmo?
—Para empezar —dijo el especialista—, es preciso aclarar que Pompeya y Herculano son muy diferentes: Pompeya era un centro económico importante, mientras que su vecina era una pequeña estación balnearia para residentes acomodados. La catástrofe del 24 de agosto del año 79 no les afectó de la misma manera: Herculano, más cerca del Vesubio, se encontró bajo una nube que alcanzó los cuatrocientos grados centígrados y fue engullida por un río de fango y de lava que expulsó a los habitantes de sus casas, salvando así la vida de la mayor parte de ellos, mientras que Pompeya era enterrada bajo las cenizas y los
lapilli
, que empujaron a muchos habitantes a refugiarse en las bodegas, donde murieron asfixiados por los gases y los vapores de azufre.
—¿Cuántas víctimas hubo?
—A día de hoy han sido exhumadas más de dos mil personas de una población de veinte mil almas. Eso nos permite afirmar que Pompeya fue diezmada, en el sentido estricto del término. Cuando, después de tres días y tres noches de apocalipsis, en la mañana del 27 agosto del año 79 el sol vuelve a salir y la erupción termina, Herculano está cubierta por veinte metros de lava y fango solidificados, la toba, que la aíslan en un sepulcro hermético; en cuanto a Pompeya, se encuentra debajo de entre cinco y ocho metros de cenizas. La catástrofe tiene una enorme resonancia y provoca una viva emoción, el polvo volcánico llega hasta Roma y los refugiados se cuentan por miles. La comisión de investigación senatorial enviada por el emperador Tito aconseja no reconstruir las dos ciudades suprimidas del mapa del mundo habitado.
—Comprendo —dice ella, pensativa—. Habría sido demasiado caro. Sin embargo, si bien las herramientas de la época no permitían atravesar la toba que aísla Herculano, se podían excavar las cenizas de Pompeya…
—Inmediatamente después del siniestro, los supervivientes regresan a Pompeya, arrancan las estatuas que emergen del suelo, intentan encontrar su casa. Cuando lo consiguen, recuperan los cadáveres de sus allegados y los objetos de valor, y en algunos casos son enterrados ellos mismos por desprendimientos. Enseguida tienen que renunciar. Entonces, el tiempo hace su labor: la hierba crece sobre las cenizas, el humus se forma sobre la escoria, el paisaje adquiere el aspecto bucólico de las zonas no excavadas que todavía hoy existen al nordeste de la ciudad: campos que se extienden hasta el infinito, viñas que borran el emplazamiento de Pompeya. Los viticultores recuerdan vagamente que cosechan su uva sobre una ciudad engullida cuyo nombre han olvidado y que llaman simplemente
la civita
: la ciudad.
—Asombroso —dijo Johanna—. ¿Y Herculano?
—Se pierde también en el recuerdo. Sobre la capa de lava se construye otro pueblo, llamado Resina. Tan solo algunos mapas romanos antiguos y el relato de Plinio el Joven conservan el nombre de las dos ciudades. Hasta el siglo XVIII, por mala suerte, ignorancia e incuria, los hombres dejan pasar miles de ocasiones de descubrir las ciudades perdidas. Cuando el azar hace emerger mármoles de
la civita
, los rompen porque obstaculizan los trabajos, las monedas de oro y de plata se pierden en los bolsillos de los campesinos. En 1689, con motivo de la perforación de un pozo, encuentran una placa antigua donde aparece escrito el nombre «Pompeya». Un arquitecto napolitano decreta que no puede tratarse de la ciudad enterrada, sino que tienen que ser los restos de la villa de un tal «Pompeyo», y ahí queda la cosa…
—¡Increíble! —exclamó la arqueóloga, atónita.
—Lo más sorprendente —prosiguió Philippe— es que, pese a la capa de lava solidificada, Herculano, la más difícil de descombrar, fue la primera en ser descubierta. Alrededor de 1710, alertado por unos restos de mármol amarillo retirados de un pozo seco por un campesino, el conde de Elbeuf, príncipe de la casa de Austria, consigue excavar una galería en el fango sólido y exhumar tres espléndidas estatuas femeninas, que son restauradas en Roma y después sacadas del país fraudulentamente para decorar su palacio de Viena, antes de ir a parar a Dresde, a la residencia del rey de Polonia. Gracias a ese robo y al rocambolesco recorrido de esas esculturas antiguas, Carlos de Borbón, nuevo rey de las Dos Sicilias y por lo tanto de Nápoles, manda iniciar una campaña de excavaciones a instancias de su mujer, la hija del rey de Polonia, en el lugar donde el príncipe de Elbeuf había hecho su descubrimiento. El 11 de diciembre de 1738, Herculano sale del olvido.