La palabra de fuego (42 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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Livia se sonroja. Faustina prodigaba un afecto diferente a su esclava y a su sobrino: en numerosas ocasiones manifestó tener unos celos feroces de su
omatrix
, un instinto de posesión que, después de todo, correspondía a su rango de propietaria. No obstante, la joven se emociona al saber que su antigua ama la quería realmente y que, en el seno de ese amor, se une simbólicamente a Javoleno. Este último malinterpreta la visible emoción de su secretaria y piensa que la evocación de la difunta la incomoda, por lo que retoma el hilo de su historia sin volver a hablar de Faustina.

—Me esforcé, pues, en reanudar mi existencia romana donde la había dejado cinco años antes. Mientras tanto, mi hija se había casado, de modo que regresé solo a la Urbe. Mi ciudad natal había cambiado tanto… En realidad, era yo quien había cambiado. La pesadumbre había modificado profundamente mi carácter. Los interminables debates de la Curia me dejaban frío, los paseos, los banquetes, el teatro y las lecturas públicas no suscitaban en mí sino tedio y desolación; incluso la alegría de relacionarme de nuevo con mis amigos todavía vivos se veía alterada por la enfermedad, a priori incurable, que se había apoderado de mi alma. Las conversaciones con mi antiguo maestro Musonio Rufo, de regreso del exilio, no hacían sino incrementar la distancia que me separaba ahora de la doctrina del Pórtico. Padecía, en apariencia, la misma patología que mi madre, que solo la muerte, como en su caso, podía interrumpir… La esperanza de la muerte era lo único que ocupaba mi mente. Hasta que, en el Senado, coincidí con Helvidio Prisco.

Livia frunce el ceño. Ese nombre no le resulta desconocido.

—Helvidio Prisco, noble senador, no era otro que el yerno de Thrasea Peto. Además de condenar a muerte a Thrasea, Nerón había desterrado a Helvidio. El hombre que, como yo, había sido indultado y regresaba al Senado era el sublime heredero de Thrasea. Retomando la antorcha familiar y las tesis de la escuela estoica, Helvidio Prisco se erigió en vengador de los perseguidos: exigió con extrema firmeza la depuración social y la condena de los delatores del régimen anterior, en especial de los responsables de la caída de Thrasea Peto. No me explico cómo se produjo tal cosa, pero aquella feroz batalla me despertó poco a poco de mi torpor… Dejé de compadecerme por mi suerte, de lamentarme día y noche pensando en mi amor difunto y mi deseo de reunirme con mi esposa, empuñé las armas del verbo con Helvidio…

—En cierto modo, luchando por la memoria de vuestro antiguo maestro también trabajabais en vuestra rehabilitación interior —analiza Livia—. Perseguíais la redención de vuestros pecados y la resurrección de vuestros recuerdos felices…

—Yo no lo expresaría así —dice Javoleno con una sonrisa de complicidad—. Fara mi, el pecado no existe, ¡es una concepción propia de tu secta! Asimismo, para los estoicos, los recuerdos, buenos o malos, son tan odiosos como la esperanza y la proyección en el futuro. Tan solo el presente tiene importancia. No obstante, lo que dices no está desprovisto de sentido común… Yo sentía la necesidad de trabajar por una causa justa, de olvidar mi orgullo destructor y de recuperar una apariencia de paz dentro de una voluntad purificadora que, en el lenguaje de mi secta, yo llamaría catarsis. La paradoja es que conseguí ese reposo del alma haciendo la guerra…, una guerra perdida por anticipado…

—¿Por qué? ¡Vespasiano es totalmente distinto de Nerón!

—Vespasiano, el nuevo emperador, estaba a favor del apaciguamiento general, el olvido de los resentimientos pasados, el «perdón de las faltas», dirías tú en el lenguaje de tu profeta…

—Veo que conocéis a Jesús mejor de lo que yo creía —dice Livia con una admiración que se esfuerza en teñir de tierna burla—. Es una rareza en un pagano que nos tiene por una banda de acémilas.

Se observan de nuevo con una complicidad sonriente.

—Nadie puede vencer si no conoce perfectamente a su adversario —replica finalmente el filósofo—. Ese fue nuestro error hace ocho años. Pensábamos que el honrado Vespasiano era más sabio y virtuoso que Nerón, más favorable a nuestros preceptos, cuando en realidad odia a los partidarios del Pórtico, así como toda forma de oposición política. Su concepción personal del poder no puede coincidir con la
libertas
, y si bien no es un príncipe depravado en sus costumbres, es tan tiránico como su ilustre predecesor. Cuando Helvidio lo comprendió, multiplicó las afrentas directas al emperador. Manifestaba sin rodeos y cada vez más ardientemente su hostilidad al régimen. Yo era consciente del peligro, pero lo apoyaba. Cuando, en plena sesión del Senado, se opuso a la voluntad de Vespasiano de designar a su hijo Tito como sucesor, el emperador decidió exiliarlo. A mí me arrestaron. Mi tía intervino, me liberaron y mi castigo fue aplazado unos meses… Solo retrasado, pues, poco tiempo después, Vespasiano decidió acabar con nuestra liga de perturbadores y expulsó de Roma a todos los filósofos estoicos, con excepción de Musonio Rufo. Hace ya siete años regresé, pues, a Pompeya, donde me sumergí en el estudio. Hace tres, constaté que la aversión ciel emperador hacia nosotros se había incrementado, cuando Vespasiano hizo deportar a Musonio Rufo. En cuanto al jefe de la oposición, mi amigo Helvidio, el déspota consideró que, incluso en el exilio, su enemigo seguía siendo demasiado peligroso. Lo condenó a muerte y la sentencia fue inmediatamente ejecutada.

Livia se estremeció de tristeza por Helvidio y de miedo por su señor.

—Es terrible… Pero ¿creéis que aquí estáis seguro? ¡Ahora vuestra tía ya no podrá ayudaros! Si Vespasiano decidiera…

—Tu preocupación me conmueve, querida Livia, pero tú misma has podido constatar que ya no intervengo en la política. No es tanto por temor por mi vida…, la muerte me es indiferente…, como por lasitud y repugnancia. Y sin duda también por subordinación, finalmente, a la razón suprema. Prefiero conservar a los pocos amigos que me quedan de la libertad interior, del desapego frente a lo que no depende de nosotros y de la sumisión al orden del mundo, es decir, a la armonía divina. Ahora tú formas parte de ese círculo de amigos.

—Me alegro —susurra ella, bajando la cabeza para ocultar su turbación.

En el momento en que Javoleno se dispone a contestar, una tos forzada irrita los oídos de los dos protagonistas. La silueta de Ostorio se recorta en el umbral de la biblioteca.

—Patrón, siento molestaros, pero el sol se ha puesto hace mucho. Debéis de tener hambre, y vuestra cena se enfría… ¿Deseáis que os la traigan para no interrumpir vuestro trabajo?

Javoleno suspira. Livia se pregunta si el intendente ha estado escuchando su conversación. «No me extrañaría», piensa, y no sabe si esa eventualidad debe alegrarla o atemorizarla.

—No merece la pena —dice el patricio—.Ya voy.

Javoleno se levanta y sale de la habitación, rompiendo el encanto mágico.

Capítulo 26

Aquel día, la providencia, el azar o el soplo mágico del dios de la arqueología no parecían ser favorables al pequeño equipo. Werner exhumó del subsuelo un resto de capitel románico esculpido que seguramente procedía del claustro desaparecido. Desgraciadamente, estaba demasiado deteriorado para que los especialistas pudieran determinar el pasaje bíblico que ilustraba. Un resto de boca torva y de cola de serpiente dejaba adivinar una criatura diabólica. No se trataba, sin duda alguna, de María Magdalena. El misterio de la aparición del culto y de los huesos de la santa en la colina de Vézelay continuaba intacto.

A las cuatro y cuarto, Christophe mostró su inquietud por que Johanna no fuera a buscar a Romane al colegio. Desde el interior de su agujero fangoso, la directora de las excavaciones le contestó que ese día la madre de Chloé, la panadera, se encargaba de las niñas. La pequeña iba a pasar el resto de la tarde con su amiga; Johanna no iría a recogerla hasta las siete. Christophe estaba decepcionado porque hacía mucho que no veía a la chiquilla.

—Pues pásate por casa mañana por la noche —dijo Johanna— y tomamos algo antes de la cena. O, mejor aún, venid a cenar los tres. Prepararé una sopa, ¡es lo único que sé hacer!

Los arqueólogos aceptaron. Johanna se sentía ligera y de excelente humor. De la migraña de la mañana ya ni se acordaba, y su angustia sobre el asunto de la foto había desaparecido también. Las palabras de fray Pacifique y la jornada de trabajo en contacto con la tierra la habían serenado, así como también la conversación sobre las reliquias. Pensó en la alegría que sentía cada vez que evocaba a los monjes benedictinos medievales, incluso en sus peores bajezas, y se dijo que su viejo amigo fray Román quizá tuviera algo que ver con eso.

A las cinco empezó a anochecer y encendió los grandes focos colocados alrededor del yacimiento. A las seis, sus colegas emergieron de la tierra pesada y húmeda. Se quedó sola, a cuatro patas en su zanja, y siguió excavando mientras pensaba en María Magdalena. «Qué personaje tan curioso. Tres mujeres diferentes reunidas en una sola, tres sepulturas, una en Oriente y dos en Occidente… Tres falsas sepulturas… ¿Dónde están sus verdaderos huesos? ¿Existió realmente? ¿A quién pertenecen la costilla de la cripta de Vézelay y los restos de la mujer encontrada en Saint-Maximin-la-Sainte-Baume?»Olvidó el frío, el viento, el reloj, y a las siete y cuarto salió a toda prisa de su agujero. Dejó en la caseta el viejo anorak, el mono manchado de tierra, el gorro y los guantes, se puso rápidamente un chaquetón de lana y echó a andar por la calle Saint-Pierre, desierta, en dirección a la panadería de la madre de Chloé.

De pronto sintió una presencia detrás de ella. Se volvió y vio una silueta oscura que se escondía bajo el porche de una casa. Sin pensar, corrió hacia la forma oscura, que entró en el Saint-Étienne, el mejor restaurante del pueblo.

Johanna entró también: a su izquierda, la chimenea crepitaba, sobre las mesas redondas había velas titilantes y manteles blancos impecables, pero la sala del siglo XVIII estaba vacía. Johanna continuó hasta la antecocina, situada en un entrante donde era fácil esconderse. Allí encontró a Catherine, la propietaria, ocupada en cortar el pan para los futuros comensales mientras su marido oficiaba en la cocina, detrás de las puertas metálicas.

—¿Johanna? —dijo, sorprendida—. Buenas noches. ¿Quiere cenar?

—¿No habrá visto entrar a alguien? Un hombre… hace apenas un minuto…

—¿Un hombre? ¿Se refiere a Luca? ¿Venía por delante de usted?

—No, no. Luca no. No sé… quién es…

Catherine, de natural alegre y racional, frunció el entrecejo.

—Todavía no he visto a nadie, mis primeros clientes han reservado para las siete y media. ¿Quiere que le pregunte a Gilles? No creo que haya visto a mucha gente en la cocina, pero… ¿Ha quedado aquí?

Johanna, sin contestar, se acordó de los lavabos del restaurante, que tenían una ventana suficientemente grande para salir por ella. Atravesó la sala e intentó abrir la puerta de los lavabos. Cerrada por dentro. La propietaria llegó detrás de ella.

—Seguro que es un turista que ha tenido una urgencia y ni siquiera se ha tomado la molestia de decir nada, sucede con frecuencia, aunque no en estas fechas. ¡Hola!…, ¿hay alguien? —preguntó, llamando a la puerta.

Silencio.

Mientras Catherine insistía, Johanna salió del establecimiento, dio la vuelta por detrás, saltó por encima de un murete, cruzó un pequeño jardín y se encontró frente a la ventana abierta de los lavabos del Saint-Étienne. Nadie en el interior. «El hombre» había escapado y a esas alturas ya debía de estar lejos. «El hombre» sabía que podría escapar por ahí. «El hombre», por consiguiente, debía de conocer el lugar. No se había equivocado: un desconocido la seguía. Quizá incluso había entrado en su casa y robado la fotografía. ¿Quién? Y, sobre todo, ¿por qué?

—¡Qué guay, caramelos de caries! Es mi abuela quien los llama así, pero a mí me da igual, yo no tengo caries… Gracias, Christophe. ¿Puedo comerme uno, mamá?

—Antes de cenar, no, Romane. Después sí.

La pequeña hizo un mohín de disgusto y Christophe la sentó sobre sus rodillas.

—Ven aquí y cuéntame lo que haces en el colegio.

Johanna sumergió la minipímer en una olla llena de agua y verduras, y al ponerla en marcha se salpicó el jersey de lana de color crudo.

—¡Será posible! —exclamó—. Siempre me pongo perdida…

—Yo de ri, cocinaría con el mono de trabajo —dijo Audrey—. Por cierto, me gustaría quedarme con el mío. De recuerdo.

—Audrey —intervino Werner—, las excavaciones terminan a tíñales de agosto, estamos a principios de diciembre, ¿y ya piensas en dejarnos?

—En absoluto —respondió Audrey, sonrojándose—. Al contrario… La verdad es que me lo paso muy bien con vosotros.

—¡Por la futura arqueóloga medievalista! —dijo Johanna levantando su copa de Vézelay.

—¡Te has pasado, Jo! ¡No llegaré ni en sueños!

Los tres arqueólogos protestaron contra el derrotismo de la estudiante. Mientras la anfitriona se limpiaba las salpicaduras del jersey en el fregadero de la cocina, Werner animaba a Audrey en voz baja. Johanna observó la nuca y la espalda del austríaco. La estatuía de su espía le parecía la misma, pero este era más robusto. Aunque… Pero ¿por qué iba Werner a vigilarla, a seguirla de incógnito por las calles del pueblo? Afortunadamente, Christophe era demasiado bajo y rechoncho para que sospechara de él. Pero Werner… ¡No, era ridículo! Volvió a los fogones y sirvió un poco de sopa en un bol rojo con pintas blancas.

—¡Romane, a la mesa!

La velada era agradable. La gran estufa de hierro propagaba un calor estival, al igual que el vino blanco. Con los brazos desnudos, la mirada brillante y las mejillas coloradas, Audrey escuchaba a Werner hablar sobre su oficio. De vez en cuando, el austríaco rozaba la mano de la joven, en un movimiento aparentemente involuntario pero que no engañaba a nadie. Divertida, Johanna observaba la escena preguntándose hasta dónde llegaría el idilio. Le había costado conseguir que su hija se fuera a la cama; la niña no había accedido hasta después de comerse tres caramelos, y solo con la condición de que Christophe subiera a leerle
La sirenita.

—Traidora —la acusó este al bajar—, ¿así que eres infiel a la Edad Media? ¿Prefieres un emperador romano a nuestros queridos monjes benedictinos?

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Johanna, inquieta.

—Nada grave —respondió Christophe sonriendo—, solo que le habías robado su moneda antigua porque estabas enamorada de Tito en secreto… Pero que no tiene importancia porque Tito no era nada guapo y ella prefiere dormir con Guiñol.

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