Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
Godofredo se sentó de nuevo, suspirando con aire fatigado.
—Román, el trato que me propones solo puede aceptarlo un incauto, y en este instante creo que has hecho muy bien no habiendo querido meterte, hasta ahora, en asuntos de política. Eres muy ingenuo al creer que se puede separar mi peregrinación del mensaje oculto de Cristo. Es verdad que este descubrimiento nos sobrepasa, pues concierne a toda la cristiandad. Precisamente esa es la razón por la que debe mantenerse el secreto. Si el pergamino y el hueso llegan hasta Odilón y, posteriormente, hasta Benedicto IX, estos objetos sagrados se convertirán en el gran asunto de Occidente. ¡Matarán sin remedio mi peregrinación y hundirán a Vézelay en las tinieblas!
—Al contrario, consagrarán la gloria de esta colina en la que fueron exhumados, y el Santo Padre enviará emisarios por todo Oriente a fin de descifrar las misteriosas palabras.
—Mi pobre amigo —susurró Godofredo—, si un día la Iglesia envía delegados a Oriente, no serán mensajeros en busca de un descendiente del pueblo de Jesús que hable arameo, sino tropas de guerreros armados, a fin de proteger el sepulcro de Jesucristo contra los infieles.
—Lo dudo mucho —replicó Román.
—Sea como sea, puedes comprender fácilmente que, si la carta de la Magdalena, en la que declara que sus restos mortales no podrán encontrarse, que desaparecerán, y que sus huesos quedarán reducidos a polvo, si esas palabras, Román, llegan a unos ojos distintos de los nuestros, el mundo cristiano sabrá que mis reliquias no son auténticas. ¡Y entonces se habrá acabado la peregrinación y mi abadía!
Godofredo había pronunciado las últimas palabras prácticamente gritando. Su rostro atormentado ardía de furor contra Román, de pasión por su causa y de amor obstinado por su monasterio. Odilón sentía el mismo compromiso con su abadía y con sus monjes. Pero el anciano sabía dominarse. Su prudencia, a la que se sumaba una inteligencia tan temible como sutil, le permitía convencer sin levantar la voz y hacerse obedecer con un celo que superaba sus propias expectativas. No obstante, fray Román no podía evitar detectar cierta similitud en el carácter de los dos abades. Pensó que, con los años, su amigo de juventud no dejaría de adquirir también la luminosa moderación que une a los hombres.
—Román —prosiguió Godofredo refrenando su ardor—, te ruego que no digas nada, ni a Odilón ni a nadie. En nombre de nuestra amistad, te suplico que contengas la lengua, como yo contendré la mía sobre todo lo que me has contado acerca de tu pasado en Mont-Saint-Michael.
Fray Román sintió náuseas. Su supuesto amigo le proponía un pacto: mutismo a cambio de mutismo, el nacimiento y el éxito de una peregrinación a cambio de la vida de un monje ya viejo y profundamente descorazonado. El monje de Cluny no pudo reprimir una sonrisa amarga y se felicitó, a imagen y semejanza de Godofredo, por haberse mantenido hasta entonces al margen de los asuntos políticos, por ingenuidad tal vez, por asco sin duda alguna.
—¿Sonríes, Román? ¿Te pliegas a la razón? ¿Guardarás silencio?
—No me has contestado, Godofredo. ¿Qué ocurrirá con el pergamino y la costilla de cordero, si yo no me los llevo? ¿Piensas destruirlos?
Considerando que había ganado una primera batalla, el abad se relajó.
—¿Destruirlos? ¿Por qué iba a querer destruir esos objetos santos? ¿Me tomas acaso por un sacrílego o un apóstata?
—No, posees defectos más evidentes que esos. ¿Planeas, entonces, esconderlos?
—Planeo respetar la voluntad de María de Betania y de nuestro Señor. Puesto que él no ha querido que su peligroso mensaje nos sea revelado, puesto que no ha llegado el momento de dar a conocer sus palabras, vamos a encomendarnos a la divina Providencia y a esconderlos, a nuestra vez, en un lugar donde, cuando él considere oportuno que su pensamiento salga a plena luz, aparecerán.
—¿Has dicho «vamos»?
—Sí, vamos… Porque necesito tu ayuda, Román.
—¿Qué más has ideado, para poner al servicio del grandilocuente destino de tu abadía?
—No he inventado nada, mal que te pese, amigo mío. Al contrario, me limito a copiar… Pero copiar a una santa es un acto piadoso.
Román empezaba a imaginar adonde había conducido al abad su mente retorcida y obsesiva.
—¿Una escultura? —preguntó—. ¿Quieres esconder el hueso y el pergamino en otra escultura? Es una buena idea, pero… en tu pobre iglesia hay pocas… Aparte de la imagen de san Pedro que está en el coro, o la de san Pablo, no se me ocurre…
—¿Quién te ha dicho que pienso esconder nuestro secreto en una de sus pobres imágenes? No, Román, al igual que María de Betania talló la escultura con sus manos, nosotros vamos a crear una imagen de ella y a meter en su interior el tesoro, exactamente como hizo ella hace más de nueve siglos. Luego, de la misma forma que la escultura de Jesús llorando por la muerte de Lázaro era reverenciada en Lérins, nosotros expondremos nuestra escultura de la Magdalena a la veneración de los fieles.
—¿Nosotros? —repitió Román—. ¿«Nuestra» escultura?
—Sí, bueno… la tuya, hermano. Tú tienes manos y alma de artista, lo sé muy bien, lo recuerdo. Es verdad que llevan mucho tiempo sin practicar, pero, con un poco de entusiasmo y algo de entrenamiento con leños de roble viejo, podrás esculpir la imagen de María Magdalena más maravillosa de toda la cristiandad.
Dando la espalda al templo de Júpiter, Livia contempla las tres monumentales esculturas de mármol puestas sobre un pedestal que representan a Augusto, Claudio y Agripina. Su necesidad vital de detectar la presencia de hermanos y hermanas, de encontrar un rostro conocido o amigo, ha conducido sus pasos hasta la plaza del Foro, abarrotada de gente y de comerciantes que se dirigen a los curiosos a voz en grito. Bajo el pórtico decorado con estatuas ecuestres, unos alumnos leen a trompicones mientras el maestro azota a un mal estudiante. Un
tonsor
despelleja la cara de un cliente. Una multitud escandalosa, alegre y emperifollada deambula entre el aire suave que la primavera y los productos frescos de los vendedores ambulantes perfuman. En los dos meses que lleva viviendo en Pompeya, la esclava no ha podido identificar a ningún discípulo del Camino en la ciudad, tal como su amo le había predicho. Aislada de su comunidad, Livia se siente de nuevo huérfana y su corazón vive como un eremita entre los paganos, víctima de sentimientos culpables que nadie puede aliviar. ¿Cómo reconocer a los verdaderos creyentes en medio de esa masa sin rostro? Se prohíbe perder la esperanza. En Roma acabó encontrando a Haparonio. Seguro que Dios le envía esa prueba antes de poner en su camino a miembros de la familia de los nazarenos. «Cuando haya encontrado a mis hermanos —piensa—, aligeraré mi corazón y esta vez sí revelaré mi secreto al Anciano.»Catorce años. Hace catorce años que es depositaria de un misterio que se esfuerza en no olvidar, un arcano que es incapaz de descifrar, el mensaje oculto de Jesús, entregado por María de Betania a Rafael. Con el transcurso del tiempo, ha acabado por sentir en el alma el peso de las palabras en arameo. ¿Qué significarán? ¿Por qué Cristo ocultó este mensaje o, al menos, lo reservó para algunos? Eso no concuerda con la personalidad del enviado de Dios tal como lo describieron Pedro y Pablo. Pedro y Pablo… Si hubieran vivido unas semanas más, Livia habría podido cumplir su promesa, entregarles la misiva y liberarse de esa carga.
¿Qué contiene el mensaje? ¿De dónde procede? ¿Está realmente firmado por la santa, tal como Rafael dijo antes de morir a consecuencia de las heridas infligidas por la guardia pretoriana? ¿Conocía verdaderamente a María de Betania? ¿Es posible que Rafael le mintiera? Si el emisario dijo la verdad, ¿cuándo le transmitió Cristo esta frase a su discípula? ¿Por qué decidió revelársela a la antigua pecadora y no a Pedro, su primer compañero? ¿Por qué esperó María de Betania tanto tiempo después de la muerte de Jesús para tratar de hacer llegar el mensaje a Roma, al primero de los apóstoles? María de Betania… Livia piensa a menudo en la santa, que es también un misterio. Se pregunta si ha muerto allí, en la Galia provenzal, cómo era su rostro cuando conoció a Jesús, de qué color tenía los ojos y el cabello. Livia imagina a una mujer joven y hermosa, ve correr sus lágrimas sobre la tumba de su hermano Lázaro, ese llanto que tanto impresionó a Jesús.
—¡Y yo digo que apoyo a Marco Lucrecio Fronto y que los otros candidatos son unos sinvergüenzas que se comen los denarios de la ciudad!
—¡Eres tú el que va a comerse mis puños! ¡Aruleno Suecio Certo es el único suficientemente virtuoso para gobernar la ciudad!
Livia se vuelve. Un zapatero y un vendedor de cebollas se enfrentan lanzándose improperios. Sonríe. Desde hace varios días, la ciudad vibra presa de una fiebre que ataca Pompeya todos los años en el mes de marzo, poco antes de las elecciones de los duunviros y los ediles, los magistrados municipales que empezarán a ejercer sus funciones el 1 de julio y administrarán la ciudad durante un año. Los candidatos, notables locales, no se postulan ellos mismos, sino que son propuestos por los ciudadanos. De manera que cada agrupación de barrio, cada corporación profesional o asociación, cada habitante, incluso aquellos que no tienen derecho de voto —las mujeres, los esclavos— se comprometen en favor de un candidato y defienden las cualidades morales que lo hacen digno de ser elegido. La campaña electoral es agitada y apasionada. Nadie queda al margen, excepto Livia, a quien divierte pero que no toma partido. Ante el puesto del vendedor de cebollas se ha formado un tumulto peligroso y, dado el temperamento sanguíneo de los autóctonos, prefiere alejarse.
Al pasar por delante del templo de Vespasiano, observa el rostro de mármol del emperador: es la primera cara conocida que ve en Pompeya. Le gusta el clima de la región, el abigarramiento étnico, la propensión a la alegría y a la felicidad de los pompeyanos. Su sentido del humor y su gusto por la ostentación la distraen, la casa de su nuevo amo no deja de deslumbrarla, pero añora Roma.
Roma, su millón de habitantes, su efervescencia permanente, sus calles tortuosas, sus colinas, sus palacios, sus fiestas, los banquetes en el palacio del emperador o en la mansión de Faustina Pulcra, la grandeza de su tarea y el placer que le producía contribuir a la gloria de su ama, que era incapaz de prescindir de ella y la llevaba a todas partes. Roma, donde el Señor había hecho que escapara del peligro y no estuviera nunca más sola. Roma, la ternura disimulada pero real de Faustina. Roma, donde ya no se sentía esclava. Roma y, sobre todo, el sótano clandestino de su padre adoptivo: Haparonio.
Esta mañana, Livia ha ido al establecimiento de un judío y, con la excusa de comprar unas sandalias nuevas, le ha preguntado sobre la próxima fiesta de la Pascua. La joven no tenía otro medio de averiguar la fecha de la Pascua judía, que cambia todos los años, para calcular así con precisión el aniversario de la última cena de Jesús, de su prendimiento, de su suplicio y, sobre todo, de su resurrección. Seis días. La Pascua tendrá lugar dentro de seis días. Hoy es, pues, la fecha del ungimiento en Betania, tal como se la contaron Pedro y Pablo, y que normalmente ella celebraba con Haparonio y sus fieles.
Subiendo hacia las termas del Foro, se pierde en el dédalo de tiendas que hay alrededor de los baños públicos. Asombrada, constata que las paredes de todas las
tabernae
y de todas las casas particulares se han transformado, durante la noche, en soporte de inscripciones electorales. «Votad por A. Vecio Firmo, candidato a edil, de parte de Fusco y de Vácula», dicen unas grandes letras rojas sobre la pared de toba encalada por el pintor nocturno, que ha firmado su trabajo. «Los adeptos de Isis y el sumo sacerdote Amando apoyan a Cayo Cuspo Pansa», advierte otro cartel. La corporación de los tardobebedores y la de los dormilones proclaman a un patricio «digno de todos los bienes, ¡que la colonia posea eternamente ciudadanos así!». Livia sonríe al comprobar que las mujeres intervienen con ardor en la vida política de la ciudad: aquí dos empleadas de una panadería, Estada y Petronia, apoyan a su candidato, allá son las patrañas de
thermopolia
las que han hecho escribir el nombre de su apadrinado. Más lejos, una matrona anuncia que «si alguien le niega su voto a Quintio, le deseo que atraviese la ciudad a lomos de un asno y sea el hazmerreír de todos». Un honrado pero anónimo ciudadano incluso ha escrito: «Estoy a favor del reparto del tesoro municipal, ¡la ciudad tiene demasiado dinero!».
La lectura de las declaraciones entretiene a la esclava, que por un momento olvida su melancolía. Sin embargo, se le encoge el corazón cuando entra en la tienda del perfumista recomendado por la hija de Javoleno. La oficina del
unguentarius
se parece a la de Flaparonio y, sobre todo, los olores son similares. Pero, en vez de alegrar a la joven, la atmósfera cargada de aromas le parte el alma. Su sueño roto de llegar a ser
unguentarius
le desgarra el corazón.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla?
Por suerte, el patrón del establecimiento no se parece en nada a Haparonio. Es un hombre bajo y obeso, cuya cara depilada suda en abundancia. Lleva en la mano un pañuelo impregnado de mirra fluida y de
baccar-salvia sclarea
—, con el que se enjuga sin parar la frente y las mejillas.
—Buenos días, vengo de parte de Saturnina Vera, la esposa de Marco Istacidio Zósimo.
—Ah, sí, me ha advertido de tu visita. Ven por aquí, el pedido está preparado.
Livia esperaba que en ese momento se produciría un milagro, que ese día en que, hace cuarenta y cinco años, María de Betania extendió nardo puro sobre el cuerpo de Jesús, el perfumista le preguntaría sobre su pertenencia a la comunidad cristiana, antes de confesar la suya. Desgraciadamente, el hombre gordo y sudoroso se limita a verter una fragancia en un frasquito de cristal sin hacer ningún comentario.
A última hora de la tarde, Livia sale de la villa de Marco Istacidio Zósimo y Saturnina Vera con el semblante sombrío y los ojos tristes. Faustina Pulcra era narcisista e intransigente, pero no la acostumbró al desprecio con que la trata la hija de su señor. Esta última no está satisfecha de sus servicios y Livia no comprende por qué la aristócrata persiste en exigir que la peine y la maquille ella en las ocasiones en que debe asistir a cenas importantes, cuando la riquísima pompeyana tiene ya otras cuatro
omatrix
. Cuando acicala a Saturnina, tarea más sencilla que embellecer a la mujer ajada que era su antigua ama, Livia detesta el oficio que hasta entonces le encantaba. En contacto con la arrogante belleza, las maneras despreciativas y las observaciones hirientes de la patricia, se siente más abyecta que una esclava, la hez del mundo, un animal vulgar e impuro que ensucia todo lo que toca. ¿Por qué esa mujer no la deja aprender su nueva profesión?