La palabra de fuego (16 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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Sobre la tarima, Livia reza. Ensalza a escondidas al Señor, le pide la paz eterna para los suyos que moran con él y ruega que haga ir al apóstol Pablo a Roma, para que le sea entregada su palabra. Algunas veces, al límite de sus fuerzas y de sus esperanzas, le suplica a Cristo que la lleve con él y ponga fin a esa vida en la que todo es dolor.

Una tarde, mientras Livia se halla sumida en cuerpo y alma en la oración, despreocupada del mundo que la rodea, un hombre se acerca a ella. Observa atentamente sus ojos, sus manos, luego la toca, le hace abrir la boca, examina sus dientes, su cuero cabelludo, sus corvas, sus uñas. De vuelta a la realidad, Livia tiembla al ser examinada como un buey de labor. Cuando el hombre ha escudriñado todos los pliegues de su cuerpo, todas las rugosidades de su rostro, se vuelve hacia un Calpurnio Tadio Paulo encantado de que alguien se interese por fin por su muda. La negociación comienza.

Vestida con sus harapos, Livia sigue al hombre por las calles de Koma. Este permanece tan mudo como ella. De reojo, ella lo observa a su vez: de unos treinta años, su cuidada indumentaria no logra ocultar la corpulencia de alguien habituado al esfuerzo desde la infancia. Sus aires de superioridad indican que es sin duda un antiguo esclavo manumitido por sus amos. Las semanas que Livia ha pasado vagabundeando han agudizado su sentido de la observación, el cual le dice que se trata de un hombre nacido en el campo, un esclavo sometido a los rudos trabajos de la tierra y que, una vez manumitido, ha ido a la Urbe en busca de un empleo menos duro.

Un rictus aparece en el rostro de la chiquilla cuando se da cuenta de que en lo sucesivo tendrá que servir a unos amos. A partir de ese día, ya no es libre ni de sus actos ni de su cuerpo, únicamente de su alma: la República romana, un siglo antes, reconoció que los esclavos también tenían. Todo su ser pertenece a una persona a la que todavía no conoce, la cual podrá exigir cualquier cosa y, llevada por la cólera o por su capricho, estará autorizada a azotarla hasta la muerte si así lo desea. De pronto, Livia añora su antigua condición de vagabunda. Por un instante, siente resentimiento hacia su padre por haber leído los libros de los de Judea, por haber escuchado a Simeón Galva Talvo y por haber ido al encuentro del apóstol Pablo. ¡Sin la intervención del armador judío, nada habría sucedido! ¡Sin la pasión de su padre por los escritos, los suyos habrían sido fieles a los dioses de Roma y a la religión de Estado! ¡Estarían ahora juntos, felices y vivos!

Inmediatamente, Livia se arrepiente de lo que ha pensado. Por segunda vez en unas semanas ha renegado de su fe. Caminando al lado del liberto, baja los ojos. He aquí algo que sus futuros amos jamás podrán poseer de ella: su fe. Es lo único que le queda. Recibió el bautismo de manos del apóstol Pablo a causa de la elección voluntaria de su padre. Pero esa herencia debe convertirse en su propia elección, su único espacio de libertad. En adelante, su creencia en Jesús será su última defensa, su alegría secreta y su sublevación íntima contra las cadenas.

Livia y el liberto han llegado a una gran casa, pero el hombre entra solo. Un portero servil vigila a Livia de reojo. Enseguida, dos mujeres salen del edificio y llevan a la chiquilla a las termas públicas para lavarla y vestirla con ropa nueva. Las dos esclavas la miran con una mezcla de complicidad de casta y de desconfianza. El silencio de Livia las incomoda y moderan su parloteo habitual. La chiquilla quisiera hacerles un montón de preguntas sobre la casa, los amos, el número de esclavos y, sobre todo, sobre lo que se espera de ella. Pero las palabras se quedan dentro de su cabeza. La frotan como si fuera un trapo, la secan y le ponen un
subligaculum
de lino y una larga túnica de algodón egipcio. Le arrancan unos gemidos de animal desenredándole los largos cabellos, que a continuación recogen sobre su cabeza con peinetas y horquillas de madera. Por último, le ponen una capa, unas manoplas y zapatos de invierno.

Ataviada de esta guisa, Livia y las dos esclavas emprenden el camino de regreso. Flanqueada por su escolta, la chiquilla observa la mansión en la cual va a vivir de ahora en adelante: seguramente los dueños de esa casa son mucho más ricos que su padre; sin duda forman parte de la aristocracia y de las más altas esferas de la sociedad. Rodeado de un jardín privado, aunque construido en medio de un barrio popular, como es habitual en esa época en que pobres y ricos cohabitan geográficamente, y con una planta y media, el palacio de mármol se extiende horizontalmente en medio de los inmuebles de alquiler. El portero las hace pasar al interior. Inmediatamente aparece el liberto que ha comprado a Livia a Calpurnio Tadio Paulo. Despide a las dos mujeres y lleva a la chiquilla a hacer un rápido recorrido por la casa. La planta baja, de techos altos, está reservada a los señores y a las recepciones mundanas: los comedores suceden a los salones y a las salas de descanso. Como en todas las casas romanas, el mobiliario es escaso. Pero aquí está dorado con pan de oro, las alfombras son gruesas y las telas de las camas son de seda. Un patio arbolado con varias fuentes refresca los días de verano. Tan solo unas imponentes cocinas y las letrinas escapan al deber de suntuosidad. El piso superior lo ocupan los esclavos —son unos treinta, por lo que dice el hombre—, y el desván, al que se accede por una escala, se utiliza para almacenar mercancías. Mientras conduce a la chiquilla a una vasta estancia de la planta baja, el liberto dice que se llama Partenio, que tiene el honor de servir desde hace diez años a Larcio Clodio Antillo, eminente miembro del Senado, y a Faustina Pulcra, su esposa. En el momento en que Partenio llama a una pesada puerta labrada, Livia nota que se le hace un nudo en la garganta.

Apoyada en un codo y picoteando fruta dispuesta en una bandeja de oro, una mujer rolliza vuelve la cara, abundantemente maquillada, hacia la chiquilla. Sus cabellos rojos están peinados conforme a la moda de la época, en un moño alto; sus brazos, su pecho y sus tobillos están cubiertos de joyas. Livia calcula que debe de tener unos cincuenta años, pero no consigue leer con precisión las arrugas ocultas bajo una gruesa capa de cerusa blanca. El aire está saturado de un perfume denso y complejo que la chiquilla nunca ha olido hasta entonces.

Además de las dimensiones de la habitación, del cuarto de baño privado que se adivina detrás de una cortina y de la coquetería de la dama, a la que su madre no la ha acostumbrado, a Livia le impresionan las vestiduras de Faustina Pulcra: son de un bello color vino con reflejos malvas que brillan al moverse ella.

—Acércate —ordena el ama con una voz amplia y suave.

Livia obedece. Faustina se sienta y clava sus ojos de color avellana en los de la niña.

—Mirad, patrona —dice el liberto—, son violetas, vuestro color preferido…

—En efecto —constata Faustina—, a juego con mi túnica… Enséñame las manos.

Livia alarga las manos. Sin tocarla, Faustina examina cada uno de sus dedos.

—¡Finos, delicados, y sin duda hábiles! —exclama Partenio.

—Cierto —reconoce la señora—. Pero tendrá que aprender el oficio, y deprisa. No podré soportar un día más la torpeza de Crispina. Esta mañana, esa idiota ha estado a punto de arrancarme la piel del cráneo. Dime, ¿esta niña se encuentra realmente privada de la facultad de hablar? ¿No se sabe cuál es su nombre? ¡No será tonta, al menos!

—Oye perfectamente, patrona, y comprende las órdenes, tal como acabáis de comprobar… Parece gozar de buena salud, con la salvedad de que es muda. Según el mercader de esclavos, a quien se lo dijo el hombre que se la llevó, sabe leer y escribir, y procede de una honrada familia devastada por una epidemia. Pero el mercader había olvidado su nombre…

—Pobre pequeña —dice Faustina—.Tan joven, huérfana e incapaz de hablar… En cierto sentido, mejor, no me molestará con sus comentarios sobre la vida de los demás esclavos ni sobre su ascendencia… En cuanto a mí, por una vez no tendré que temer que repita las palabras que oiga… ¡Por fin una esclava reservada y discreta! Partenio, te felicito. Me gusta, y no me ha costado cara.

—Gracias, patrona.

—En cuanto a ti —prosigue Faustina, dirigiéndose a Livia—, puesto que no sabes decir tu nombre y nadie lo recuerda, te llamaremos Serva, «esclava». Serva, tengo reservada para ti una tarea sumamente importante. Si la llevas a cabo correctamente, te convertirás en una persona esencial para esta casa y sabré mostrarte mi gratitud. Si no, serás confinada a las tareas domésticas y los trabajos ingratos. O bien te venderé.

Livia está aterrada. ¿Qué espera esa mujer de ella? Aparte de acompañar a Magia a los establecimientos de los comerciantes y ayudarla, como un juego, a elaborar tortas, la chiquilla no ha participado jamás en las tareas domésticas y no sabe hacer nada con las manos.

—Verás —prosigue Faustina—, la querida Alypia, que estaba a mi servicio desde hacía mucho tiempo, la mejor
ornatrix
de todo el Imperio, murió, y hasta el momento nadie ha sido capaz de reemplazarla. Tú, Serva de ojos violetas, si eres lista y mañosa, podrás sucedería.

La chiquilla palidece. ¡
Ornatrix
! ¡Encargada del aseo y el arreglo personal! Ella lo ignora todo de ese oficio delicado y complicado, que no existe en la casta de la que procede. Además, las cristianas dedican una atención mínima a los cuidados básicos en materia de higiene y desprecian a las paganas ricas y vulgares que consagran la mayor parte del día a arreglarse y perfumarse. Livia se da cuenta de que jamás podrá responder a las expectativas de su ama. Sin duda va a recibir muchos azotes antes de volver a la tarima del mercader de esclavos. Cierra los ojos y se queda blanca como la cera.

—Serva, ¿qué te pasa? —pregunta Faustina—. ¡Estás más blanca que una estatua de mármol! Esta chiquilla está demasiado endeble, hay que fortalecerla… Partenio, llévala a la cocina y dale de comer. Sobre todo, dale vino con miel, ¡dale todo el vino melado que pueda ingerir!

Capítulo 11

—Bueno, ¿qué te parece nuestro bebedizo local? —preguntó Johanna.

—¡Buenísimo! —responde Isabelle—. El vino de la colina es muy agradable… Bonito color amarillo claro, notas florales y melosas, toques de majuelo en nariz, fondo mineral… Desconocía la existencia de este «borgoña Vézelay», y era un error.

—Pues data de los romanos —explicó Johanna—. Cuentan que, a fines del siglo I después de Cristo, el administrador imperial procedía de Campania, región italiana muy famosa por su viticultura, y parece que fue él quien hizo plantar las viñas aquí. Te llevaré a visitar a algunos productores.

—¡Encantada! Vamos, Jo, otra copa.

Isabelle le hizo una seña al camarero del pequeño bar de la calle Saint-Pierre.

—¡No quisiera ser una aguafiestas, pero solo son las diez y media de la mañana! —protestó la arqueóloga.

—Es verdad, pero mi jornada ha empezado a las cinco cié la madrugada. He tenido que levantarme como un cohete para calmar a Ambre, que lloraba por culpa de los dientes, e impedir que despertara a los dos mayores, prepararme, salir y hacer doscientos veinte kilómetros hasta aquí. Además, hace frío y esto calienta.

—Tienes razón, Isa. Te acompaño.

Aunque se telefoneaban a menudo, las dos mujeres —que se conocían desde el instituto— no se habían visto desde que Johanna vivía en Vézelay. Como se sentía a gusto en el pueblo, la arqueóloga iba poco a París. Por su parte, Isabelle llevaba allí una vida intensa: periodista en una publicación mensual femenina, tres años antes la habían ascendido al puesto de jefa de redacción; a esa profesión absorbente, se añadían un marido, dos niños de ocho y diez años, Jules y Tara, más una sorpresa de dos, Ambre. Ese sábado de noviembre, iba a Vézelay por primera vez. Debido a la pasión de su amiga por la gastronomía, Johanna había decidido empezar la visita por el patrimonio vinícola.

—Es fabuloso, tengo la impresión de estar de vacaciones… —susurró Isabelle mientras les llevaban la segunda ronda—. Por Vézelay y por nuestra vieja amistad, Jo —brindó—. ¡Hace tanto tiempo que no vamos juntas a ningún sitio! ¿Te acuerdas de nuestro viaje a Italia? Apulia, el tacón de la bota. Las ensaladas de pulpo, la pasta en forma de orejas, las gambas y demás frutos de mar, el cordero asado, el vino tinto de catorce grados y los helados…

Johanna sonrió.

—Sí, y me acuerdo también de Alberobello, del puerto de Traili, de la ciudad medieval de Ostuni, por no hablar de Monte Sant'Angelo…

—¡No, piedad, no quiero oír hablar nunca más del arcángel Miguel, de monjes negros medievales y de los fantasmas decapitados de tus pesadillas!

—Siento decepcionarte, Isa, pero, verás, la basílica tiene una torre de San Miguel. En cuanto a los benedictinos, tranquila: aquí no hay desde la secularización de la abadía, su sustitución por un colegio de canónigos y un abad nombrado por el rey, en 1537… Quedan algunos franciscanos, entre ellos uno al que aprecio particularmente, pero, pese a su edad, no ha perdido la cabeza. Y mis pesadillas son ahora inofensivas, gracias. Sin embargo… si bien las mías son anodinas, las de mi hija son violentas… A decir verdad, Isa, no he querido hablarte antes de esto, pero estoy muy preocupada por Romane.

Isabelle dejó su copa de vino.

—¿Por Romane? ¿Qué quieres decir? ¿Tiene sueños raros?

Johanna permaneció en silencio un instante, con la mirada perdida. Tenía el semblante descompuesto, los ojos claros, marcados por oscuras ojeras, y parecía tan cansada como tensa. Isabelle se había dado cuenta, pero había preferido esperar a que su amiga le revelara la causa de su agotamiento.

—Empezó hace un mes —dijo Johanna—, durante la visita de mi amigo Tom, te hablé de él por teléfono…

—¿Tom, el arqueólogo australiano que está haciendo excavaciones en Luxor? ¿Ese que es compañero de uno al que han matado?

—Sí, pero es neozelandés y está haciendo excavaciones en Pompeya. Es anticuario, no egiptólogo.

—¿Anticuario? —preguntó Isabelle—. ¿Vende sus hallazgos?

—¡No, Isa! En nuestra jerga, un anticuario es un arqueólogo especializado en la Antigüedad.

—¡Vale! Ya lo he entendido.

—Resumiendo, una mañana, Romane se levanta muy pálida, no quiere desayunar, tiene náuseas. El médico del pueblo diagnostica una gastroenteritis. Esperamos a que aquello pasara, se quedó en casa descansando, Tom y yo la atendimos, y luego él volvió a Nápoles.

—¿Y después?

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