Read La maravillosa historia de Peter Schlemihl Online
Authors: Adelbert von Chamisso
Tags: #Cuento, Fantástico, Aventuras
• Aparición de una importante producción en algunas literaturas medievales, principalmente España, Francia, y, en menor medida, Alemania.
• Nueva concentración de autores satíricos durante el Renacimiento, siendo los núcleos principales de este resurgimiento España y Francia otra vez.
• El Siglo de Oro español y el gran siglo francés.
• Finalmente, una importante acumulación de autores y obras de esta clase localizada ahora en Inglaterra.
Este esquema, que tiene todos los defectos de un resumen, pero también sus virtudes, nos da una visión de los clásicos del género a partir de la cual, y tomándola como base, puede el interesado internarse en caminos vecinales en los que sin duda hallará sorpresas agradables.
En cuanto a la novela, y en relación con la sátira, queremos apuntar que las dos tradiciones más importantes son la picaresca y la cervantina, de las que ya hemos hablado. En ambas tradiciones se da el germen de cuanto luego podemos ver en otras lenguas.
Terminemos con unas breves consideraciones relativas al siglo XIX para mencionar, sobre todo, uno de los modernos modos de expresión en los que la intención satírica ha encontrado un acomodo ideal: el periodismo.
Algunas consideraciones relativas al siglo XIX
Sería imposible resumir con la brevedad que queremos los aspectos satíricos de la literatura de este siglo. No olvidemos que se trata del siglo de oro de la novela, y que si bien es difícil que una novela sea satírica todo el tiempo, es fácil encontrar en muchas de ellas zonas o capítulos que sí lo son. Por eso, el rastreo o búsqueda de estos elementos exigiría un estudio minucioso en exceso que ocuparía al menos un volumen. Renunciamos a ello remitiendo al interesado a la abundante bibliografía que esta colección, número a número, va proporcionando.
No queremos, sin embargo, cerrar esta introducción sin aludir a uno de los sistemas de significación antes mencionado: el periodismo.
Si bien es cierto que las primeras formas de periodismo (en el sentido de publicación periódica) aparecen hacia el siglo XV en forma de almanaques anuales o calendarios astrológicos, tendremos que llegar a los principios del siglo XIX para encontrar el correlato moderno de este sistema. No corresponde a este trabajo esbozar la historia del periodismo, pero sí hacer constar que sobre su soporte se han construido algunas de las piezas satíricas más notables de la época moderna.
El artículo periodístico reúne las condiciones precisas que exige una sátira eficaz: ha de ser breve, exacto, directo y conceptual. Desde la aparición de los periódicos, en el sentido moderno del término, en el siglo pasado, no ha habido escritor que no se haya sentido tentado por este modo de comunicación. Su servidumbre es su fugacidad, pero en eso radica también su grandeza. La pluma satírica de los periódicos sabe que por ocuparse de temas pasajeros, excesivamente coyunturales, su producción no pasará a la posteridad. Pero pese a todo, cumple una función que difícilmente podría desarrollarse en otro medio.
El genio satírico del periodismo español del siglo XIX es Mariano José de Larra (1809-1837). Sus artículos han merecido pasar a la posteridad en forma de volumen, escapando así a la muerte rápida propia del medio. Pertenece también a la vertiente pesimista de la sátira magistralmente expuesta en sus artículos de costumbres, pero también en los de tema político.
Hemos querido citarlo para cerrar este trabajo como uno de los máximos representantes de esta nueva forma de la sátira que se apoya en el fenómeno moderno del periódico. Desde él y hasta nuestros días, en todas las lenguas, la literatura satírica se ha engrandecido con aquellos autores que, bien de forma ocasional o periódica, han elegido este medio de expresión para denunciar todo aquello que en el hombre, y en las instituciones creadas por él, sigue siendo motivo de risa, aun cuando se trate de una risa triste y de tenebrosas resonancias.
«La risa
—volvemos a Baudelaire—
es satánica; se trata, pues, de algo profundamente humano.»
Juan José Millas
Entre nuestros libros escolares había uno que, pese a su aspecto exterior, tan sobrio y amenazadoramente objetivo como el de cualquier otro manual o compendio, destacaba entre todos los demás por el carácter amable y accesible del contenido. Era —¡cosa curiosa!— un libro divertido; sin el menor episodio fastidioso, estaba repleto, de cabo a rabo, de cosas agradables y fascinadoras, perceptibles de inmediato. Lo leíamos sin la menor coacción y, sólo para nuestro placer, anticipábamos curiosos lo que tenía que ofrecernos, antes de que correspondiese estudiarlo conjuntamente en la clase; las lecciones durante las cuales ocupaba el atril carecían de toda peligrosidad y eran casi una fiesta; los ejercicios que de él se sacaban se nos antojaban fáciles y placenteros, las preguntas a que daba lugar las respondíamos ávidos y con la voz conmovida, y aquel de nuestros compañeros que se mostraba indiferente o inhábil, aunque pudiera mostrarse —¿no es cierto?— apto en cualquier otro terreno especializado, nos parecía que, a la larga, sólo podía ser un tipo grosero.
Ese libro, que una mano más dulce y bondadosa que la que nos gobernaba habitualmente debía de haber añadido a las materias prescriptas, se llamaba simplemente
Lecturas Alemanas
. Se nos daba única y exclusivamente con el fin de que echásemos un primer vistazo a nuestra lengua, a nuestro idioma materno… o más bien para que percibiésemos cómo se contempla sonriente a sí mismo en el poema. En abigarrada mezcolanza, el libro reunía una serie de bonitas historias en rítmicos versos o en noble prosa, y si hoy cayese de nuevo en nuestras manos… apuesto a que sabríamos dar con nuestra fábula preferida de entonces sin necesidad de hojear demasiado el libro.
Había, por ejemplo, la chistosa balada de uno que se sentía sorprendido por demás de que la trenza le colgase por detrás… y quería cambiar tal situación. Figuraba asimismo en el libro la anécdota grave y risueña del «Parlamento de Szekel», y se nos antoja que su ágil e impecable construcción en tercetos, con el verso aislado que lo completa todo tan felizmente al final, nos proporcionó una primera idea de perfección y de maestría. No muy lejos se encontraba la bonita loa sobre una anciana lavandera… ¡y qué encanto se apoderaba de nuestro corazón cada vez que emprendíamos la estrofa final!:
«Y yo, en mi noche, quise…»
Temblorosas manchas de Sol, así nos lo parecía, jugaban sobre cierta página, esforzándose por sacar a la luz una fechoría ya olvidada. Dilatados versos contaban la
Historia de Abdallah y los ochenta camellos
. El derviche se le acercó (tanto más fantasmagórico a nuestros ojos cuanto que no sabíamos con demasiada exactitud qué era un derviche) y Abdallah pasaba de ser inmensamente rico a ser un mendigo ciego en un solo día, por culpa de su codicia. Estaba también la tremenda y tan peregrina historia de
El barbero justo
. La infantil señorita gigante barría con sus manos, en su pañuelito extendido, al campesino y su arado. Las valerosas mujeres de Winsperg llevaban a sus maridos a cuestas y los ponían en la puerta. Y capítulo tras capítulo, en rimas que se sucedían ágiles y contundentes, se desenvolvía el mágico poema fantástico del primo Anselmo y su ingratitud.
Detrás de todos aquellos cuentos, como creador de los mismos, constaba un nombre que sonaba a extranjero: Chamisso. Y volvimos a hallarlo en las adornadas tapas de un libro que sacamos de la vitrina situada en el salón de fumar de nuestra casa. La verdad es que en él había cosas que el amable libro escolar no nos había ofrecido, algunas eran tan horrorosas como la leyenda del burgo sumergido, nuestro poema predilecto durante largo tiempo, relacionado con la «adúltera descarada», que tenía realmente el descaro de andar por todas partes con zapatos hechos de pan de trigo; y la mujerona nos parecía tanto más endiablada cuanto que no sabíamos muy bien lo que era una adúltera. Son primeras impresiones e ideas, extrañamente deformadas por una imaginación pueril e inmadura. ¿Acaso no soñábamos puntualmente cuando teníamos indigestión, con los horrores de los hombres de la montaña de Zopten? Entonces éramos nosotros mismos quienes, en lugar del piadoso Johannes Beer de Schweidnitz, nos topábamos con los tres flacos pecadores en torno a la mesa redonda, en la sala de negros cortinajes bajo la luz mortecina de la lámpara: veíamos entreabrirse las cortinas, tras las cuales se amontonaban horriblemente los restos de sus malas acciones, esqueletos y cráneos, y entendíamos el latín lo suficiente como para ponérsenos la carne de gallina cuando los tres malhechores balbuceaban su monótono:
«hic nulla, nulla pax»
Hoy repasamos de nuevo estas estrofas y nuestra admiración no es menor que la de entonces. ¡Qué trabajo tan bien hecho! ¡Qué conciso y lleno de vida ese diálogo indirecto uncido al verso! ¡Con qué económica sabiduría se eligen y aplican los recursos del lenguaje apropiados para infundir terror y espanto! El frío y horrendo hálito de aquel lugar peligroso, la obstinada y temblorosa congoja de los malditos, su balbuceo, su castañeteo de dientes, su estremecimiento, su silencio, su denuncia, su espanto y su enmudecimiento… ¡qué soberbio es todo ello!… Pero al caer la noche, permanecíamos sentados tranquilamente en el butacón y escuchábamos absortos cómo nuestra madre interpretaba al piano las dulces piezas del cancionero del
Amor y vida de las mujeres
. Y el poeta cuyo nombre descubrimos a tan temprana edad, el escritor alemán que se presenta a nuestros muchachos como primer modelo válido, era un extranjero, un hombre de otro país, junto a cuya cuna sonaron canciones francesas. El aire, el agua y los alimentos de Francia formaron su cuerpo, el ritmo de la lengua francesa sostuvo todas sus ideas y sensaciones hasta que fue un adolescente. Sólo entonces, a los catorce años, vino a nuestro país. Jamás llegó a expresarse verbalmente con soltura en nuestra lengua. Contaba en francés. Dicen que, al escribir su obra, hasta el último momento exponía sus inspiraciones en voz alta sirviéndose del francés, antes de verterlas en versos… y el resultado era, sin embargo, magistral poesía alemana.
Esto es asombroso… más aún, es inaudito. Se han dado casos de intelectuales que, atraídos por el genio de un pueblo extranjero, cambiaron de nacionalidad, se sumergieron de lleno en los problemas, las ideas de la raza elegida por afinidad y aprendieron a manejar la pluma con propiedad e incluso con elegancia en una lengua que no era la de sus padres. ¡Pero qué es la corrección, qué es la elegancia frente a la profunda familiarización con las recónditas sutilezas y secretos de una lengua, frente a aquella sublime destreza en lo que atañe al tono y al movimiento, al efecto reflejo de las palabras entre sí, a su gusto sensual, a su valor dinámico, estilístico, curioso, irónico, patético, a la maestría —para condensar en una palabra lo que es imposible analizar— en el suave y vigoroso instrumento que es el lenguaje, esa maestría que define al artista literario y que el poeta necesita! Aquel que lleva dentro, como algo innato, la vocación de enriquecer un día la literatura de su pueblo, tiene que hallarse imbuido de su lengua en edad temprana y de manera especial. La palabra, que está ahí, que pertenece a todos y que sin embargo parece pertenecerle a él en un sentido más íntimo y afortunado que a cualquier otro, será su primer asombro, su más temprano goce, su orgullo infantil, el objeto de sus ejercicios secretos y no ensalzados, la fuente de su vaga e inusitada superioridad. A los catorce años, en lo que respecta a una relación individual e insólita con la palabra, pueden haberse producido ya en silencio ciertos hechos preparatorios. ¡Y verse a esa edad trasplantado entre gente extranjera, en una zona de idioma y de mentalidad distintos! Si dentro de él existía una simpatía latente, si la adaptación interior al ritmo alemán, a las leyes del pensamiento alemán, se consumó de un modo inconsciente e involuntario, aun en este caso, ¡cuán obligado fue luchar y competir por el favor de nuestra lengua, para convertir a un muchacho francés en un poeta alemán!
Pero él mismo vaciló largo tiempo, y largo tiempo consideró una osadía creerse seriamente un miembro de Parnaso alemán. Tiene cuarenta y un años cuando escribe a un amigo francés:
«Cuando éramos chiquillos, yo tenía que llegar a ser poeta y tú también hacías versos alemanes. ¿Acaso has dejado caer las alas en este aspecto? Yo no del todo. Canto todavía una canción, si se me ocurre, e incluso colecciono esas rosas de temporada en un herbario para mí y para mis amores futuros; pero todo queda entre las cuatro paredes, como debe ser.»
Cuatro años más tarde, a la hermana de Varnhagen:
«Que no he sido ni soy un poeta, está comprobado, pero esto no excluye la intención.»
Y sólo al año siguiente (1828), ante la creciente atención del público:
«Casi estoy por creer que soy un poeta alemán.»
Se percibe en su voz el orgullo, la felicidad todavía incierta con que siente la corona de laurel sobre la frente, el respeto ante la dignidad que el aplauso de la nación le obliga a adoptar. Un poeta alemán: por entonces esto era ser algo en el Mundo. La noción de pueblo de poetas y pensadores estaba en plena vigencia. El romanticismo había imprimido su sello al concepto europeo de poesía. Poesía… era romanticismo. Pero romántico… equivalía a alemán. Es notable la equiparación de los conceptos «ser poeta» y «hacer versos alemanes», efectuada con tanta facilidad en el citado pasaje epistolar. Nunca un epíteto se fundió tan íntimamente con su substantivo como en la expresión «poeta alemán». Ser alemán equivalía casi a ser poeta. Más aún: ser poeta ya casi implicaba ser ya alemán. Esto ayuda a explicar el hecho sorprendente de que el talento poético de un extranjero llegara a echar raíces tan felizmente en el dominio de la lengua alemana.