Principios de septiembre.
En Molching hacía frío el día que empezó la guerra y aumentó mi volumen de trabajo.
En el mundo no se hablaba de otra cosa.
Los titulares de los periódicos se deleitaban con ello.
La voz del Führer clamaba en las radios alemanas. No nos rendiremos. No descansaremos. Venceremos. Ha llegado nuestra hora.
Se había iniciado la invasión alemana de Polonia y la gente se reunía en cualquier lugar para escuchar las noticias. Münchenstrasse, como otras muchas calles principales de Alemania, se animó con la guerra. Su olor, su voz. El racionamiento había empezado unos días antes —se lo esperaban— y ahora ya era oficial. Gran Bretaña y Francia habían declarado la guerra a Alemania. Apropiándome de una frase de Hans Hubermann:
Empieza la diversión.
El día del anuncio, Hans tuvo la suerte de estar ocupado con un trabajo. De camino a casa, recogió un periódico que alguien había abandonado y, en vez de detenerse para embutirlo entre los botes de pintura del carro, lo dobló y se lo metió debajo de la camisa. Cuando llegó a casa y lo sacó, el sudor había estampado la tinta sobre su piel. El diario acabó en la mesa, pero llevaba las noticias grabadas en el pecho, como un tatuaje. Se abrió la camisa y se miró bajo la tenue luz de la cocina.
—¿Qué pone? —preguntó Liesel, mirando los trazos negros de la piel y el periódico sobre la mesa.
—«Hitler toma Polonia» —contestó, y Hans Hubermann se desplomó en una silla—.
Deutschland über Alles
—musitó, pero en su voz no había ni un remoto rastro de patriotismo.
Ahí estaba otra vez esa cara: su cara de acordeón.
Había estallado una guerra.
Liesel pronto se encontraría envuelta en otra.
Casi un mes después de reemprender las clases en el colegio, la pasaron al curso que le tocaba. Tal vez creas que se debió a sus progresos en lectura, pero no fue así. A pesar de sus adelantos, seguía leyendo con dificultades. Las frases se desparramaban por todas partes. Las palabras le jugaban malas pasadas. El cambio de curso se debió a que el desarrollo de la clase de los pequeños se había empezado a ver afectado. Contestaba las preguntas dirigidas a otros niños y gritaba. Y alguna que otra vez había recibido en el pasillo lo que se conocía como un
Watschen
(pronunciado «varchen»).
DEFINICIÓN
Watschen
= un buen azote
La profesora, que resultó ser una monja, la aceptó en su clase, la sentó en una silla a un lado y le dijo que se estuviera calladita. Desde el otro extremo, Rudy la miró y la saludó con la mano. Liesel le devolvió el saludo e intentó no sonreír.
En casa, el padre y ella ya tenían muy avanzada la lectura del
Manual del sepulturero
. Hacía un círculo alrededor de las palabras que no entendía y se las llevaba al sótano al día siguiente. Liesel creyó que sería suficiente. No fue suficiente.
A principios de noviembre, en el colegio les hicieron algunos exámenes para evaluar sus progresos. Uno de ellos se centraba en la capacidad lectora. Cada niño debía leer delante de toda la clase el párrafo que la profesora indicara. Era una mañana helada, pero relucía el sol. Los niños se restregaban los ojos. Una aureola circundaba a la monja, la hermana Maria, que parecía la Parca. (Por cierto, me gusta el concepto humano de la Parca. Me gusta lo de la guadaña. Me parece gracioso.)
En la clase, empezaron a decir los nombres al azar.
—Waldenheim, Lehmann, Steiner.
Todos se levantaban y leían según sus variadas competencias. Rudy era sorprendentemente bueno.
Liesel esperó sentada con una mezcla de emoción asfixiante y temor atroz durante todo el examen. Deseaba ponerse a prueba con todas sus fuerzas, descubrir de una vez por todas a qué ritmo avanzaba su aprendizaje. ¿Daría la talla? ¿Estaría a la altura de Rudy y los demás?
Cada vez que la hermana Maria miraba la lista, un manojo de nervios se tensaba alrededor de sus costillas. Había empezado en el estómago, pero se había ido abriendo paso hacia arriba y pronto le rodearía el cuello.
Cuando Tommy Müller finalizó su mediocre intervención, Liesel miró a su alrededor. Todo el mundo había leído. Sólo quedaba ella.
—Muy bien —la hermana María asintió con la cabeza, repasando la lista—. Ya estamos todos.
¿Qué?
—¡No!
Del fondo de la clase emergió una voz. Era la de un chico de pelo color limón con huesudas rodillas que no dejaban de castañetear bajo el escritorio, enfundadas en unos pantalones.
—Hermana Maria, creo que se ha saltado a Liesel —la corrigió, levantando la mano.
La hermana Maria.
No parecía demasiado complacida.
Dejó caer la carpeta sobre la mesa que tenía delante y escudriñó a Rudy con resignada desaprobación. Casi melancólica. ¿Por qué, se lamentó, tenía que aguantar a Rudy Steiner? ¿Es que ese niño no podía tener la boca cerrada? Por amor de Dios, ¿por qué?
—No —contestó terminante. Su barriguilla se inclinó hacia delante junto con el resto del cuerpo—. Me temo que Liesel no puede hacerlo, Rudy —la profesora la miró, buscando su aprobación—. Ya me leerá luego, aparte.
La niña se aclaró la garganta.
—Puedo hacerlo ahora, hermana —repuso Liesel con voz baja y desafiante.
La mayoría de los niños observaban en silencio. Unos cuantos pusieron en práctica el bello arte infantil de la risa tonta.
A la hermana se le acabó la paciencia.
—¡No, no puedes…! ¿Qué estás haciendo?
Pues Liesel se había levantado y avanzaba lentamente, tiesa como un palo, hacia el frente de la clase. Recogió el libro y lo abrió por una página al azar.
—Muy bien —accedió la hermana Maria—. ¿Quieres hacerlo? Hazlo.
—Sí, hermana.
Tras una breve mirada a Rudy, Liesel bajó los ojos y estudió la página.
Cuando volvió a levantar la vista, primero vio la habitación hecha pedazos y al instante recompuesta. Todos los niños estaban impresionados, justo ante sus ojos, y en un momento de gloria se imaginó leyendo la página con total fluidez y sin cometer un solo error, triunfante.
PALABRA CLAVE
«Imaginó»
—¡Vamos, Liesel!
Rudy rompió el silencio.
La ladrona de libros volvió a mirar las letras.
Vamos. Esta vez Rudy sólo musitó. Vamos, Liesel.
Sus latidos eran cada vez más fuertes. Las frases se desdibujaban.
De repente, la página blanca parecía escrita en otro idioma, y no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. Ni siquiera podía distinguir las palabras.
Y el sol. Ese maldito sol. Irrumpió en la clase por la ventana —esquirlas de cristal se esparcieron por todas partes— e iluminó directamente a la impotente niña para gritarle en la cara: ¡Sabes robar libros, pero no sabes leer!
Se le ocurrió una solución.
Respira que te respira, empezó a leer, pero no el libro que tenía delante, sino un extracto del
Manual del sepulturero
. Capítulo tres: «En caso de nieve». Lo había memorizado al oír a su padre.
—En caso de nieve procure utilizar una buena pala —leyó—. Ha de cavar hondo, no se desanime. No hay forma de ahorrarse el trabajo —volvió a tomar un rebujo de aire—. Por descontado, siempre es más sencillo esperar a la hora más cálida del día, cuando…
Se acabó.
Le arrancaron el libro de las manos.
—Liesel, al pasillo —le ordenaron.
Mientras le propinaban un pequeño
Watschen
, tras la mano castigadora de la hermana Maria oyó a los demás riéndose en clase. Los vio. Los niños impresionados. Burlándose y carcajeándose. Bañados por la luz del sol. Todo el mundo se reía menos Rudy.
En el patio, siguieron mofándose de Liesel. Un chico llamado Ludwig Schmeikl se acercó a ella con un libro.
—Eh, Liesel —la llamó—, no entiendo esta palabra, ¿podrías leérmela? —le pidió, y se echó a reír con una petulante risotada de diez años.
—
Dummkopf
, imbécil.
Se empezaban a formar nubes, gruesas y desmañadas, y unos niños corearon su nombre para hacerla rabiar.
—No les hagas caso —le aconsejó Rudy.
—Qué fácil es decirlo, tú no eres el tonto de la clase.
Hacia el final de la hora del patio, el recuento total de comentarios sumaba diecinueve. Al vigésimo, estalló. Fue Schmeikl, que había vuelto a por más.
—Vamos, Liesel —le metió el libro debajo de la nariz—. Échame una mano, anda.
Liesel se la echó, y bien echada.
Se levantó, cogió el libro, y mientras el chico volvía la cara para sonreír a los otros niños, Liesel lo empujó y le dio una patada con todas sus fuerzas en las inmediaciones de la ingle.
En fin, como ya imaginarás, Ludwig Schmeikl se retorció y, al hacerlo, recibió un puñetazo en la oreja. Cuando cayó al suelo, lo abofeteó y arañó hasta que quedó anulado por una niña completamente consumida por la rabia. La piel del chico era cálida y suave, al contrario de los nudillos y las uñas de Liesel, dignos de temer a pesar de su tamaño.
—
Saukerl
—también lo arañó con la voz—.
Arschloch
. ¿Por qué no me deletreas
Arschloch
?
Ay, cómo se apelotonaron las aborregadas nubes en el cielo.
Grandes y gruesas nubes.
Oscuras y plomizas.
Tropezaban unas con otras. Se disculpaban. Continuaban adelante, abriéndose camino.
Los niños se apiñaron en un corro, rápidos como… Bueno, tan rápidos como niños atraídos por la fuerza centrífuga de una pelea. Un mejunje de brazos y piernas, de gritos y ánimos fue espesándose a su alrededor para dar testimonio de cómo Liesel Meminger daba a Ludwig Schmeikl la paliza de su vida.
—¡Jesús, María y José! —se escandalizó una niña, lanzando un chillido—. ¡Va a matarlo!
Liesel no lo mató.
Pero estuvo a punto.
De hecho, lo único que probablemente la detuvo fue el espasmódico, patético y sonriente rostro de Tommy Müller. Todavía rebosante de adrenalina, Liesel lo atisbó sonriendo de manera tan absurda que lo tiró al suelo y también empezó a golpearlo.
—¡¿Qué estás haciendo?! —gritó el niño, y sólo entonces, después del tercer o cuarto bofetón y un hilillo de sangre que le salía de la nariz, Liesel se detuvo.
De rodillas, tomó aire y escuchó los lamentos que llegaban desde debajo de ella. Miró la amalgama de rostros, a izquierda y derecha.