La ladrona de libros (13 page)

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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

BOOK: La ladrona de libros
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—No soy estúpida —sentenció.

Nadie se lo discutió.

La pelea no se retomó hasta que todo el mundo volvió dentro y la hermana Maria vio en qué estado había quedado Ludwig Schmeikl. Rudy y otros cuantos fueron los primeros sobre los que recayeron las sospechas. Siempre estaban metiéndose los unos con los otros. «A ver esas manos», les ordenaron, pero todos las tenían limpias.

—Esto es increíble —masculló la hermana—, ¿dónde se ha visto?

Cuando Liesel dio un paso al frente y le enseñó las manos, allí estaba Ludwig Schmeikl, ansiando que llegara ese momento.

—Al pasillo —le ordenó por segunda vez ese mismo día. De hecho, por segunda vez esa misma hora.

En esta ocasión, no le dio un pequeño
Watschen
. Ni siquiera uno de los medianos. En esta ocasión fue la madre de todos los
Watschen
, un azote tras otro, una vara que iba y venía, así que Liesel apenas pudo sentarse durante una semana. Y ya no se oyeron risas en clase, sino el mudo miedo de los que escuchan atentos.

Al final de ese día de colegio, Liesel volvió a casa acompañada de Rudy y los demás hijos de los Steiner. Al acercarse a Himmelstrasse, el cúmulo de desgracias se apoderó de ella: la lectura fallida del
Manual del sepulturero
, el desmembramiento de su familia, las pesadillas, las humillaciones de ese día… Se sentó en el bordillo y se echó a llorar. Todo se juntaba.

Rudy se detuvo y se quedó a su lado.

Empezó a llover con fuerza.

Kurt Steiner los llamó, pero ninguno de los dos se movió. Ella se quedó sentada, abrumada por el dolor, bajo los chuzos de punta que caían, y él, a su lado, esperando.

—¿Por qué tuvo que morirse? —preguntó, pero Rudy siguió sin hacer ni decir nada.

Cuando Liesel dejó de llorar y se levantó, Rudy le pasó el brazo por el hombro, como sólo lo hace el mejor amigo, y siguieron caminando. No hubo petición de beso ni nada por el estilo. Considéralo adorable, si te apetece.

Pero no me rompas los huevos.

Eso era lo que estaba pensando, aunque no se lo dijo a Liesel. Sólo se lo confesó cerca de cuatro años después.

Por el momento, Rudy y Liesel caminaban por Himmelstrasse bajo la lluvia.

Él era el chalado que se había pintado de negro y había desafiado al mundo.

Ella, la ladrona de libros sin palabras.

Pero créeme, las palabras estaban de camino, y cuando llegaron, Liesel las sujetó entre las manos como si fueran nubes y las escurrió como si estuvieran empapadas de lluvia.

SEGUNDA PARTE

El hombre que se encogía de hombros

Presenta:

una niña oscura — el placer de los cigarrillos — una trotacalles — correo sin dueño — el cumpleaños de Hitler — cien por cien puro sudor alemán — a las puertas del hurto — y un libro de fuego

Una niña oscura

INFORMACIÓN ESTADÍSTICA

Primer libro sustraído: 13 de enero de 1939.

Segundo libro sustraído: 20 de abril de 1940.

Intervalo entre los mencionados libros sustraídos: 463 días.

En cierto modo, fue el destino.

Verás, puede que la gente diga que la Alemania nazi se construyó sobre la base del antisemitismo, pero todo se habría quedado en nada si los alemanes no hubieran adorado una actividad en particular: la quema.

A los alemanes les encantaba quemar cosas: tiendas, sinagogas, Reichstags, casas, objetos personales, gente caída en desgracia y, por descontado, libros. Disfrutaban de una buena hoguera de libros, lo que proporcionaba a la gente interesada la oportunidad para conseguir ciertas publicaciones que, de otro modo, no habrían tenido. Como ya sabemos, una de las personas con esa clase de inclinaciones era una niñita esquelética llamada Liesel Meminger. Tuvo que esperar 463 días, pero valió la pena. Al final de una tarde llena de emociones, la belleza de la maldad, un tobillo ensangrentado y un sopapo propinado por una mano de confianza, Liesel Meminger consiguió con éxito su segunda historia:
El hombre que se encogía de hombros
. Era un libro azul con letras rojas en la portada y tenía un pequeño dibujo de un cucú debajo del título, también en rojo. Cuando pensaba en el pasado, Liesel no se avergonzaba de haberlo robado. Por el contrario, el orgullo era lo que más se parecía a lo que sentía en el estómago. La rabia y el odio enconado habían alimentado el deseo de robarlo. De hecho, el 20 de abril —el cumpleaños del Führer—, cuando rescató el libro de un humeante montón de cenizas, Liesel era una niña oscura.

La cuestión, por descontado, debería ser por qué.

¿Por qué estaba tan enfadada?

¿Qué había ocurrido en los últimos cuatro o cinco meses que justificara tal sentimiento?

En resumen, la respuesta iba de Himmelstrasse al Führer, de allí al paradero desconocido de su verdadera madre y vuelta a empezar.

El placer de los cigarrillos

Hacia finales de 1939, Liesel se había adaptado bastante bien a la vida en Molching. Todavía la asaltaban pesadillas donde aparecía su hermano y echaba de menos a su madre, pero ahora también encontró consuelo.

Quería a su padre, Hans Hubermann y, a pesar de los improperios y los ataques verbales, también a su madre adoptiva. Quería y odiaba a su mejor amigo, Rudy Steiner, lo que era del todo normal, y le encantaba ver que sus competencias lectoras y su caligrafía progresaban de manera evidente y que pronto estarían a punto de rayar lo aceptable, a pesar del fiasco en clase. En conjunto todo daba como resultado cierto grado de satisfacción, que iba acumulándose hasta rozar eso que suele llamarse «ser feliz».

LAS CLAVES DE LA FELICIDAD

1. Acabar el
Manual del sepulturero
.

2. Escapar a la ira de la hermana Maria.

3. Recibir dos libros por Navidad.

17 de diciembre.

Recordaba perfectamente la fecha porque fue justo una semana antes de Navidad.

Como era habitual, la pesadilla de cada noche interrumpió su sueño y Hans Hubermann la despertó. La tenía agarrada por el pijama sudado.

—¿El tren? —susurró.

—El tren —confirmó ella.

Liesel inspiró profundamente hasta que estuvo lista y luego empezaron a leer el capítulo once del
Manual del sepulturero
. Lo acabaron poco después de las tres de la madrugada y ya sólo les quedaba el último: «Respetar el camposanto». Hans, con los plateados ojos hinchados por el cansancio y la cara cubierta por una barba incipiente, cerró el libro y esperó los restos del sueño. No llegaron.

No había pasado ni un minuto desde que habían apagado la luz cuando Liesel empezó a hablar a oscuras.

—¿Papá?

Él respondió con un sonido gutural.

—¿Estás despierto, papá?


Ja
.

Se apoyó sobre un codo.

—¿Podemos terminar el libro, por favor?

Se oyó un largo suspiro, una mano rascando la barba y, a continuación, se encendió la luz. Hans abrió el libro y empezó a leer:

—«Capítulo doce: Respetar el camposanto».

Leyeron hasta la madrugada; marcaban con un círculo y escribían las palabras que Liesel no comprendía e iban pasando las páginas hacia el amanecer. En varias ocasiones Hans estuvo a punto de dormirse, sucumbiendo a la hormigueante fatiga de sus ojos y al cansancio mental. Liesel siempre lo sorprendía, pero no era tan generosa como para permitir que se durmiera ni tan susceptible como para sentirse ofendida. Era una niña con una montaña por escalar.

Finalmente, cuando la oscuridad del exterior empezaba a aclararse, acabaron. El último párrafo decía más o menos lo siguiente:

La Asociación de Cementerios de Baviera espera haberlos entretenido e instruido sobre el funcionamiento, las medidas de seguridad y los deberes del sepulturero. Les deseamos una fructífera carrera en las artes funerarias y esperamos que este libro haya podido serles de ayuda.

Cuando cerraron el libro, intercambiaron una mirada furtiva.

—Lo hemos conseguido, ¿eh? —dijo Hans.

Liesel, medio envuelta en la manta, estudió el libro negro que tenía en la mano y las letras plateadas de la portada. Asintió, con la boca seca y apetito madrugador. Fue uno de esos momentos de cansancio perfecto, después de haber superado no sólo el trabajo que tenían entre manos, sino la noche que les había vallado el camino.

Hans estiró los brazos con los puños cerrados y los párpados pesados por el sueño. Esa mañana el cielo no se atrevió ni a lloviznar. Se levantaron y fueron a la cocina. A través de la neblina y la escarcha de la ventana, observaron las vetas de luz rosada sobre los montículos de nieve que se acumulaban en los tejados de Himmelstrasse.

—Mira qué colores —comentó el padre.

Cómo no va a gustarle a alguien un hombre que no sólo se fija en los colores, sino que además los comenta.

Liesel todavía llevaba el libro. Lo estrechó con más fuerza cuando la nieve se volvió anaranjada. Vio un niño pequeño sentado en uno de los tejados, contemplando el cielo.

—Se llamaba Werner —dijo.

Las palabras salieron de su boca por voluntad propia.

—Ya —contestó el padre.

No hubo más exámenes de lectura en el colegio, pero Liesel iba ganando confianza poco a poco, y una mañana antes de que comenzaran las clases cogió un libro de texto olvidado para ver si podía leerlo sin problemas. Consiguió leer todas las palabras, aunque todavía iba más despacio que sus compañeros. Se dio cuenta de que era mucho más fácil hallarse a las puertas de algo que haberlas cruzado. Aún le llevaría un tiempo.

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