El vocabulario de su nuevo hogar se le pegaba rápido.
ALGUNOS DATOS SOBRE
RUDY STEINER
Era ocho meses mayor que Liesel y tenía piernas esqueléticas, dientes afilados, ojos azules desproporcionados y el pelo de color limón.
Era uno de los seis Steiner, y tenía hambre a todas horas.
En Himmelstrasse se le consideraba un poco alocado.
Esto se debía a un suceso del que rara vez se hablaba, pero al que todo el mundo se refería como «el incidente Jesse Owens»: una noche se había pintado de negro carbón y había corrido los cien metros en el estadio local.
Cuerdo o no, Rudy estaba destinado a ser el mejor amigo de Liesel. Todo el mundo sabe que una bola de nieve en la cara es el comienzo perfecto de una amistad duradera.
Poco después de empezar el colegio, Liesel hacía el camino hasta la escuela con los Steiner. La madre de Rudy, Barbara, había hecho prometer a su hijo que acompañaría a la niña nueva, sobre todo después de haber oído hablar de la bola de nieve. Dicho sea en su favor, a Rudy no le importó obedecer ya que distaba mucho de ser el típico chico misógino. Al contrario, las chicas le gustaban mucho y, por tanto, Liesel también (de ahí la bola de nieve). De hecho, Rudy Steiner era uno de esos mamoncetes descarados que se las daba de entendido en mujeres. En la infancia suele haber un joven de este tipo. Es el típico chico que se niega a temer al otro sexo sólo porque los demás sí lo hacen, el típico chico al que no le da miedo tomar decisiones. En este caso, Rudy tenía ideas claras con respecto a Liesel Meminger.
De camino al colegio intentó enseñarle los lugares más importantes de la ciudad por los que pasaban o, al menos, intentó colarlos de alguna manera en la conversación entre las exhortaciones a sus hermanas pequeñas para que cerraran el pico y las que recibía de los mayores para que él cerrara el suyo. El primer lugar de interés era una pequeña ventana de la segunda planta de un bloque de pisos.
—Ahí vive Tommy Müller —se dio cuenta de que Liesel no lo recordaba—. El de los tics. Cuando tenía cinco años, se perdió en el mercado el día más frío del año. Cuando lo encontraron tres horas después, estaba congelado y le dolían mucho los oídos. Al cabo de un tiempo vieron que se le habían infectado y, como tuvieron que operarle tres o cuatro veces, los médicos le hicieron polvo los nervios. Por eso ahora le dan tics.
—Y es malo jugando al fútbol —metió baza Liesel.
—El peor.
El siguiente era la tienda de la esquina, al final de Himmelstrasse. La tienda de frau Diller.
AVISO IMPORTANTE SOBRE
FRAU DILLER
Tenía una regla de oro.
Frau Diller era una mujer mordaz, con gafas de gruesos cristales y una mirada cruel y fulminante. Había perfeccionado esa mirada malévola para desalentar a todo aquel que pretendiera robar en su tienda, que regentaba con porte militar, voz helada y un aliento que incluso olía a «
heil
Hitler». La tienda era blanca, fría y desangelada. La pequeña casa que quedaba comprimida al lado temblaba más que el resto de los edificios de Himmelstrasse. Frau Diller transmitía esa sensación y la despachaba como la única mercancía gratis que podía encontrarse en su establecimiento. Vivía para la tienda y la tienda vivía para el Tercer Reich. Incluso cuando empezó el racionamiento a finales de año, se sabía que vendía bajo mano ciertos artículos difíciles de encontrar y que donaba el dinero al Partido Nazi. En la pared detrás de su asiento había una foto enmarcada del Führer. Si entrabas en la tienda y no saludabas con un «
heil
Hitler», lo más probable era que no te atendiera. Al pasar por ahí, Rudy le llamó la atención a Liesel sobre los ojos a prueba de balas que los escudriñaban a través del escaparate.
—Si quieres pasar de la puerta, di
heil
cuando entres —le advirtió, muy serio.
Cuando ya se habían alejado bastante del comercio, Liesel se volvió y vio que los ojos enormes seguían allí, pegados al cristal del escaparate.
Al doblar la esquina, Münchenstrasse (la calle principal, por la que se entraba y salía de Molching) estaba cubierta de barro.
Como era habitual, varias hileras de soldados que estaban entrenándose marchaban por la calle. Los uniformes caminaban derechos y las botas negras contribuían a ensuciar la nieve aún más. Todos miraban al frente, concentrados.
Cuando los soldados hubieron desaparecido, los Steiner y Liesel pasaron por delante de varios escaparates y del imponente ayuntamiento, que años después sería rebanado a la altura de las rodillas y enterrado. Había varias tiendas abandonadas todavía marcadas con estrellas amarillas y comentarios antisemitas. Más allá la iglesia, cuyo tejado de elaborados azulejos apuntaba al cielo. En general, la calle era un alargado tubo gris, un pasillo húmedo lleno de gente encorvada por el frío y salpicado de tenues pisadas.
Al llegar a cierta altura, Rudy se adelantó a la carrera, arrastrando a Liesel consigo.
Llamó al escaparate de la tienda del sastre.
Si Liesel hubiera sabido leer, habría comprendido que pertenecía al padre de Rudy. La tienda todavía no estaba abierta, pero un hombre disponía las prendas en el interior, detrás del mostrador. El hombre levantó la cabeza y saludó con la mano.
—Mi padre —le informó Rudy.
Instantes después se encontraron en medio de una marea de Steiner de distintas alturas que saludaban con la mano, enviaban besos a su padre o saludaban circunspectos con la cabeza (en el caso de los mayores). Luego se dirigieron al último sitio de interés antes de llegar al colegio.
LA ÚLTIMA PARADA
La calle de las estrellas amarillas.
Era un lugar en el que nadie quería detenerse a mirar, pero casi todo el mundo lo hacía. En la calle, con forma de brazo largo y roto, se alzaban varias casas de ventanas rotas y paredes desconchadas. La estrella de David estaba pintada en las puertas. Esas casas parecían leprosas, llagas infectadas que corrompían el terreno alemán.
—Schiller Strasse —anunció Rudy—, la calle de las estrellas amarillas.
Al otro extremo había gente que iba de un lado para otro. La llovizna les confería el aspecto de fantasmas; ya no eran humanos, sino formas que iban y venían bajo las nubes plomizas.
—Venga, vosotros dos —los llamó Kurt (el mayor de los Steiner).
Rudy y Liesel se acercaron corriendo.
En el colegio, Rudy intentaba reunirse con Liesel durante el recreo. No le importaba que los otros se burlaran de la estupidez de la niña nueva. Liesel pudo contar con él desde el principio y más adelante, cuando la frustración de la niña se desbordó. Sin embargo, Rudy no lo hacía de forma desinteresada.
¿HAY ALGO PEOR QUE
UN CHICO QUE TE ODIE?
Un chico que te quiera.