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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (4 page)

BOOK: La ladrona de libros
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Todavía sin creérselo empezó a cavar. No podía estar muerto. No podía estar muerto. No podía…

En cuestión de segundos, la nieve le había cortado las manos.

La sangre helada se agrietaba manchándole la piel.

No se dio cuenta de que su madre había vuelto a buscarla, hasta que sintió su mano esquelética sobre el hombro. Se la llevó a rastras. Un grito cálido inundó su garganta.

UNA PEQUEÑA IMAGEN

TAL VEZ A UNOS VEINTE METROS

Cuando dejó de arrastrarla, la madre y la niña se detuvieron a respirar.

Había algo negro y rectangular incrustado en la nieve.

Sólo la niña lo vio.

Se agachó, lo recogió y lo sostuvo con firmeza.

El libro tenía impresas unas letras plateadas.

Se cogieron de la mano.

Tras un adiós definitivo empapado de agua, dieron media vuelta y abandonaron el cementerio, aunque volvieron la vista atrás varias veces.

En cuanto a mí, me quedé un poco más.

Les dije adiós.

Nadie me devolvió el saludo.

Madre e hija se alejaron del cementerio y se dirigieron hacia la estación para tomar el siguiente tren a Munich.

Ambas estaban pálidas y esqueléticas.

Ambas tenían llagas en los labios.

Liesel lo vio al mirarse en la ventanilla sucia y empañada del tren, cuando subieron poco antes del mediodía. Tal y como escribió la propia ladrona de libros, el viaje continuó como si «todo» hubiera pasado.

Cuando el tren se detuvo en la
Bahnhof
de Munich, los pasajeros se desparramaron como si se hubieran soltado al romperse un paquete. Había gente de toda clase y condición, pero los más fáciles de reconocer eran los pobres. Los necesitados intentan no detenerse nunca, como si ir de aquí para allá fuera a ayudarles. Ignoran que una nueva versión del problema de siempre les aguarda al final del viaje: ese pariente al que da vergüenza besar.

Creo que su madre lo sabía muy bien. No iba a entregar sus hijos a los altos estamentos de Munich, sino a un hogar de acogida que según parecía habían encontrado. Por lo menos, la nueva familia los alimentaría un poco mejor y los educaría como era debido.

El niño.

Liesel estaba convencida de que su madre llevaba a cuestas el recuerdo de su hermano. Lo dejó caer al suelo. Vio cómo los pies, las piernas y el cuerpo del niño se estampaban contra el andén.

¿Cómo podía andar esa mujer?

¿Cómo podía moverse?

Es el tipo de cosas que nunca sabré o llegaré a comprender: de qué son capaces los humanos.

La mujer lo recogió y siguió caminando con la niña a su lado.

Se cruzaron con las autoridades, y las preguntas sobre la demora y el niño les obligaron a levantar sus vulnerables cabezas. Liesel se quedó en un rincón de la pequeña y polvorienta oficina mientras su madre, sentada en una silla muy dura, se aferraba a sus pensamientos.

Llegó el caos de la despedida.

Fue un adiós bañado en lágrimas, la cabeza de la niña escondida en los bajos gastados del abrigo de lana de su madre. Otra vez tuvieron que arrastrarla.

Más allá de las afueras de Munich, había una pequeña ciudad llamada Molching. Allí la llevaban, a un lugar llamado Himmelstrasse.

UNA TRADUCCIÓN

Himmel
= Cielo

Quien fuera que bautizó la calle, sin duda poseía un gran sentido del humor. No es que fuera el infierno, no, pero desde luego no era el cielo.

Pese a todo, los padres de acogida de Liesel estaban esperando.

Los Hubermann.

Esperaban a un niño y una niña, por cuya manutención recibirían una pequeña mensualidad. Nadie quería decirle a Rosa Hubermann que el niño no había sobrevivido al viaje. En realidad, nadie quería decirle nunca nada a Rosa. En lo que se refiere al temperamento, el suyo no era precisamente envidiable, si bien tenía un buen expediente en cuanto a niños acogidos en el pasado. Por lo visto, había enderezado a unos cuantos.

Liesel viajó en coche.

Nunca había subido a un coche.

Se le revolvió el estómago durante todo el viaje y mantuvo la fútil esperanza de que se perdieran o cambiaran de opinión. No podía evitar imaginarse a su madre una y otra vez, en la
Bahnhof
, esperando el nuevo viaje. Temblando. Enfundada en ese abrigo inútil. Debía de estar mordiéndose las uñas mientras llegaba el tren, en el andén largo e inhóspito, una rebanada de cemento frío. Ya en el viaje de vuelta, ¿estaría atenta al aproximarse al lugar donde estaba enterrado su hijo? ¿O sería el sueño demasiado pesado?

El coche seguía su camino mientras Liesel temía que llegara la última y funesta curva.

El día era gris, el color de Europa.

Una cortina de lluvia se cerraba sobre el coche.

—Ya casi estamos —la señora del servicio de acogida, frau Heinrich, se volvió y sonrió—.
Dein neues Heim
. Tu nuevo hogar.

Liesel dibujó una circunferencia en el cristal empañado y miró fuera.

PANORÁMICA DE

HIMMELSTRASSE

Los edificios parecían soldados unos a otros, casitas y bloques de pisos de apariencia nerviosa.

Había nieve sucia en el suelo como si fuera una alfombra.

Había cemento, árboles parecidos a percheros vacíos y un aire gris.

En el coche también iba un hombre que se quedó con la niña mientras frau Heinrich desapareció en el interior. No hablaba. Liesel supuso que estaba allí para asegurarse de que no echaría a correr o para obligarla a entrar si les causaba algún problema. No obstante, más tarde, cuando llegó el problema, se limitó a quedarse sentado y mirar. Tal vez él sólo era el último recurso, la solución definitiva.

Al cabo de unos minutos, salió un hombre muy alto: Hans Hubermann, el padre de acogida de Liesel. A un lado estaba frau Heinrich, de estatura media, y al otro la figura retacona de Rosa Hubermann, que parecía un pequeño armario con un abrigo echado encima. Tenía andares de pato y hubiera podido decirse que era guapa si no fuera por la cara, como de cartón arrugado, y por la expresión de fastidio que parecía expresar que todo aquello rozaba el límite de lo tolerable. Su marido andaba derecho, con un cigarrillo consumiéndose entre los dedos. Los liaba él mismo.

El problema: Liesel no quería bajar del coche.


Was ist los mit dem Kind?
—preguntó Rosa Hubermann y volvió a repetir—. ¿Qué le pasa a esa niña? —asomó la cabeza por la puerta del coche—.
Na, komm. Komm
.

Desplazó el asiento delantero y un pasillo de luz fría la invitó a salir, pero ella siguió sin moverse.

Fuera, a través de la circunferencia que había dibujado en el cristal, Liesel vio los dedos del hombre alto que sostenían el cigarrillo. La ceniza caía de una sacudida y daba muchas vueltas antes de llegar al suelo. Fueron necesarios casi quince minutos para convencerla de que saliera del coche. Sólo lo consiguió el hombre alto.

Con calma.

Después se aferró con fuerza a la puerta de la verja.

Las lágrimas acudieron en tropel a sus ojos tropezando unas con otras, mientras seguía agarrada a la puerta y se negaba a entrar. La gente empezó a formar corrillos en la calle hasta que Rosa Hubermann comenzó a proferir insultos y todo el mundo se volvió por el mismo camino por donde habían venido.

TRADUCCIÓN DEL COMUNICADO

DE ROSA HUBERMANN

¿Qué estáis mirando, imbéciles?

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