La ladrona de libros (42 page)

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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

BOOK: La ladrona de libros
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Liesel le bajó un regalo a Max en Nochebuena: dos puñados de nieve. «Cierra los ojos y abre las manos», le dijo. En cuanto sintió la nieve, Max se estremeció y se echó a reír, pero no abrió los ojos, sino que probó un pedacito. Dejó que se fundiera en sus labios.

—¿Es el parte meteorológico del día?

Liesel se quedó a su lado.

Le tocó un brazo con suavidad.

Max volvió a llevarse la nieve a la boca.

—Gracias, Liesel.

Fue el principio de la mejor Navidad de todos los tiempos. Poco de comer. Nada de regalos. Pero había un muñeco de nieve en el sótano.

Después de entregarle los primeros puñados, Liesel comprobó que no hubiera nadie y empezó a sacar fuera todos los cubos y botes que encontró, llenándolos con la nieve y el hielo que cubrían el pedacito de mundo que era Himmelstrasse. Una vez repletos, los entró en casa y los bajó al sótano.

Hay que ser justo y decir que Liesel fue la primera en lanzarle una bola de nieve a Max, por lo que recibió una de respuesta en la barriga. Max incluso le arrojó una a Hans Hubermann mientras bajaba la escalera del sótano.


Arschloch!
—gritó Hans—. ¡Liesel, pásame un poco de esa nieve! ¡El cubo entero!

Durante unos minutos, lo olvidaron todo. No hubo gritos ni vociferaron más nombres, pero por momentos no conseguían aguantarse la risa. Sólo eran humanos jugando en la nieve, dentro de casa.

Hans miró los cacharros llenos de agua helada.

—¿Qué hacemos con lo que sobra?

—Un muñeco de nieve —propuso Liesel—. Tenemos que hacer un muñeco de nieve.

Hans llamó a Rosa.

Rosa escupió:

—¿Qué pasa,
Saukerl
?

—¡Baja aquí un momento, anda!

Cuando su mujer apareció, Hans Hubermann se jugó la vida al lanzarle una buena bola de nieve. Le pasó rozando y se desintegró al impactar contra la pared, así que Rosa encontró una excusa para maldecir todo lo que quiso sin detenerse a coger aliento. Bajó a ayudarles en cuanto se hubo recuperado. Incluso aportó unos botones para los ojos y la nariz y un trozo de cordel para la sonrisa del muñeco. También un pañuelo y un sombrero para algo que en realidad no superaba el medio metro de altura.

—Un enano —dijo Max.

—¿Qué haremos cuando se derrita? —preguntó Liesel.

Rosa tenía la respuesta.

—Pues lo limpias,
Saumensch
, en un santiamén.

Hans discrepó.

—No se derretirá —se frotó las manos y se las sopló—. Aquí abajo hace un frío de muerte.

Sin embargo, el muñeco de nieve se derritió, aunque siguiera en pie en el interior de todos ellos. Debió de ser lo último que vieron esa Nochebuena antes de quedarse dormidos. Un acordeón en sus oídos, un muñeco de nieve en su retina, y en cuanto a Liesel, una reflexión sobre las últimas palabras de Max antes de dejarlo junto al fuego.

FELICITACIONES NAVIDEÑAS

DE MAX VANDENBURG

«A menudo deseo que todo esto acabe, Liesel, pero entonces, no sé cómo, pasa algo… tú bajas al sótano con un muñeco de nieve en las manos.»

Por desgracia, a partir de esa noche la salud de Max empeoró gravemente. Los primeros signos fueron bastante típicos: frío constante, manos temblorosas, incremento de las fantasías de combate con el Führer… No obstante, sólo se preocupó después de comprobar que no conseguía entrar en calor tras las flexiones y los abdominales. Por muy cerca del fuego que se sentara, su salud no mejoraba. Día tras día, perdía peso. Su tabla de ejercicios lo agotaba y acababa desplomado, con la mejilla pegada contra el desnudo suelo del sótano.

Consiguió aguantar todo enero, pero a principios de febrero Max estaba muy mal. Tenía que hacer un gran esfuerzo para despertarse, ya que si no se quedaba durmiendo junto al fuego hasta bien entrada la mañana, con los labios crispados y los pómulos cada vez más marcados. Cuando le preguntaban, decía que estaba bien.

A mediados de febrero, unos días antes del cumpleaños de Liesel, se acercó a la chimenea al borde del colapso y a punto estuvo de caer directamente sobre las llamas.

—Hans —susurró, con el rostro acalambrado.

Le fallaron las piernas y se golpeó la cabeza contra la funda del acordeón.

Al mismo tiempo que una cuchara de madera caía en la sopa de guisantes, Rosa se plantaba junto a Max. Le sujetó la cabeza y le gritó a Liesel:

—¡No te quedes ahí parada, saca las sábanas de recambio y ponlas en tu cama! ¡Y tú! —le tocaba a Hans—. Ayúdame a levantarlo y a llevarlo a la habitación de Liesel.
Schnell!

En el tenso rostro de Hans se reflejaba la preocupación. Cerró los ojos grises, como si hubieran bajado una persiana metálica, y lo levantó él solo. Max era liviano como un niño.

—¿Lo acostamos aquí o en nuestra cama?

Rosa ya había considerado esa opción.

—No, tenemos que dejar las cortinas abiertas durante el día o levantaremos sospechas.

—Bien pensado.

Hans se lo llevó de allí. Liesel observaba, sábanas en mano. Pies lánguidos y cabello mustio en el pasillo. Se le había caído un zapato.

—Andando.

Rosa cerró la marcha detrás de ellos con sus andares de pato.

Una vez en la cama, fueron apilando sábanas encima de él y remetiéndolas alrededor de su cuerpo.

—Mamá.

Liesel no encontró fuerzas para decir nada más.

—¿Qué? —Rosa Hubermann llevaba el moño tan tirante que por detrás asustaba y dio la impresión de tensarse aún más cuando repitió la pregunta—. ¿Qué quieres, Liesel?

Liesel se acercó, temiendo la respuesta.

—¿Está vivo?

El moño asintió.

Rosa se volvió.

—Escúchame bien, Liesel, no he aceptado a este hombre en mi casa para ver cómo se muere, ¿entendido? —sentenció con gran seguridad.

Liesel asintió con la cabeza.

—Venga, largo.

Su padre la abrazó en el vestíbulo.

Liesel lo necesitaba más que nada en el mundo.

Más tarde, ya entrada la noche, oyó cómo Hans y Rosa hablaban. Rosa la había instalado en la habitación con ellos, por lo que descansaba junto a la cama de matrimonio, en el suelo, en el colchón que habían subido a rastras del sótano. (Al principio les preocupaba que pudiera estar infectado, pero luego llegaron a la conclusión de que esas ideas no tenían fundamento. Lo que había enfermado a Max no era un virus, de modo que lo subieron y cambiaron las sábanas.)

Rosa dijo lo que pensaba, creyendo que la niña estaba dormida.

—Ese maldito muñeco de nieve —murmuró—. Estoy segura de que ese muñeco de nieve tiene la culpa… Mira que ponerse a jugar con hielo y nieve con el frío que hace ahí abajo.

Hans se lo tomó con filosofía.

—Rosa, la culpa la tiene Adolf —se incorporó—. Deberíamos ir a ver cómo está.

Max recibió siete visitas a lo largo de toda la noche.

RECUENTO DE LAS VISITAS

A MAX VANDENBURG

Hans Hubermann: 2

Rosa Hubermann: 2

Liesel Meminger: 3

Por la mañana, Liesel le subió la libreta de bocetos del sótano y la dejó en la mesita de noche. Se sentía muy mal por haberle echado una hojeada el año anterior, así que esta vez, por respeto, no se atrevió a abrirla.

Cuando su padre entró en la habitación, Liesel le habló de cara a la pared contra la que se apoyaba la cama de Max Vandenburg, sin volverse.

—¿Por qué tuve que bajar toda esa nieve? —preguntó—. Es por culpa de eso, ¿verdad, papá? —entrelazó las manos, como si fuera a rezar—. ¿Por qué tuve que hacer ese muñeco de nieve?

Hans, para su imperecedera gloria, fue inflexible.

—Liesel, tenías que hacerlo —respondió, zanjando la cuestión.

Se sentó a su lado durante horas, mientras Max tiritaba y dormía.

—No te mueras —le susurró—. Por favor, Max, no te mueras.

Era el segundo muñeco de nieve que se derretía ante sus ojos, aunque esta vez era diferente, era una paradoja: cuanto más se enfriaba, antes se derretía.

Trece regalos

Fue como revivir la llegada de Max.

Las plumas se convirtieron en cañas y la suave cara se volvió áspera; la prueba que Liesel necesitaba: estaba vivo.

Los primeros días se sentaba a su lado y hablaba con él. El día de su cumpleaños le dijo que si se despertaba habría un enorme pastel esperándole en la cocina.

No se despertó.

No hubo pastel.

UN PASAJE NOCTURNO

Bastante más tarde caí en la cuenta de que ya había visitado el número treinta y tres de Himmelstrasse por esa época. Debió de ser una de las pocas veces en que la niña no estaba a su lado, pues lo único que vi fue un hombre postrado. Me arrodillé. Me preparé para meter las manos por debajo de las sábanas y entonces sentí un resurgir, una lucha a muerte por sacárseme de encima. Me retiré y, con todo el trabajo que tenía por delante, fue agradable que me expulsaran de esa habitacioncita a oscuras. Incluso me permití una pausa, un breve disfrute de la serenidad, con los ojos cerrados, antes de salir de allí.

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