Ojalá seis años atrás Tommy Müller no hubiera desaparecido durante siete horas uno de los días más fríos de la historia de Munich. Sus otitis y sus tics nerviosos seguían afectando al pautado avance de las Juventudes Hitlerianas y eso, te lo puedo asegurar, no era nada bueno.
Al principio, el declive de la situación fue gradual, pero a medida que pasaban los meses, Tommy fue cosechando sistemáticamente la ira de los cabecillas de las Juventudes Hitlerianas, sobre todo a la hora de desfilar. ¿Recuerdas el cumpleaños de Hitler del año pasado? Durante un tiempo, las otitis fueron a peor y llegó un momento en que Tommy empezó a tener verdaderos problemas auditivos. No oía las órdenes que gritaban al grupo cuando marchaban en formación. Tanto daba que estuvieran a cubierto o en el exterior, en la nieve, en el barro o que cayeran chuzos de punta.
El objetivo era que todo el mundo se detuviera al mismo tiempo.
—¡Un taconazo! —les decían—. Eso es lo único que el Führer quiere oír. Todos a la vez. ¡Todos juntos como si fuerais uno!
Ahí es donde Tommy entraba en acción.
Creo que se trataba del oído izquierdo. Era el que le daba más problemas de los dos. Cuando el grito seco de «¡Alto!» llovía sobre los oídos de los demás, Tommy, ajeno a todo, continuaba la marcha como si tal cosa. Podía convertir el avance de una fila en un batiburrillo en un abrir y cerrar de ojos.
Un sábado a principios de julio, poco después de las tres y media, y tras una letanía de fallidos intentos de desfile auspiciados por Tommy, Franz Deutscher (el apellido perfecto para el perfecto adolescente nazi) perdió la paciencia.
—
Müller, du Affe!
—su grueso cabello rubio le masajeó la cabeza y sus palabras manotearon la cara de Tommy—. Pedazo de burro, ¿qué pasa contigo?
Tommy se encogió de miedo, pero una de sus mejillas todavía consiguió acalambrarse en una alegre y frenética contracción. No sólo parecía que esbozara una sonrisita triunfante, sino que además aceptaba el rapapolvo con regocijo. Y Franz Deutscher no iba a tolerar ni lo uno ni lo otro. Lo fulminó con sus ojos claros.
—¿Y bien? ¿Qué tienes que decir en tu defensa? —preguntó.
El tic de Tommy no hizo más que acentuarse, tanto en velocidad como en intensidad.
—¿Te estás burlando de mí?
—
Heil
—se contorsionó Tommy, en un intento desesperado de ganarse su aprobación, aunque olvidó añadir la parte del «Hitler».
En ese momento Rudy dio un paso al frente. Se puso delante de Franz Deutscher y lo miró a los ojos.
—Tiene un problema, señor…
—¡Eso ya lo veo!
—En los oídos —terminó Rudy—. No puede…
—Está bien, se acabó —Deutscher se frotó las manos—. Vosotros dos, seis vueltas al campo —obedecieron, pero no lo bastante rápido—.
Schnell!
—los perseguía la voz.
Cuando acabaron las seis vueltas, les mandaron hacer varios ejercicios más, como correr, tumbarse en el suelo, levantarse y volver a tumbarse, y al cabo de quince minutos muy largos les ordenaron que se echaran al suelo para lo que sería el último ejercicio.
Rudy bajó la vista.
Un siniestro charco de barro le sonrió desde el suelo.
¿Qué estás mirando?, parecía decir.
—¡Abajo! —ordenó Franz.
Por descontado, Rudy lo saltó y se tiró al suelo, boca abajo.
—¡Arriba! —Franz sonrió—. Un paso atrás —obedecieron—. ¡Abajo!
El mensaje era claro y Rudy lo aceptó. Se zambulló en el barro, aguantó la respiración y, en ese momento, con la oreja pegada a la tierra empapada, los ejercicios acabaron.
—
Vielen Dank, meine Herren
—concluyó Franz Deutscher, con cortesía—. Muchas gracias, caballeros.
Rudy se puso de rodillas, se escarbó las orejas y miró a Tommy.
Tommy cerró los ojos y lo asaltó un espasmo.
Ese día, de vuelta en Himmelstrasse, Liesel, que todavía llevaba puesto el uniforme de la BDM, estaba jugando a la rayuela con unas niñas más pequeñas cuando vio con el rabillo del ojo a las dos tristes figuras acercándose. Una la llamó.
Se reunieron en el umbral de la caja de zapatos de cemento que hacía las veces de casa de los Steiner, y Rudy le contó todo lo que les había ocurrido.
Al cabo de diez minutos, Liesel se sentó.
Al cabo de once, Tommy, sentado junto a ella, dijo:
—Es culpa mía.
Sin embargo, Rudy rechazó la imputación con un gesto a medio camino entre una sentencia y una sonrisa, partiendo con el dedo una tira de barro por la mitad.
—Es culp… —volvió a intentarlo Tommy, pero Rudy lo interrumpió y lo señaló.
—Tommy, por favor —en el rostro de Rudy se reflejaba una extraña satisfacción. Liesel nunca había visto a alguien tan decaído y al mismo tiempo tan animado—. Anda, siéntate y… ten espasmos… o lo que quieras —y continuó con su historia.
Empezó a caminar arriba y abajo.
Se peleó con la corbata.
Las palabras que le lanzaba a Liesel caían sobre el escalón de cemento.
—Ese Deutscher nos la ha hecho buena, ¿eh, Tommy? —resumió, con optimismo.
Tommy asintió, tuvo un espasmo y abrió la boca, no necesariamente en ese orden.
—Fue por mi culpa.
—Tommy, ¿qué te he dicho?
—¿Cuándo?
—¡Ahora mismo! Que estuvieras calladito.
—Claro, Rudy.
Cuando poco después Tommy se fue a casa, cabizbajo, Rudy la tanteó con lo que parecía una nueva y magistral táctica.
La compasión.
Todavía en el escalón del umbral, estudió detenidamente el barro que se le había secado formando una costra en el uniforme, y miró a Liesel a la cara, desesperanzado.
—¿Qué me dices,
Saumensch
?
—¿De qué?
—Ya lo sabes…
Liesel respondió como solía hacerlo.
—
Saukerl
—contestó, riendo y salvando la corta distancia que la separaba de su casa.
Una desconcertante mezcla de barro y compasión era una cosa, pero besar a Rudy Steiner era otra completamente distinta.
La llamó desde el escalón, esbozando una triste sonrisa, y toqueteándose el pelo con una mano.
—Algún día caerás —la avisó—, ¡ya lo verás, Liesel!
Al cabo de un par de años, en el sótano, Liesel a veces se moría de ganas por acercarse hasta la puerta de al lado y verlo, aunque estuviera escribiendo en plena madrugada. También comprendió que, probablemente, esos días caldeados en las Juventudes Hitlerianas alimentaron la sed delictiva de Rudy y, por consiguiente, la suya propia.
Después de todo, a pesar de las habituales épocas de lluvia, se avecinaba el verano, como correspondía. Las manzanas
Klar
debían de estar madurando. Les quedaban muchos hurtos que cometer.
Cuando se trataba de robar, Liesel y Rudy tenían claro que se estaba más seguro en un grupo grande. Andy Schmeikl los invitó a una reunión junto al río donde, entre otros puntos del día, se debatiría un plan para robar fruta.
—¿Así que ahora eres el jefe? —preguntó Rudy, pero Andy negó con la cabeza, claramente decepcionado.
Era evidente que habría deseado tener lo que se necesitaba para serlo.
—No —su fría voz tenía un inusual tono cordial, inexpresivo—. Hay otro.
EL NUEVO ARTHUR BERG
Tenía el pelo arremolinado y la mirada nublada, y era uno de esos delincuentes cuya única razón para robar era el placer que le procuraba. Se llamaba Viktor Chemmel.
A diferencia de la mayoría de la gente que se dedicaba a las diversas artes del hurto, Viktor Chemmel lo tenía todo. Vivía en la mejor zona de Molching, en una casa de campo que fumigaron cuando expulsaron a los judíos. Tenía dinero. Tenía tabaco. No obstante, quería más.
—No es ningún crimen querer un poco más —aseguraba, tumbado en la hierba con una pandilla de chicos sentados a su alrededor—. Querer más es nuestro deber primordial como alemanes. ¿Qué dice nuestro Führer? —contestó a su pregunta retórica—. ¡Tenemos que tomar lo que por derecho nos pertenece!
A primera vista, Viktor Chemmel no era más que el típico adolescente ducho en el arte de tirarse faroles. Por desgracia, cuando le daba por demostrarlo también poseía cierto carisma, una especie de «sígueme».
Cuando Liesel y Rudy se acercaban al grupo del río, ella oyó que preguntaba:
—¿Dónde están esos dos malandrines de los que habéis estado fanfarroneando? Ya son las cuatro y diez.
—Según mi reloj todavía no —contestó Rudy.
Viktor Chemmel se apoyó en un codo.
—No llevas reloj.
—¿Estaría aquí si tuviera dinero para tener un reloj?
El nuevo jefe se acabó de incorporar del todo y sonrió, una radiante sonrisa de dientes rectos. A continuación, dirigió su despreocupada atención hacia la chica.
—¿Quién es la golfa?
Liesel, más que acostumbrada a los insultos, se limitó a observar la nebulosa textura de sus ojos.
—El año pasado robé trescientas manzanas y al menos varias docenas de patatas —se presentó—. El alambre de espino no es un secreto para mí y puedo seguir el ritmo de cualquiera de los que hay aquí.
—¿De verdad?
—Sí —Liesel no se amilanó ni se echó atrás—. Lo único que pido es una pequeña parte de lo que nos llevemos. Una docena de manzanas de vez en cuando, las sobras para mi amigo y para mí.
—Bueno, supongo que eso puede arreglarse —Viktor encendió un cigarrillo, se lo llevó a la boca y dirigió sus esfuerzos a arrojarle el humo a la cara.
Liesel no tosió.
Era el mismo grupo del año anterior con la única excepción del jefe. Liesel se preguntó por qué ninguno de los otros chicos había asumido el mando, pero mirándolos uno a uno se dio cuenta de que ninguno tenía lo que había que tener. No tenían escrúpulos a la hora de robar, pero necesitaban las órdenes. Les gustaba recibir órdenes y a Viktor Chemmel le gustaba darlas. Era un bonito microcosmos.
Por un momento Liesel deseó que volviera Arthur Berg. ¿O él también se habría sometido a la autoridad de Chemmel? No importaba. Liesel sólo sabía que Arthur Berg no tenía ni un pelo de tirano, mientras que el nuevo cabecilla lucía toda una cabellera. Sabía que si se hubiera quedado atrapada en un árbol el año pasado, Arthur habría vuelto por ella, a pesar de afirmar lo contrario. Este año, por el contrario, enseguida se percató de que Viktor Chemmel ni siquiera se molestaría en mirar atrás.
Chemmel se levantó sin apartar la vista del chico larguirucho y la chica de aspecto famélico.
—¿Así que queréis robar conmigo?
¿Qué tenían que perder? Asintieron con la cabeza.
Se acercó y cogió a Rudy por el pelo.
—Quiero oírlo.
—Pues claro —contestó Rudy, antes de que le diera un empujón, tirándole del flequillo.
—¿Y tú?
—Por supuesto.
Liesel fue lo bastante rápida para evitar el mismo trato. Viktor sonrió. Aplastó el cigarrillo, tomó aire y se rascó el pecho.
—Caballeros, golfa, parece que es hora de ir de compras.
El grupo emprendió la marcha y Rudy y Liesel, como siempre lo habían hecho en el pasado, cerraban la comparsa.
—¿Te gusta? —susurró Rudy.
—¿Y a ti?
Rudy se lo pensó un momento.
—Creo que es un cabrón de mucho cuidado.
—Yo también.
El grupo se estaba alejando.
—Vamos, nos estamos quedando atrás —dijo Rudy.
A unos kilómetros de allí, llegaron a la primera granja. Lo que les esperaba fue toda una sorpresa. Los árboles que habían imaginado cargados de fruta parecían débiles y enfermos, sólo tenían unas cuantas manzanas que colgaban apáticas de las ramas. En la granja siguiente pasaba lo mismo. Tal vez había sido una mala temporada, o ellos no habían calculado bien el momento adecuado.
Al final de esa tarde, durante el reparto del botín, Liesel y Rudy recibieron una pequeña manzana para los dos. Justo es decir que la recaudación había sido paupérrima, pero Viktor Chemmel también había aplicado la ley del embudo.
—¿Qué es esto? —preguntó Rudy, con la manzana en la mano.
Viktor ni siquiera se volvió.
—¿A ti qué te parece? —le lanzó las palabras por encima del hombro.
—¿Una asquerosa manzana?
—Ten —también les lanzó una medio empezada, que cayó con el lado mordido de cara al suelo—. También puedes quedarte esa.
Rudy estaba indignado.
—A la mierda. No hemos caminado quince kilómetros por una miserable manzana y media, ¿verdad, Liesel?